La mañana es agradable. Un vientecillo del Sur arrastra el
perfume de nuestra sierra que se ve
difusa envuelta en una gasa blanca mientras que la cúspide de Jabalcuz se
despereza con los primeros rayos de sol.
Salgo de casa y camino con dirección al centro del pueblo. Un
grupo de mujeres andarinas marchan presurosas camino de la Vía Verde
manteniendo una animada conversación entre ellas. Corresponden a mi saludo y
eso interrumpe momentáneamente su diálogo.
Observo que las moreras de la carretera, sus botonaduras
preñadas con las primeras hojas primaverales están eclosionando y esto me hace
recordar cuando siendo niño debía de estar atento a aquella caja de cartón que
guardaba en la cámara, pues los
diminutos huevos de las crisálidas adheridos a las paredes del cartón estarían
a punto de convertirse en gusanos de seda. Las hojas de estas moreras y otras muchas más que jalonaban la carretera
eran su sustento y donde nos proveíamos los chiquillos.
Los estudiantes en pequeños grupos se dirigen al instituto.
Sus risas harán despertar a algún perezoso que aún sigue arropado entre las
sábanas. Es viernes y algunos de estos jóvenes marchan haciendo planes de
divertimento para el fin de semana.
Cerca del Centro de Salud dos mujeres se saludan al más puro
estilo torrecampeño: <<!Mira María!>> <<¿Onde vas tan
trempano!>> <<Ahí voy>> , le contesta la otra sin dar más
explicaciones. Naturalmente, la interrogada iría allí.
Las campanas de la iglesia repican con su canto alegre
llamando a misa al tiempo que una bandada de palomas vuelan desconcertadas
dibujando con su confusión extrañas filigranas en el aire. Dos esquelas
mortuorias adheridas a un lado y otro de la puerta de la iglesia anuncian que
hoy, por dos veces, las mismas campanas, desgranarán su fúnebre, triste, y
agónico sonido por los finados. La muerte no para mientras la vida continúa.
La plaza a estas horas está desierta. En otros tiempos los
barrenderos se afanaban quitando con escobones las cáscaras de pipas entre los
surcos de sus baldosas cuadriculadas, después de la concentración de jóvenes
que a diario solíamos cada tarde ir a pasear.
El surtidor de los Jardinillos que le canta durante toda la noche al maestro don
Juan Valderrama, ahora, durante el día, su música se mezclará con la de las
charlas de los tertulianos que acostumbran a reunirse para ponerse al día de
las novedades habidas en el pueblo.
Huele a café y a churros, a tallos, que todavía acostumbramos
a decir muchos. Leo el periódico mientras disfruto del primero de la mañana. El
mercado de abastos expande su penetrante mescolanza de olores bañando todo su
perímetro mientras que los de los cupones reparten la suerte otro día más. Veo a funcionarios del Ayuntamiento
dirigiéndose a su quehacer diario. La Esquina Redonda siempre ha sido el punto
más neurálgico del pueblo. Ni que decir cuando el establecimiento para herrar
las caballerías estaba a pocos metros de lo que hoy es la Cantina.
Niños y niñas acompañados por madres o abuelos se dirigen
camino del colegio. Me acuerdo cuando en mis tiempos íbamos solos a la escuela
a pesar del miedo que nos metían los mayores sobre el Capaor. Todo cambia, hasta
los personajes de fantasía ya no son los mismos. Veo maquinaria y obras en la
calle donde yo jugaba cuando era niño. La van a dejar guapa, me dicen, pero
pienso que ya no podré jugar a las bolas en sus regueras ni tampoco al marro
hincando aquél palo en el blando barro. Todo
fluye, todo cambia, todo se transforma, nada permanece, dijo el filósofo
griego Heráclito. Llevaba razón, y yo a mis años presumiendo de ser niño sin
darme cuenta que me he transformado en un septuagenario.
Después de comprar una barra de pan me dirijo a mi casa. El
primer paseo ya lo he dado, y realizado el primer “mandao”. Luego habrá otros
paseos donde volveré a observar el acontecer de un pueblo vivo y dinámico como
el nuestro. ¡Cuánto disfruto estando en mi pueblo!
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