Aquel niño, con
trece años, acostumbraba muchas noches antes de la cena leer alguna novela de
Marcial Lafuente Estefanía bajo la pobre luz de un candil. Algunos hombres, en
cambio, se entretenían jugando a las cartas con una baraja sobada y mugrienta
al tiempo que otros chavales de la edad del anterior servían de espectadores en
cada una de las partidas en las que lo más que arriesgaban los jugadores era un
cigarrillo. Las mujeres que también formaban parte de la cuadrilla de
aceituneros que habitaban desde hace muchos días el cortijo desmenuzaban el pan
para las migas de la mañana siguiente entre risas y jolgorios, ahogando con el
ruido de su algarabía el de los borbotones del enorme puchero que el cocinero
atendía en el fuego de la chimenea.
Al poco, el vapor
del potaje vertido en un tinajón se confundía con el del humo de la lumbre
creando una espesa niebla en la sala. La circunferencia de personas en torno al
recipiente que contenía el portaje no se hacía esperar, comenzando el desfile
de cucharas atrapando en un ir y venir el caldo y a los abrasadores garbanzos
del guiso. A la hora de retroceder con el cubierto repleto de condumio, aquel
chaval no olvidaba nunca poner el pan bajo la cuchara para evitar el goteo.
El niño al que hago
referencia era siempre unos de los primeros en irse a la cama. Una saca llena
de paja tendida en el suelo de la habitación formando hilera con otras, le
servía de lecho. La ropa con la que se vestía y trabajaba la aprovechaba como
almohada, pero otros muchos dormían con ella por lo que entrada la noche el
hedor a humanidad en aquella asfixiante y reducida habitación era insoportable,
aderezado además con el de las flatulencias de algunos y el de los pestilentes
calzados que reposaban al pie de cada camastro.
Si aquel niño era
uno de los primeros en acostarse, también lo era para levantarse, porque
después de asearse le gustaba ayudar al
cocinero en la elaboración de las migas y cómo no, enriqueciéndose con las historias
que aquél hombre le contaba. El tufo de los ajos en el aceite hirviendo le
despertaba el apetito mezclado al poco este olor con el del vaho que desprendía
el pan empapado de agua y aceite. Vueltas y más vueltas a lo que de principio
era una masa, aquello lentamente se iba desgranando hasta que el dulce crujir
del pan al tostarse era la señal de que las migas estaban acabadas de cocer.
Era entonces cuando la paleta de aquel hombre, brillante por la impregnación
con el aceite reunía todo el contenido del recipiente aplastándolo hasta cuando
pasados unos minutos asía la sartén por el cabo de la misma y la volteaba.
Nunca se le derramaron. Tenía una habilidad reconocida por la cuadrilla, y
cuando llegado el momento de volcarlas y las migas en una sola pieza volaban por el aire se hacía
silencio en el cortijo hasta sonado el plof al caer hechas un bloque en la sartén.
Retostadas, agrupadas
en un solo montón con grietas profundas y humeantes, era sí como siempre
aparecían madrugada tras madrugada las
migas elaboradas por aquél hombre para la cuadrilla de aceituneros. Entonces,
comenzaba de nuevo el desfile de personas alrededor de la sartén, esta vez aplastando el
contenido de la cuchara sobre la pared metálica del recipiente. Migas que no
contenían más ingredientes que pan, ajo, aceite, sal, y agua, y cómo no, el
buen hacer de aquél cocinero.
Queridos amigos/as,
el sábado se celebra en nuestro pueblo “La noche de las migas”, disfrutar
saboreando unos de los platos más característicos de nuestro pueblo. Mezclarle
los ingredientes que queráis, pero no olvidar elaborarlas con el amor que nos
enseñaron nuestros padres y abuelos y que el cocinero que he hecho referencia
practicaba.
Por último, deciros
que el niño de este escrito, como muchos habéis imaginado, era yo. Por este
motivo he enriquecido esta narración con matices y detalles de uno de los
muchos escenarios en los que se desarrolló mi niñez.
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