martes, 13 de febrero de 2024

CUANDO LLUEVE EN NUESTRO PUEBLO.


 

CUANDO LLUEVE EN NUESTRO PUEBLO.

Foto de Miguel Portero

Por Antero Villar Rosa

Escrito la tarde-noche del día 4 de enero.

Cae la lluvia sobre los tejados de mi pueblo. En los cristales de las ventanas, las gotas se abrazan unas con otras hasta formar  serpenteantes y rápidos regueros que se deslizan al otro lado del cristal empañado este último por el vaho.  En el calor de la tarde fría crepita el fuego en la chimenea. En la calle, la  gasa blanca de la neblina que todo lo envuelve no deja ver más allá de los tejados de la acera de enfrente. Miguelico y Cuesta Negra se esconden arropados con la bufanda de la niebla, mientras que la sucinta tarde de invierno va agonizando.

Llueve en el olivar sediento. La primera en beber será la hierba, el enemigo número uno de las gentes del campo. Ninguno de nuestros antepasados logró acabar con ella. Antes, siendo yo niño, legiones de almocafres en una guerra de guerrillas dispersas por todo nuestro término fracasaban año tras año después de exterminar a un sinfín de ellas. Hoy, ni con el veneno de los herbicidas logramos acabar con las malas hierbas, pues como la leyenda de la hidra, vuelven a renacer con más vigor si cabe.

Cae la lluvia con dulzura sobre los olivares en la temprana noche y me imagino que estoy en mi olivarillo viendo como el agua en pequeños y caprichosos arroyuelos llega a hasta penetrar en las profundas grietas que la sequía ha producido aunque sin llegar a lograr  que rebosen. La sequía ha sido atroz.

En el pueblo, el abuelo aviva el fuego de la chimenea al tiempo que las sombras producidas por las llamas se proyectan sobre las paredes. Antes, ha desmenuzado pan para mañana hacer migas mientras trataba de tranquilizar a su nieto preocupado él porque con la lluvia y la neblina los Reyes Magos no iban a poder localizar el pueblo la noche siguiente.

En tiempos de los abuelos de mi edad, los temporales serían los causantes de que sus majestades no se acordaran de los niños como yo. 

Así he visto esta vez a mi pueblo desde la distancia en la noche previa al día de Reyes. En algo habré acertado.

Que los Reyes Magos sean pródigos con todos vosotros.

   

   

 

 

sábado, 3 de febrero de 2024

MIGAS.


 


Aquel niño, con trece años, acostumbraba muchas noches antes de la cena leer alguna novela de Marcial Lafuente Estefanía bajo la pobre luz de un candil. Algunos hombres, en cambio, se entretenían jugando a las cartas con una baraja sobada y mugrienta al tiempo que otros chavales de la edad del anterior servían de espectadores en cada una de las partidas en las que lo más que arriesgaban los jugadores era un cigarrillo. Las mujeres que también formaban parte de la cuadrilla de aceituneros que habitaban desde hace muchos días el cortijo desmenuzaban el pan para las migas de la mañana siguiente entre risas y jolgorios, ahogando con el ruido de su algarabía el de los borbotones del enorme puchero que el cocinero atendía en el fuego de la chimenea.

Al poco, el vapor del potaje vertido en un tinajón se confundía con el del humo de la lumbre creando una espesa niebla en la sala. La circunferencia de personas en torno al recipiente que contenía el portaje no se hacía esperar, comenzando el desfile de cucharas atrapando en un ir y venir el caldo y a los abrasadores garbanzos del guiso. A la hora de retroceder con el cubierto repleto de condumio, aquel chaval no olvidaba nunca poner el pan bajo la cuchara para evitar el goteo.

El niño al que hago referencia era siempre unos de los primeros en irse a la cama. Una saca llena de paja tendida en el suelo de la habitación formando hilera con otras, le servía de lecho. La ropa con la que se vestía y trabajaba la aprovechaba como almohada, pero otros muchos dormían con ella por lo que entrada la noche el hedor a humanidad en aquella asfixiante y reducida habitación era insoportable, aderezado además con el de las flatulencias de algunos y el de los pestilentes calzados que reposaban al pie de cada camastro.

Si aquel niño era uno de los primeros en acostarse, también lo era para levantarse, porque después de asearse le gustaba  ayudar al cocinero en la elaboración de las migas y cómo no, enriqueciéndose con las historias que aquél hombre le contaba. El tufo de los ajos en el aceite hirviendo le despertaba el apetito mezclado al poco este olor con el del vaho que desprendía el pan empapado de agua y aceite. Vueltas y más vueltas a lo que de principio era una masa, aquello lentamente se iba desgranando hasta que el dulce crujir del pan al tostarse era la señal de que las migas estaban acabadas de cocer. Era entonces cuando la paleta de aquel hombre, brillante por la impregnación con el aceite reunía todo el contenido del recipiente aplastándolo hasta cuando pasados unos minutos asía la sartén por el cabo de la misma y la volteaba. Nunca se le derramaron. Tenía una habilidad reconocida por la cuadrilla, y cuando llegado el momento de volcarlas y las migas en una  sola pieza volaban por el aire se hacía silencio en el cortijo hasta sonado el plof al caer hechas un bloque en la sartén.

Retostadas, agrupadas en un solo montón con grietas profundas y humeantes, era sí como siempre aparecían  madrugada tras madrugada las migas elaboradas por aquél hombre para la cuadrilla de aceituneros. Entonces, comenzaba de nuevo el desfile de personas alrededor  de la sartén, esta vez aplastando el contenido de la cuchara sobre la pared metálica del recipiente. Migas que no contenían más ingredientes que pan, ajo, aceite, sal, y agua, y cómo no, el buen hacer de aquél cocinero.     

Queridos amigos/as, el sábado se celebra en nuestro pueblo “La noche de las migas”, disfrutar saboreando unos de los platos más característicos de nuestro pueblo. Mezclarle los ingredientes que queráis, pero no olvidar elaborarlas con el amor que nos enseñaron nuestros padres y abuelos y que el cocinero que he hecho referencia practicaba. 

Por último, deciros que el niño de este escrito, como muchos habéis imaginado, era yo. Por este motivo he enriquecido esta narración con matices y detalles de uno de los muchos escenarios en los que se desarrolló mi niñez.


 

LA TRISTEZA DE MUCHOS MAYORES.


 

Sentado, apoyando sus brazos cruzados sobre una mesa de raídas tablas  de cualquier bar cutre de los muchos que abundan en los suburbios de las grandes ciudades, este hombre de avanzada edad que figura en la pintura de este cuadro, parece estar absorto a todo lo que le rodea. Tal vez esté pensando en sus glorias marchitas y no contemplando el vaso de licor que  descansa en la mesa descrita como así a simple vista el pintor lo retrata. Su rostro surcado de profundas arrugas, aunado por su avanzada decrepitud, refleja una  tristeza muy evidente, tanto, que de manera no verbal parece pedir ayuda.

Si por algo me caracterizo es por mi capacidad en la observancia, y sincerándome, personas como estas las veo muy a menudo, bien  sentadas en un banco de cualquier parque, o tomando un café, solos, sin más compañía que sus recuerdos. A veces, me gustaría preguntarles sobre su vida y ahondar en el porqué de esa tristeza que no logran esconder ni aunque hubiesen estudiado arte escénico.

Sospecho que la muerte del cónyuge sea uno de los principales desencadenantes de la aflicción en estas personas, donde ese dolor se acentuará mucho más si la pareja ha estado fuertemente unida. En este caso el problema emocional se ha de unir al de los trámites y papeleos que esto lleva a cabo. Su incapacidad para resolverlos los harán sentirse unos inútiles e incompetentes.

Otro de los factores puede que sea la pérdida de la autoestima al creer no sentirse valorados por las personas que les rodean, agravado por el aislamiento social en el que pueden están sumergidos y más, si en sus vidas las relaciones familiares como ocurre en buena parte de los casos es de desatención y abandono.  La incomunicación de la sociedad actual, donde los amigos, familiares y vecinos se encuentran todos detrás de una pantalla, es otro agravante.

Ante tales componentes, la soledad, la peor y la más ingrata de las compañías entra de okupa en los hogares de estas personas. Hay quienes prefieren una soledad elegida, pero creo que estos serán los menos, porque estoy por asegurar que los que están en el grupo de la soledad no deseada serán mayoritarios. Dicen que existe otra clase de soledad, la compartida, esta sin duda ha de ser la más grave de todas. Pero no cabe duda de que cualquier muestra de afecto hacia estas personas pudiera ser el mejor de los reconstituyentes.

Espero y deseo que sean muy pocos los que en nuestro pueblo estén atravesando por circunstancias como las que describo. A los de mi grupo, a los que estamos disfrutando todavía de la juventud de la vejez porque sean de aproximadamente mi edad, a ellos, les auguro un futuro más  prometedor cuando estemos en la residencia de mayores de nuestro pueblo de próxima construcción, porque yo, como muchos ya sabéis, el día que me muera quiero vivir en mi pueblo. Que nadie me tache de exagerado, pero creo que será cuestión de ir preparando la instancia de ingreso para cuando eso llegue.