Con las primeras aguas
otoñales y las bajadas de las temperaturas, en mis tiempos, acudían a nuestros
campos un sinfín de pajarillos a los que los agricultores torrecampeños para
diferenciarlos de otras especies, a estos primeros visitantes, les llamaban
“uverillos”, tal vez porque gustaban de
picotear aquellos gajos de uvas que después de vendimiar quedaban olvidados escondidos
entre las pámpanas.
Para esperarlos y
“agasajarlos” con un aperitivo canallesco, mucho antes, azadón en ristre se
habían visitado los hormigueros en busca de hormigas de ala, y así obsequiar
a estos pobres animalillos con estos insectos sirviendo de anzuelo en las
trampas llamadas “costillas” que se colocaban en los “majuletos” y arbolicos de
los arroyos y cañadas.
“Parchesillos”, así
llamamos en nuestro pueblo a los petirrojos que eran los que más proliferaban,
además de currucas, verdecillos, alzacolas y carboneros entre otros. Estos
últimos, los carboneros, también conocidos como los “aguaquí”, entonaban su
sinfonía que era como una oración clamando la lluvia. Y así, con la
llegada de estas aves, más aquellas que no eran migratorias, el campo se
inundaba con sus cánticos; a veces, estos conciertos eran interrumpidos y se
hacía un silencio momentáneo cuando el chasquido de la “costilla” al saltar,
atrapaba entre sus mordaces alambres a algún infeliz.
Estos pajarillos
conocidos en la jerga “costillera” como “chiquitillos” quedaban relegados hasta
que alguno cazaba el primer zorzal, conocido popularmente como “gordos”. A
partir de ese momento los que vivían de la caza, durante el tiempo de
permanencia de este pájaro en nuestros campos, inundaban los olivares con sus
trampas que además de las susodichas “costillas” ejercitaban otra práctica más
perversa aún, la de los lazos conocidos
como “perchas” que instalaban en las ramas de los olivos donde se solían posar
los zorzales. La materia prima para la obtención de estos lazos la agenciaban
con las crines de las colas de las caballerías, siempre, la mayoría de las
veces, al descuido de los dueños de estos animales.
En aquél tiempo, la
mayoría de los hombres del campo, además de las herramientas y la talega,
llevaban al menos dentro del serón media
docena de “costillas” compradas tal vez en aquellos tiempos a un artesano de
nuestro pueblo muy ducho en este
menester llamado, Juan Luis.
En las noches de
invierno, esas oscuras y de ventisca, estas pobres aves se refugiaban al
socaire del viento en los olivos de las cañadas y regajos, y entonces,
aprovechando estas circunstancias, salían algunos bragados a cazarlas
utilizando la luz de una mecha de petróleo o carburo y un palo de madera para
golpear al encandilado animal. Esta
práctica era muy peligrosa pues había que conocer muy bien el terreno, ya que
en la negrura de la noche había que saber muy bien donde se ponían los pies.
El bar de Civantos,
cobró merecida fama por su gran experiencia en la degustación de los zorzales a
la plancha. Los sábados y los domingos,
hubo un tiempo en el que los jaeneros solían venir atraídos por su rico,
bien aliñado, y aderezado condumio. Además, a estos visitantes también le servía el viaje para
presumir y hacerle el rodaje al
seiscientos tan de moda en aquellos tiempos.
Todos estos tipos de
caza que he reseñado, para nuestro bien y para nuestras futuras generaciones quedaron
prohibidos hace tiempo. Aunque tarde, nos hemos dado cuenta de tan tremendo
error. Se llegaba a presumir entonces del
número de aves atrapadas y hasta se
rifaban en una ristra por la calle.
Desgraciadamente por
esta falta de respeto a nuestro entorno ya no se oyen esos conciertos en
nuestros campos amenizados por miles y miles de pájaros cantores. Todos fuimos
culpables de ello. Yo también fui uno de los que “”puse costillas”, curé con
pesticidas, y salí a cazar una noche de viento. Lo hice estando cogiendo
aceituna en un cortijo sirviendo de acompañante del que llevaba el carburo,
pero a lo sumo en toda mi vida no habré
matado una docena de estas aves, por lo que me declaro culpable, y no quiero salvar mi responsabilidad por esta
pírrica cantidad, ridícula comparada con
el porcentaje tan abultado de otros. O se es culpable o no. Yo lo fui.