Ahí
están, el abuelo y el niño, en una estación cualquiera o puede que en un
puerto, llorando los dos, despidiendo a sus familiares allá por los años
cincuenta. El abuelo de cara arrugada y curtida, compungida esta por el llanto parece tratar de contener la pena sin poder lograrlo. Una expresión de tristeza
se refleja en su rostro aparentando aguantar la bola que se le formaría en el
estómago antes del sollozo. En la foto, la entereza y fortaleza del adulto
incontroladas por la emoción se perciben desmoronadas fomentadas tal vez por
el llanto no escondido del niño.
He aquí la imagen de aquella España de
mi niñez. La imagen del emigrante, de tantos y tantos emigrantes que
abandonaron su tierra en pos de sueños necesitados sin más ambición que
trabajar para conseguir alimentarse. El rencor a quienes les empujaron a
emigrar nunca lo demostraron porque su única lucha era matar el hambre, y eso
les distrajo de entrar en otras guerras que de antemano sabían perdidas.
Escenas como las de la fotografía yo las
viví cuando era pequeño. Niños y abuelos como el que aparecen en esta foto las
sitúo en la estación de nuestro pueblo entre un flamear de pañuelos diciendo
adiós y los resoplidos del tren al iniciar la marcha mientras que nubes de
vapor oliendo a carbonilla envolvían el andén. Recuerdo a un emigrante en una
de las esquinas del Camino de la
Estación dejando la maleta en el suelo volviendo una y otra
vez a abrazar a su hijo de contados años y de su mujer que lo sostenía en
brazos. El niño llorando estiraba los brazos pretendiendo irse con el padre. Mi
corazón se contagió con su dolor y no pude aguantar mis lágrimas. Esta escena
la conservo cincelada en mi memoria.
Han pasado casi sesenta años y
seguramente aquél niño que estiraba los brazos hijo de aquél emigrante que con
tan poca edad ya apuntaba a querer serlo de mayor, hoy, algunos de sus hijos o
sus nietos le dirán adiós desde la fila
zigzagueante y serpenteante del control de embarque de cualquier aeropuerto
para irse a trabajar lejos de España. Triste, muy triste todo ello.
Hubo
un paréntesis en aquél éxodo de mi niñez. Duró un largo periodo de tiempo que
nos permitió alcanzar un nivel de crecimiento y bienestar que no pudimos
preservar, fundamentalmente por gestiones equivocadas, donde el egoísmo y la
intransigencia además del descontrol se dieron la mano con la avaricia y la
codicia para atesorar todo lo ajeno por muchos de nuestros gobernantes. Por
culpa de todos ellos hoy España vuelve a exportar emigrantes; esta vez
solicitan guerreros bien formados; gladiadores que como en la antigua Roma estén
adiestrados en las mejores escuelas de lucha. Y para ello, para abastecer su
demanda, ahí están nuestros universitarios, los nuevos emigrantes yéndose a
países lejanos mientras que la tensión social existente en nuestro país por
tantas y tantas tropelías se mantiene afortunadamente dentro de los cauces de
la convivencia para bien de todos.
Yo espero y deseo que la situación
actual en la que nos encontramos dure poco, y que todo se solucione dentro del
marco de la sensatez con actuaciones pacificas, y que quienes nos gobiernan y
nos gobiernen acierten en aplicar las medidas oportunas para que entre otras
cosas España no sea como antes lo fue y lo es ahora, el almacén de mano de
obra barata de Europa y de otros continentes más lejanos.
Ojalá que todos los jóvenes que ahora
marchan regresen pronto a la tierra que les vio nacer. Que vuelvan a su
pueblo, con los suyos, con sus gentes, y no sean como la mayoría de los que se
fueron antaño en el tren de nuestro pueblo; muchos de ellos nunca más regresarían
-ya lo he dicho en alguna entrada en este blog-. Otros, y de esto estoy muy
seguro lo harán algún día para ocupar un pequeño y lúgubre habitáculo a la
sombra de algunos de los árboles de delgada y puntiaguda silueta en el parque
más silencioso de nuestro pueblo, aquél de recinto tapiado donde vivirán por
días y años sin fin.
Es diciembre. Está amaneciendo. Desde
mi ventana veo los coches aparcados cubiertos por una gélida gasa blanca que
brilla centelleante con la última luz de las farolas. El magnolio que casi
acaricia mi balcón mira su reloj esperando impaciente que salga el sol para
calentarse y despojarse de su fría película blanquecina. Es domingo y mi calle
a estas horas aún no se ha levantado, perezosa tal vez por el frío y la
neblina.
El frío y el turrón siempre vuelven a
casa por Navidad. Algunos emigrantes también. Ese es mi deseo.
¡Feliz Navidad,
amigos!
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