Lo
único que nos queda de aquella feria de mis tiempos, y que supongo perdurará
para siempre cada veintiséis de julio, es la procesión de nuestra Patrona,
aunque este año, comparativamente con la de años anteriores no ha resultado ser
una de las procesiones más brillantes que yo recuerde; esta es mi modesta
opinión, pero no me cabe la menor duda de que los defectos que yo he creído
observar, no habrán pasado –estoy seguro de ello- desapercibidos a los que con
tanto sacrificio se esfuerzan año tras año, en que el día de Santa Ana todo
esté a punto para que nuestra Patrona y la Virgen Niña pasee a hombros por
nuestras calles con el esplendor y la
brillantez que año tras año los organizadores de este desfile religioso nos
tienen acostumbrados.
A la hora de la procesión, no apretaba
mucho el calor, no así el calor humano, demostrado y derrochado por la gente de
nuestro pueblo, y para muestra, allí estaban los varales de las andas, los
cuatro, repletos de hombros apretujados, de anderos que con promesa y empeño,
saben transmitir la emoción y el fervor religioso a Santa Ana y a la Virgen Niña , llegando
con ello a contagiar de inmediato a todas las almas allí presentes; vi a gentes
apiñadas en la puerta de la iglesia, en las esquinas, en las aceras; gentes con
ojos vidriosos que rezaban en silencio, algunos, lo hacían, lo sé, sin saber
rezar al paso de nuestra Patrona, y les pedirían que interceda ante Dios a fin
de que su ser querido se recupere de la enfermedad que padece; otros lo harían
pidiendo trabajo, y los más afortunados en solidaridad con los más menesterosos,
se pondrían en la cola de las rogatorias para dar paso a los más necesitados.
Y entre ¡Vivas a Santa Ana!, y ¡Vivas a
la Niña !, la
procesión discurría al compás de la música, y así, mientras la tarde agonizaba,
hileras de cirios encendidos alumbraban las por ahora incipientes sombras en un
centellear de velas enfiladas e insubordinadas, rotas a veces por la carente
marcialidad de algunos devotos. Por la calle El Tomillar con el horizonte
pintado por el rojo y encendido crepuscular, refulgían los cetros que portaban
las mujeres vestidas de mantilla, resaltando su belleza con el relumbre del
metal. Yo digo que las mujeres de nuestro pueblo no se visten de mantilla, es
la mantilla la que se viste con el arte, el tronío, el empaque y la belleza de
la mujer torrecampeña. ¡Que primores de mujeres! ¡Que generación más guapa!
De forma lenta y parsimoniosa, la
procesión fue recorriendo el itinerario marcado, entre el adornado de colchas en
los balcones y el encendido de las casas, abiertas de par en par, queriendo con
ello invitar a Santa Ana a penetrar en cada uno de los hogares. Así en todas
las calles.
Después, como siempre, La Marcha Real despidió otro año
más a nuestra imagen más venerada en la puerta del templo al tiempo que los
esforzados costaleros casi de rodillas en la escalinata entraban el trono
dentro de la iglesia cerca ya de la medianoche.
Y allí quedó nuestra Patrona en el
templo, para honrarla en su novenario, para que el pueblo de
Torredelcampo desfile ante Santa Ana y la Virgen Niña , para darle
gracias, para pedirle, para rogarle, para rezarle y terminar siempre con “más
no se haga mi voluntad sino la tuya”.
Dicen, me contaron, que a los
torrecampeños nos van a prohibir morirnos durante el día, y hacerlo por decreto
durante la noche, pues cuando un torrecampeño lo hace de día, y pregunta al
llegar al Cielo por Santa Ana, allí le dicen que espere, ya que en cuanto la
abuela de Dios se toma el café por la mañana, se baja hasta la ermita de
Torredelcampo, y hasta la noche no regresa.
Y es que los torrecampeños somos unos
privilegiados. ¿No os parece?
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