domingo, 7 de septiembre de 2014

ADIÓS AL VERANO



Faltan pocos días para de nuevo decir adiós a otro verano más. Ya no se oye por las calles el ruido de las ruedas de las maletas; de esas maletas arrastradas por un asa a las que hemos dado en llamar utilizando el anglicismo: troler; ahora, reposarán un año más en lo alto de los armarios o en cualquier hueco de la casa hasta el año que viene, pues se acabaron las vacaciones.
En agosto, aquí en Madrid, cogen vacaciones hasta los carteristas. Pasear por el centro de la ciudad ha sido una gozada, y si lo hacías a primeras horas de un sábado del mes de agosto os aseguro que para aquellos que buscamos la tranquilidad, el sosiego se transformaba en recelo al contemplar céntricas calles casi desiertas de gentes y coches.
Ya en septiembre otra vez Madrid ha vuelto de nuevo al ajetreo cotidiano, a las prisas, a los atascos. Echaba en falta los autobuses de transporte escolar, y a los colegiales. Ahora, a estos, los veo caminar de nuevo en busca de los colegios arrastrando sus otros troler cargados de libros y material didáctico. Ya ha comenzado un nuevo curso y  muchos de estos escolares observo que van con cara de disgusto porque tal vez sus padres les hayan contagiado eso que ahora le llaman el síndrome post-vacacional.
En nuestro pueblo también pasará lo mismo aunque en menor medida. Aquellos que como yo añoran su tierra y que periódicamente disfrutan de cortas o largas estancias en Torredelcampo, estos, habrán dejado de pasear por sus calles y habrán vuelto de nuevo a sus cuarteles de invierno para echar de menos no cabe duda el dulce gozo de sentarse en algunas de las terrazas de nuestros bares disfrutando del fresquito de la noche con unas servesillas y unas buenas tapas los días que había suerte y se encontraba una mesa libre.
También habrán regresado aquellos que se fueron a la playa, como aquí también han vuelto. Ellos, y en mayor medida, ellas, se distinguen por su color de piel; por ese bronceado-gratinado que han ido adquiriendo muy lentamente fuera de las sombrillas playeras. El lucir este moreno de piel, hoy, es un signo de distinción que contrasta con la blancura de los que no han podido o no han querido –me inclino por los primeros- tostarse bajo el sol.   
Tiempos aquellos en los que las mujeres tenían que esconder el moreno; aquél moreno de rastrojo fruto de espigar detrás de los segadores, o el obtenido en la era, y no digamos del bronceado que adquirían arrancando matalauga. En aquellos tiempos de mi niñez la blancura en el rostro de la mujer significaba el pertenecer a un estatus social más aseñorado, y por el contrario tener la piel quemada por el sol era sinónimo de hacer vida en un cortijo y el de pertenecer a las clases más económicamente débiles.  No quiero que nadie me confunda y crea que añoro penurias pasadas, pero aquellos y aquellas de mi generación que pasaron por esto y que hoy pueden disfrutar de unos días de playa, -por cierto muy merecidos-, les digo que no sientan vergüenza por aquello que sufrimos. Muy al contrario deben de sentirse orgullosos, pues gracias a ellos y a ellas y a todos los de nuestra generación se consiguió el bienestar social que estamos disfrutando y que nadie nos regaló. Es más, les sugiero que se lo cuenten a sus nietos para que sus descendientes sepan lo que pasamos, y que utilicen para ello si quieren un dicho muy torrecampeño que dice: los dineros no vienen por la chimenea abajo.
En fin, que el verano se nos va otro año más y otra vez en este tiempo seguimos mirando al cielo esperando ver nubes negras que rieguen los sedientos campos torrecampeños, pues hasta aquí me llegan los lamentos de los olivares pidiendo agua deseosos todos de empaparse con la lluvia y con ella decirle adiós al verano. Sus sollozos creo percibirlos hasta en la vorágine de los atascos.    

                                                 

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