Faltan pocos días para de nuevo decir
adiós a otro verano más. Ya no se oye por las calles el ruido de las ruedas de
las maletas; de esas maletas arrastradas por un asa a las que hemos dado en
llamar utilizando el anglicismo: troler; ahora, reposarán un año más en lo
alto de los armarios o en cualquier hueco de la casa hasta el año que viene,
pues se acabaron las vacaciones.
En agosto, aquí en Madrid, cogen
vacaciones hasta los carteristas. Pasear por el centro de la ciudad ha sido una
gozada, y si lo hacías a primeras horas de un sábado del mes de agosto os
aseguro que para aquellos que buscamos la tranquilidad, el sosiego se
transformaba en recelo al contemplar céntricas calles casi desiertas de gentes
y coches.
Ya en septiembre otra vez Madrid ha vuelto
de nuevo al ajetreo cotidiano, a las prisas, a los atascos. Echaba en falta los
autobuses de transporte escolar, y a los colegiales. Ahora, a estos, los veo caminar
de nuevo en busca de los colegios arrastrando sus otros troler cargados de libros y material
didáctico. Ya ha comenzado un nuevo curso y muchos de estos escolares observo que van con
cara de disgusto porque tal vez sus padres les hayan contagiado eso que ahora
le llaman el síndrome post-vacacional.
En nuestro pueblo también pasará lo mismo
aunque en menor medida. Aquellos que como yo añoran su tierra y que periódicamente
disfrutan de cortas o largas estancias en Torredelcampo, estos, habrán dejado
de pasear por sus calles y habrán vuelto de nuevo a sus cuarteles de invierno
para echar de menos no cabe duda el dulce gozo de sentarse en algunas de las
terrazas de nuestros bares disfrutando del fresquito de la noche con unas servesillas y unas buenas tapas los días que había
suerte y se encontraba una mesa libre.
También habrán regresado aquellos que se
fueron a la playa, como aquí también han vuelto. Ellos, y en mayor medida,
ellas, se distinguen por su color de piel; por ese bronceado-gratinado que han
ido adquiriendo muy lentamente fuera de las sombrillas playeras. El lucir este
moreno de piel, hoy, es un signo de distinción que contrasta con la blancura de
los que no han podido o no han querido –me inclino por los primeros- tostarse
bajo el sol.
Tiempos aquellos en los que las mujeres
tenían que esconder el moreno; aquél moreno de rastrojo fruto de espigar detrás
de los segadores, o el obtenido en la era, y no digamos del bronceado que
adquirían arrancando matalauga. En aquellos tiempos de mi niñez la
blancura en el rostro de la mujer significaba el pertenecer a un estatus social
más aseñorado, y por el contrario tener la piel quemada por el sol era sinónimo
de hacer vida en un cortijo y el de pertenecer a las clases más económicamente
débiles. No quiero que nadie me
confunda y crea que añoro penurias pasadas, pero aquellos y aquellas de mi
generación que pasaron por esto y que hoy pueden disfrutar de unos días de
playa, -por cierto muy merecidos-, les digo que no sientan vergüenza por
aquello que sufrimos. Muy al contrario deben de sentirse orgullosos, pues
gracias a ellos y a ellas y a todos los de nuestra generación se consiguió el
bienestar social que estamos disfrutando y que nadie nos regaló. Es más, les
sugiero que se lo cuenten a sus nietos para que sus descendientes sepan lo que
pasamos, y que utilicen para ello si quieren un dicho muy torrecampeño que
dice: los dineros no vienen
por la chimenea abajo.
En fin, que el verano se nos va otro año
más y otra vez en este tiempo seguimos mirando al cielo esperando ver nubes
negras que rieguen los sedientos campos torrecampeños, pues hasta aquí me
llegan los lamentos de los olivares pidiendo agua deseosos todos de empaparse
con la lluvia y con ella decirle adiós al verano. Sus sollozos creo percibirlos
hasta en la vorágine de los atascos.
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