EL MANUSCRITO Y EL ACEITE MILAGROSO.
Cuento
por Navidad.
Crónica
inédita salida de mi fantasía que dedico al Cronista oficial de Torredelcampo, Juan Carlos Castillo Armenteros, protagonista de esta historia, quién de haber
sido ciertos los acontecimientos descritos hubiese sido un verdadero gozo para
él.
*************
El catedrático se
revolvió un poco inquieto en su asiento cuando el foco de atención se centró
sobre él. Estaba acostumbrado a asistir a conferencias como ponente, pero en esta ocasión, un cierto estado de
desasosiego y nerviosismo le invadía. El moderador a modo de presentación, de
pie, en un atril del escenario, acababa de glosar su amplia biografía cuajada de
premios conseguidos como catedrático de Historia Medieval como también como
investigador en arqueología en núcleos urbanos y fortificaciones medievales. Él
era el último en actuar de los tres
conferenciantes que habían sido invitados en este foro sobre el olivar.
Sus otros dos oradores habían disertado sobre el impacto ambiental y social del
área olivarera, la sequía, la política agraria común, el precio del aceite, y
las perspectivas sobre la próxima
cosecha, y ahora le tocaba intervenir ante el numeroso grupo de asistentes a
este acto, entre ellas, personalidades de distintas áreas de la administración,
así como de la cultura, además de directivos de muchas e importantes
cooperativas aceiteras de la provincia que llenaban la platea y el anfiteatro del
centro cultural de Torredelcampo donde se celebraba el evento.
Se había hecho un
silencio expectante momentos antes de que el profesor Juan Carlos Castillo Armenteros
tomara la palabra. Luego de ponerse unas gafas y de dar las gracias a todos los
que asistían al acto comenzó diciendo:
-Señoras, señores, yo había sido invitado a este acto para
hablarles sobre la historia del olivo en España
desde que los fenicios en el año
1050 a.C., lo introdujeron en la península, de su desarrollo con la llegada de
los romanos, y su expansión con la cultura árabe. Me hubiese gustado comentar de cómo el olivo
a través de los anales del tiempo llegó a proliferar de manera tan espectacular
en nuestra provincia, convertida hoy en el bosque humanizado más grande del
planeta y que como ustedes saben, y de eso no me queda la menor duda que la
UNESCO, no tardará en declararlo como Patrimonio de la Humanidad. Este es por
ahora muestro deseo más ferviente.
El catedrático, hizo
una breve pausa y prosiguió:
-El motivo por lo que he cambiado mi alocución es por lo
concerniente con esto que les voy a mostrar.
De inmediato, el
profesor Castillo que estaba sentado en el centro de la mesa que compartía en el escenario con los
dos conferenciantes citados, se agachó y recogió una voluminosa cartera de
color negro que reposaba en el suelo cerca de sus piernas de la que extrajo un
zurrón de piel muy descolorido con manchas oscuras del que pendía un colgante
asimismo de piel. Un runruneo de murmullos se expandió por el local, y más
cuando del mencionado morral sacó dos frascos cilíndricos de cristal, uno de
ellos de aproximadamente unos veinte centímetros de largo con abertura de
alrededor de diez taponada por un grueso corcho de alcornoque. El citado
recipiente por lo deteriorado del cristal no dejaba ver de forma nítida su
contenido. El otro frasco asimismo de
vidrio era mucho más pequeño, lo más parecido a una probeta, taponado por otro
corcho de las mismas características que el anterior. Sobre la mitad del mismo
se observaba una marca circular que dividía el frasco en dos colores siendo el
del fondo de un tono sucio verdoso, y el resto hasta el gollete, no lo era tan
acusado. Los murmullos arreciaron cuando el profesor quitó la tapadera del
envase grande y extrajo de su interior un rollo de pergaminos manuscritos
atados con una cinta azul descolorida.
-Queridos contertulios, esto que les voy a relatar forma
también parte de nuestra historia, de la historia de nuestra tierra y de las
gentes que habitaban la localidad de Torredelcampo donde hoy nos encontramos,
hará la friolera de aproximadamente doscientos años. Les cuento.
El catedrático hizo nuevamente una pausa,
bebió un sorbo de agua de un vaso y
aprovechó para acariciarse su recortada barba escarchada por lo que el plateado
muy acentuado de la misma lo dotaba de una fuerte personalidad. Luego prosiguió:
-Hace poco más de un mes recibí una visita en mi casa. Era
ya tarde, mi mujer se había acostado mientras que yo en la planta baja donde
tengo mi despacho me quedé a tramitar trabajos relacionados con mi cátedra en
la universidad. Unos toques en el cristal de la ventana por la que se filtraba
alguna luz, abortaron de momento la
labor que estaba realizando. Subí del todo la persiana y a través de los
cristales pude comprobar de quién se trataba. Me extrañó. Era un hombre entrado
en años al que yo conocía muy vagamente, tan solo nos saludábamos con un
escueto adiós cada vez que nos cruzábamos. ¿Qué querrá a estas horas, me
pregunté? Abrí el postigo y al momento
lo soltó:
<<-Don Juan Carlos, déjeme usted pasar a su casa,
quiero enseñarle algo que traigo, y me
aconseje una vez que lo estudie. >>
La curiosidad se
apoderó de mí y estaba deseoso de saber de qué se trataba, por lo que abrí la
puerta de la calle y una vez entrado se acomodó
frente a mi escritorio. El visitante que parecía bastante nervioso puso
sobre la mesa de mi despacho esto que acabo de enseñarles a ustedes y casi
balbuceando manifestó:
<<-Verá,… como usted sabrá… yo compré la casa que está
cerca de la iglesia, en la calle…>>
Ahora le interrumpí.
<<-Sí la conozco, la que han derribado para hacerla
nueva. ¿No es cierto?>>
<<-Exacto. Es que… es que, durante el derribo, al caer
al suelo uno de los muros apareció esto que he puesto encima de su mesa, y
llevo muchos días pensando que si las autoridades se enterasen de esto tal vez
pudieran pararme la obra con lo que ello supondría para mí…>>
Inspeccioné aquella
extraña mochila y fue la primera vez que yo vi estos dos recipientes y el rollo
con estas hojas manuscritas que acabo de enseñarles.
<<-¿No había otra cosa además de esto dentro de este
morral? >> Le pregunté.
<<-No. Yo estaba en la obra en ese momento, y cuando
los albañiles me lo dieron, comprobamos
en presencia de todos que no había monedas ni otra cosa de valor, ellos fueron
testigos, pero ya sabe usted, ahora la gente va diciendo que estaba lleno de
piezas antiguas de oro y…>>
<<-Tranquilícese, no debe usted temer nada, pero si
esto tuviese un valor histórico a raíz de lo que puedan decirnos estos pliegos
manuscritos, entonces, yo le aconsejaré
que lo entregue de manera altruista a las autoridades locales con el fin
de que su contenido, si es de interés, pudiera servir para ilustrarnos, como
asimismo a futuras generaciones. Si usted me lo deja, analizaré su escritura y
su transcripción pues como se puede observar hay espacios y renglones que el
paso del tiempo ha difuminado.
<<-Muchas gracias don Juan Carlos, quédese con todo.
Ya me contará usted… Me voy mucho más tranquilo. ¡Ah, y perdone por haberle
molestado! Naturalmente he venido a deshoras para ser lo más discreto posible.
Buenas noches>>
Nada más despedir al
visitante, la curiosidad se adueñó de mí, y aquella misma noche me puse mano a
la obra. Aquellas páginas manuscritas no cabe duda estaban realizadas con pluma
y tintero por lo acentuado de la
tonalidad de las letras en el papel después de mojar en el recipiente, y de
cómo a medida que iría escribiendo la escritura iba perdiendo intensidad. Eran
diez hojas escritas por una persona de buena caligrafía por la unión de las letras en cada palabra y
la inclinación casi perfecta de todas a
la derecha, pero los espacios difuminados por el tiempo serian lo que más me costaría
descifrar. Arduo trabajo, me dije, pero siendo la constancia una de mis
virtudes a los pocos días tenía todo su contenido volcado en mi ordenador, y
después escrito en estos estos folios que voy a leerles.
Era tal la expectación de los concurrentes,
que pareciera que el silencio molestara.
Comenzó diciendo:
<<Yo, don Bernabé de los Ríos y del Moral, dueño y
señor del cortijo Piedra Blanca, distante del pueblo a unas tres leguas, el
cual está enclavado dentro una finca de
más de trescientas cuerdas de olivos asimismo de mi propiedad, debo de
dejar constancia como legado a mis descendientes del suceso que ocurrió en el
cortijo citado y sus consecuencias posteriores.
He de informar que
dentro de la finca citada existe una pequeña colina cuya cúspide desde siempre
ha estado sin horadar debido a sus
abundantes y voluminosas piedras que pueblan el citado altozano, donde además
de algunas encinas, carrascas y otros matorrales, sobresalen una docena de
olivos a los que únicamente la labor que se les hace es desbrozar una o dos
veces al año su ruedo. Era costumbre de
mi padre, - yo no he querido perderla-, que llegada la recolección, la primera
aceituna que se molturaba en el molino del cortijo era la correspondiente a los
olivos de la colina citada. Con ello se
ponía a prueba el utillaje de la almazara, y sobre todo porque el aceite que se obtenía de las olivas
citadas por su bajo rendimiento se dedicaba para alumbrar. Así servía para
iluminar con candiles el cortijo, la casa donde vivo con mi mujer y mi única
hija, y una buena parte lo donaba a la
iglesia del pueblo para que una lámpara de mariposa alumbrara de manera votiva
y perenne al Santísimo.
Me gustaba estar en el
cortijo el día de la primera molturación, como la de aquél año de 1817. Gozaba
comprobando cómo los animales que movían los rulos del molino se adaptaban a
este trabajo y además viendo fluir de la prensa a tornillo el zumo de la
aceituna que caía en cascada por los capachos hasta llegar a un pequeño canal
que conducía el caldo hasta las piletas
de piedra donde por decantación y de forma manual se extraía el aceite que
reposaba en la superficie de las pozas referidas. Degustar unos picatostes
fritos con el primer aceite junto con
los molineros era para mí una satisfacción.
El año referido, don
Eustaquio, el prior de nuestra parroquia me dijo que el obispo de la diócesis
le había requerido para que llevara aceite a la catedral el Jueves Santo con el
fin de bendecirlo durante la misa crismal, aceite que serviría para ungir a los
enfermos y moribundos antes de su fallecimiento, y para otros sacramentos. El bueno
de don Eustaquio pensó en mí, concediéndome el honor de que fuese para ello
aceite del que regalaba a la parroquia. Accedí,
pero con la condición de que al mismo tiempo, en esa ceremonia bendijera un
recipiente para mí. No sé cómo lo consiguió porque al parecer esto no estaba
previsto en el protocolo eclesiástico, pero
pasada la Semana Santa yo tenía en mi casa una pequeña vasija de metal de
aproximadamente un litro con el aceite sagrado. De su contenido vertí la mitad en la cántara
del dispuesto para alumbrar en mi casa, y el resto en mi primera visita al
cortijo lo eché en aquella otra que para el mismo menester que servía para
alumbrar con candiles el cortijo. Que
nadie me pregunte por qué hice aquello, pero debo de dar gracias a Dios por lo
que sucedió después.
Casilda, la mujer que
vive en mi cortijo, junto con su marido Bartolomé, mi manijero, muy buena persona donde los haya me informó de
la visita de un extraño personaje. Fue a principio del otoño cuando una tarde
el grito de ¡Ave María Purísima! resonó
dos veces en la puerta de la vivienda de los caseros. Casilda, mujer muy
hacendosa dejó de atender la labor que estaba realizando en ese momento y
rápido se encaminó hasta la puerta de entrada. Allí había una persona que a
juzgar por su vestimenta pareciera un fraile. Su hábito color marrón muy ancho
con pliegues longitudinales y unas largas y holgadas mangas le delataban.
-<<-Sin
pecado concebida>>, le respondió Casilda para de inmediato preguntarle.
-<<-Hermano,
¿qué le trae por este cortijo?>>
<<-Voy
de peregrinación hasta el santuario de Nuestra Señora, la Virgen de la Cabeza,
y quiero pedirle un poco de agua y un poco de pan>>
<<-Pase,
hermano, y siéntese a descansar, mi marido no tardará en llegar del tajo, y
dentro de poco serviré la cena a todos los jornaleros. Es potaje, pero estoy
segura que le reconfortará>>
<<No,
hermana, debo caminar hasta que se haga de noche. Quisiera llegar al santuario
pasado mañana>>
Casilda
dio de beber al religioso, y a continuación hurgó en la alacena y le ofreció
uno de los panes que allí guardaba y además un trozo de tocino entreverado.
<< Muchas gracias, yo le había
dicho solo pan…que Dios se lo pague hermana>> dijo, a modo de despedida, para una vez estando en
la lonja del cortijo añadir:
<< Se me olvidaba, como último
favor, le importaría llenarme de aceite este pequeño recipiente, es para
encenderle unas mariposas a la Virgen de la Cabeza>>
Casilda atendió la
petición de aquél extraño monje llenando el reducido frasco de cristal con
aceite del establecido para los candiles del cortijo y lo taponó con el corcho
antes de entregarlo al clérigo. Nunca desde que ella estaba en el cortijo había
recibido visita tan extraña que yo recuerde habérselo oído a mis padres.
Pasaron dos días cuando
los perros de mi manijero de camino al tajo, desde lejos ladraron de forma
despavorida. Los aullidos provenían de la pequeña colina ya referida lo que
hizo que alertara a Bartolomé y al resto de la cuadrilla. Este, montado en la yegua
se desvió hasta donde los perros no paraban de ladrar atemorizados, en la
creencia de que lo hicieran porque entre los matorrales pudiese haber cualquier
animal. Llegado hasta allí quedó estupefacto cuando descubrió posiblemente al
monje del que le hablara su mujer. El clérigo no llegó a moverse después de que
mi manijero diera el quién vive, lo que hizo que este se apeara del animal. El
religioso estaba recostado bajo el tronco de una oliva a la que daba sombra una
enorme piedra. Llegado hasta él comprobó por la frialdad y por el
colorido céreo de su rostro que estaba ante un cadáver. Bartolomé se puso de
inmediato rumbo al pueblo para informarme no sin antes dejar a un jornalero de
vigilancia con la orden de no tocar para nada al difunto. Antes de morir la
tarde, la justicia venida de la capital junto con el corregidor del pueblo se
procedió al levantamiento del cadáver. Al hacerlo, entre sus manos tenía un
frasco de cristal conteniendo aceite y una vez desposeído del mismo el
representante de la justicia después de observarlo me lo entregó con un escueto
<< Don Bernabé, quédese con él>> Después, el difunto recibió
cristiana sepultura en el cementerio de nuestro pueblo, y yo, en un gesto de
humanidad quise sufragar todos los gastos. Nunca se supo quién fue este
hombre ni a qué orden religiosa pudiere pertenecer dado que no llevaba
documentación alguna.
Aquel invierno, a Ana,
mi única hija, le diagnosticaron tuberculosis. Después de un periodo de tos,
esputos sangrantes, de fiebres y de visitarla los mejores médicos de la
capital, su situación llegó a empeorar hasta el punto que aquellos afamados
galenos nos recomendaron sabido de nuestras creencias religiosas que nos
encomendáramos a Dios pues su situación era crítica. Era de madrugada cuando
don Eustaquio avisado este se presentó portando el santo óleo para
proporcionarle el sacramento de la extremaunción. Me costó convencerle que lo
hiciera con el aceite del frasco de aquel monje, pero al final de muchas
súplicas accedió con la promesa de que esto quedara entre nosotros. Mi mujer y
yo, de rodillas a ambos lados de la cama y con las manos entrelazadas rezábamos
en silencio mientras don Eustaquio en latín comenzó la liturgia: Per
hanc sanctam unctionem et miserationem ipsius dimittat Dominus Omnia peccata… ungiendo
con aceite del frasco de vidrio, los ojos, las orejas, las fosas nasales, los
labios y las manos de mi querida hija. El desenlace fatídico que
esperábamos aquella madrugada no llegó a producirse y al día siguiente para
asombro de todos, la fiebre y la tos habían desaparecido. Los médicos no
pudiendo dar una explicación lógica consideraron que aquello fue un milagro de
Dios cuando a los pocos días mi hija estaba totalmente recuperada. Guardo para
mis descendientes el mismo recipiente que fue arrancado de las manos al extraño
monje cuyo aceite milagroso fue utilizado varias veces en el pueblo con el
mismo resultado, incluso en la capital sirvió para un exorcismo.
Firmado: Bernabé de los
Ríos y del Moral
Durante la lectura, el
silencio era tal en el auditorio que hasta el sonido del siempre algún que otro
inoportuno móvil no llegó a perturbar la intervención del catedrático.
El profesor, después de
haber leído el contenido del manuscrito, sosteniendo el frasco de vidrio
pequeño expresó:
-Señoras y señores,
este es el recipiente objeto de esta historia que por el paso del tiempo solo
queda en él una mancha adherida al cristal. No estoy aquí para proclamar un
auto de fe sobre este acontecimiento, cada cual atendiendo sus creencias
religiosas o no, saque sus propias conclusiones.
Después de una breve
pausa prosiguió:
-Amigos contertulios,
los motivos que me han impulsado a relatar este acontecimiento ha sido en
primer lugar la certeza de su veracidad además de la exposición en el relato de
otros de los muchos usos de nuestro oro líquido, el aceite. Para terminar, he
de añadir, que visto los resultados de los análisis arqueo métricos del
contenido del frasco en cuestión, estos, no indican nada sorprendente, puesto
que la composición química y la sustancia conservada se ajustan a la realidad y
al momento. Esto es todo.
-Muchas gracias por la
atención que me han dispensado.
Un resonado y
prolongado aplauso cerró la intervención del profesor Juan Carlos Castillo Armenteros,
en la sala del Centro Cultural de la villa de Torredelcampo.
Queridos amigos, con
esta historia, os deseo de todo corazón paséis una Feliz Navidad y un próspero
año 2025
Antero Villar Rosa