El
ayudar a plantar las hortalizas cuando yo era pequeño era un trabajo que a mí y
a todos los chiquillos nos gustaba. Recuerdo el olor que desprendían aquellas
diminutas plantas de tomates que habían sido arrancadas de un semillero. Mi
abuelo solía plantarlas a últimos del mes de abril. Lo hacía recostándolas en
mitad de la ladera del surco por el que el agua del riego debía de circular y
otras a estancarse. Las plantas al principio adolecían inclinándose
sobre su nuevo lecho hasta que después del primer riego que debía de ser
abundante parecían resucitar acomodadas en la esponjosa tierra colmada de
nutrientes naturales con los que la huerta se abonaba.
Más
tarde, cuando la planta se iba desarrollando me gustaba registrar sus tallos
para ver cómo los pequeños tomates iban creciendo; por este motivo mi ropa
quedaba manchada por el verdín amarillento de los olorosos y brillosos pelos
glandulares de las matas por lo que el castigo después estaba asegurado pues estas manchas eran difíciles de quitar.
Pasado
el tiempo, antes de la feria, comenzaban las matas a dar frutos. Eran tomates
con sabor a tomate, nada en comparación con los de ahora que no saben a nada;
estos últimos, los que vemos en el los mercados son muy vistosos pero huérfanos
de sabor y hasta de olor como consecuencia sin lugar a dudas del marchamo del
laboratorio por el que fueron creados, y no como aquellos que yo recuerdo de
nuestras huertas un poco arrugados por la parte del cabillo por donde se
nutrían. Muchos eran de color casi rosado y de un sabor muy dulce y agradable además
de ser todo pulpa y no huecos ni llenos
de agua como algunos de los de ahora. Tomates que hacían las delicias de nuestro panaseite una vez restregados en el pan,
y de nuestras ricas ensaladillas a nuestra manera torrecampeña.
Recuerdo
también aquellos pepinos con la piel un poco amarillenta que al pelarlos la
casa se inundaba con ese su olor tan característico. Aquellos a los que me refiero no llegaban a
repetirse por mucho que comiéramos. En los gazpachos eran un ingrediente
primordial muy diferentes su sabor de estos que nos venden de invernadero de piel verde-oscura.
Pero
dejo la huerta con sus plantas de pimientos, berenjenas, calabazas y otras
hortalizas regadas con el agua de la alberca, para dedicarle también un
recuerdo a una planta de secano que se cosechaba mucho en nuestro pueblo y que
para muchos agricultores llegado el verano después de la recolección de los
cereales les servía su cultivo de distracción. Me voy a referir al melón.
Se
solía sembrar cuando las temperaturas de la primavera lo aconsejaban, pero para
últimos de abril ya debían de tener sus matas algunas hojas. Las semillas para
la siembra solían emplearse las que se guardaban como simiente para futuras
plantaciones cuando algún melón de los que se degustaba en la casa daba más que
el aprobado. Por lo general se escogían siempre los de una de una variedad que
ya desapareció en nuestro pueblo muy parecida a los de piel de sapo de hoy pero
aquellos eran más redondos y de cáscara más gruesa. Les llamábamos de pepitapero y también romanicos. Eran melones de cámara y que llegado
la Semana Santa
algunos aún se conservaban.
Días
antes de la siembra la semilla se dejaba reposar en agua y así se dejaba caer
en un hoyo no muy profundo que equivalía a una cavada echa con el azadón
allanándose la tierra con las manos para que al brotar no encontrase la planta
obstáculo alguno.
En
las lindes se solía sembrar maíz rosetero
de palomitas, o también otro que sus penachos servían para escobas. También en las zonas más húmedas del terreno
se solían plantar algunas plantas de girasol.
El
primer trabajo era la recaba del terreno cuando el perímetro de las matas era
el de un sombrero de paja arropándolas con tierra esponjosa en la cruz de donde
emergían sus tallos, los llamados látigos, que se arrastraban por el suelo
mientras que sus flores amarillas fecundaban el fruto diminuto a los que de
principio llamábamos bellotas. Las hojas formaban un entramado muy tupido lo
que hacía que el fruto estuviese preservado por los inclementes rayos de sol.
El olor de estas hojas era muy peculiar, y quedó grabado en mi pituitaria para
siempre.
El
fabricar la choza para guardarlos de los intrusos para cualquier niño de mi
edad en aquellos tiempos era una ilusión que llegaba a consolidarse el día que
se fraguaba esta a base de palos y de carrizos. El dormir bajo la bóveda
celeste en aquellos veranos calurosos mientras mi padre me contaba muchas veces
las penurias pasadas por él en la guerra al tiempo que las estrellas fugaces
arañaban con sus estelas el firmamento no tardaba en llevarme hasta los brazos
de Morfeo. Ahora, pensando en aquellos momentos, en noches de insomnio fruto de
mi edad veo aquél cielo estrellado y me traslado hasta allí por lo que pensando
en tan gratos recuerdos no tardo en conciliar el sueño.
Para
septiembre, más concretamente para la feria de Jamilena, los melones ya habían
alcanzado el grado suficiente de azúcares para ser cortados, y así se hacía por
lo que después viaje tras viaje eran transportados dentro del serón con la mula
de carga hasta las cámaras de las casas .
Los
años que recolectábamos matalahuga solíamos enterrar algunos melones en las
trojes donde se depositaba este grano, consiguiendo con ello que el melón
adquiriera el sabor de esta planta que servía para obtener el anís.
Tiempos
aquellos de tan añorados sabores y olores ya desaparecidos. ¿Volverán alguna
vez? Lo dudo.
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