sábado, 3 de febrero de 2024

MIGAS.


 


Aquel niño, con trece años, acostumbraba muchas noches antes de la cena leer alguna novela de Marcial Lafuente Estefanía bajo la pobre luz de un candil. Algunos hombres, en cambio, se entretenían jugando a las cartas con una baraja sobada y mugrienta al tiempo que otros chavales de la edad del anterior servían de espectadores en cada una de las partidas en las que lo más que arriesgaban los jugadores era un cigarrillo. Las mujeres que también formaban parte de la cuadrilla de aceituneros que habitaban desde hace muchos días el cortijo desmenuzaban el pan para las migas de la mañana siguiente entre risas y jolgorios, ahogando con el ruido de su algarabía el de los borbotones del enorme puchero que el cocinero atendía en el fuego de la chimenea.

Al poco, el vapor del potaje vertido en un tinajón se confundía con el del humo de la lumbre creando una espesa niebla en la sala. La circunferencia de personas en torno al recipiente que contenía el portaje no se hacía esperar, comenzando el desfile de cucharas atrapando en un ir y venir el caldo y a los abrasadores garbanzos del guiso. A la hora de retroceder con el cubierto repleto de condumio, aquel chaval no olvidaba nunca poner el pan bajo la cuchara para evitar el goteo.

El niño al que hago referencia era siempre unos de los primeros en irse a la cama. Una saca llena de paja tendida en el suelo de la habitación formando hilera con otras, le servía de lecho. La ropa con la que se vestía y trabajaba la aprovechaba como almohada, pero otros muchos dormían con ella por lo que entrada la noche el hedor a humanidad en aquella asfixiante y reducida habitación era insoportable, aderezado además con el de las flatulencias de algunos y el de los pestilentes calzados que reposaban al pie de cada camastro.

Si aquel niño era uno de los primeros en acostarse, también lo era para levantarse, porque después de asearse le gustaba  ayudar al cocinero en la elaboración de las migas y cómo no, enriqueciéndose con las historias que aquél hombre le contaba. El tufo de los ajos en el aceite hirviendo le despertaba el apetito mezclado al poco este olor con el del vaho que desprendía el pan empapado de agua y aceite. Vueltas y más vueltas a lo que de principio era una masa, aquello lentamente se iba desgranando hasta que el dulce crujir del pan al tostarse era la señal de que las migas estaban acabadas de cocer. Era entonces cuando la paleta de aquel hombre, brillante por la impregnación con el aceite reunía todo el contenido del recipiente aplastándolo hasta cuando pasados unos minutos asía la sartén por el cabo de la misma y la volteaba. Nunca se le derramaron. Tenía una habilidad reconocida por la cuadrilla, y cuando llegado el momento de volcarlas y las migas en una  sola pieza volaban por el aire se hacía silencio en el cortijo hasta sonado el plof al caer hechas un bloque en la sartén.

Retostadas, agrupadas en un solo montón con grietas profundas y humeantes, era sí como siempre aparecían  madrugada tras madrugada las migas elaboradas por aquél hombre para la cuadrilla de aceituneros. Entonces, comenzaba de nuevo el desfile de personas alrededor  de la sartén, esta vez aplastando el contenido de la cuchara sobre la pared metálica del recipiente. Migas que no contenían más ingredientes que pan, ajo, aceite, sal, y agua, y cómo no, el buen hacer de aquél cocinero.     

Queridos amigos/as, el sábado se celebra en nuestro pueblo “La noche de las migas”, disfrutar saboreando unos de los platos más característicos de nuestro pueblo. Mezclarle los ingredientes que queráis, pero no olvidar elaborarlas con el amor que nos enseñaron nuestros padres y abuelos y que el cocinero que he hecho referencia practicaba. 

Por último, deciros que el niño de este escrito, como muchos habéis imaginado, era yo. Por este motivo he enriquecido esta narración con matices y detalles de uno de los muchos escenarios en los que se desarrolló mi niñez.


 

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