Ya
estamos inmersos en otra campaña de aceituna. La cosecha de este año es escasa
pero a pesar de eso habrá que ir a visitar una por una todas las olivas de
nuestro pueblo para recoger el poco fruto que cuelgan de sus ramas, para
ello, mucho antes se tendrán que poner a punto todas las herramientas además de
la maquinaría y todo el utillaje que hoy en día se utiliza para la recolección.
Recuerdo aquellos tiempos de fardeos de
lienzo donde las esportillas y esportones de esparto eran instrumentos indispensables
para la recolección de la aceituna donde la limpia,
aquella rampa de alambres con su depósito de madera al que llamábamos torba era de alguna forma el único
utensilio con la tecnología más avanzada en aquella época. Tiempos aquellos
donde las escuelas quedaban semivacias de niños y de niñas porque iban a ganar
un mísero jornal para ayudar a sus padres. Como
aquél niño torrecampeño de mi edad que pongo de ejemplo.
-¡Vamos José, despierta!
La voz de la madre se dejó oír desde
las escaleras de la casa en la fría madrugada aceitunera en un mes de diciembre
de mediados de los años cincuenta.
José, aquél niño de tan solo once años abandonó el colchón de hojas de maíz, arropó a su hermano menor que dormía con
él y a otros más pequeños que lo hacían en otra cama. Bajó las escaleras lo
más rápido que pudo. En la estancia donde prendía una lumbre se calzó unas
alpargatas de lona blanca, de un cántaro vertió agua en una palangana y de ella
con sus manos juntas las llenó una y otra vez del líquido y frío elemento y
la estrelló contra su cara.
-Anda, tómate el café por llamarlo de
alguna manera pues es de cebada tostada; échale los picatostes que sopado
está muy bueno. Tu padre en el cortijo a estas horas ya se estará comiendo las
migas. Quince días lleva ya el pobre durmiendo en el suelo en una saca de paja.
El niño no dijo nada, se limitó a mirar
a su madre que le estaba arreglando la talega. Esta continuó hablando.
-Te he echado además de una raspa de
bacalao, una alcachofa y un tomate. Ten cuidado con el bote del aceite, era el
del jarabe de tu hermano el más pequeño de cuando estuvo malo. Lo pongo en
vertical para que no se vuelque y no manche la talega. Te pongo también unos higos pasos; hoy no llevas salchichón ni
agujetas, ayer fui a la tienda a comprar,
y bueno... no me gustó el precio. ¡Anda hijo, vete, que no te esperen, y súbete
la corredera del saquito hasta el
cuello!
Entre dos luces aquél chiquillo marchó
hasta el punto de partida para el tajo. Allí esperó la llegada de todos los
componentes de la cuadrilla de aceituneros, la mayoría hombres, mujeres y otros
niños de su edad.
Llegado al tajo la voz del manijero se
dejó oír:
-¡Niño, el esportón arriba de la oliva
siempre! Cuando saquen las mujeres y vacíen las espuertas y esté del todo lleno...
¡A la cabeza con él a llevarlo hasta donde están los sacos! ¡Vamos, que para luego es tarde! ¡Niño, los salteos, que no quede ni
una, y no vayas al chisco tanto!
A medía jornada a la hora de comer el
frío cortaba la cara. El chiquillo se dispuso a almorzar guarecido detrás del
tronco de una oliva. El aceite del bote estaba helado y no pudo por este motivo
comer el tan característico y apetitoso panaseite.
Ni que decir tiene que había que ser muy valiente para mondar una naranja, así
es que cortó un poco de pan y sació un poco el hambre con él y con los higos
secos que su madre le había puesto en la talega.
Poco antes de ponerse el sol, terminada
la faena, como premio a tanto esfuerzo le esperaba una hora de camino andando
con sus zapatillas de lona por veredas y caminos intransitables de barro. Aún
así, aquél chiquillo antes de llegar al pueblo se internó por entre los
olivares ya recolectados y con un saco de pita que llevaba siempre que le
servia a veces de impermeable cuando llovía lo llenó de tallos de olivo de los
pequeños montones que cada oliva albergaba después del vareo, y recogió además
algunas raíces que el arado cercenó tiempo atrás y que andaban dispersas en las
camadas. Con ello tendrían para
calentarse él y su familia y también serviría para aviar su madre la comida. Una vez en casa, su jornada aún no había
terminado pues después de asearse su madre le mandó ir hasta la fuente a por
agua con un cántaro.
A continuación, es de suponer, que
aquél chiquillo iría a recoger su salario a la casa del dueño del olivar.
Seguramente serian ocho duros, cuarenta pesetas, el equivalente a la cuarta
parte de lo que hoy cuesta un café.
Alguien pensará que esto es demagogia.
Quién lo dude que lo pregunte a las personas de mi edad. Tal vez muchos lo
recuerden, y si lo recuerdan será porque tal vez lo oyeron o lo llegaron a
vivir en primera persona. Yo fui uno de ellos.
Ahora, el trabajo sigue siendo muy duro
en la recolección de la aceituna ¡Claro que sí! Me hago cargo, por poner un ejemplo
lo fatigoso que es aguantar todo el día una máquina de varear, pero terminada
la faena todo el mundo al coche y a casita. ¡Ah! Y antes del mediodía la servesilla con el aperitivo. Yo no estoy
en contra de nada de esto, muy al contrario me alegro. Antes, a pesar de tantas
fatigas y esfuerzos no se llegaba a llevar al molino por persona ni la cuarta
parte de la que se recolecta ahora, y es que los tiempos cambian a mejor.
Afortunadamente.
¡Feliz
aceituna amigos!
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