EL DUENDE DEL OLIVAR.
Foto espectacular de
Aceites Moral
Para que la magia de la
Navidad ilumine nuestras vidas.
Cuento muy torrecampeño
dedicado a los abuelos que aún siguen siendo niños y a los niños que un día
llegarán a serlo.
El
duende de los olivares se llamaba Elfi. En el maravilloso mundo de estas
deidades, en la noche de los tiempos, reunidos en asamblea hadas, gnomos, elfos
y otros seres invisibles con poderes escatológicos, tuvieron a bien en nombrar
a Elfi como el único geniecillo con jurisdicción sobre todos los olivos del
planeta.
Nadie
ha podido asegurar el lugar del mundo desde el cual, la paloma que soltó Noé
durante el diluvio universal se posara y volviera a los siete días llevando en
su pico un ramo de olivo. Cuentan que el olivo es originario de las regiones
del Cáucaso. En la mitología griega los dioses ya adoraban a este árbol, pues hubo una disputa entre Atenea y Poseidón para
conseguir el control de una ciudad ganando la primera por presentar un olivo
que resultó ser más valioso para los dioses que el caballo que mostró Poseidón.
Es posible que el duende Elfi a quién conoceremos más adelante influyera en
esta disputa.
Con
el paso de los siglos el olivo llegó a España, y Elfi, nuestro duende, harto de
zascandilear de un lado para otro se estableció para siempre en la Península Ibérica
porque el clima de inviernos suaves y veranos calurosos era el más propicio
para el olivo. Así pues, las diversas culturas que a lo largo de los siglos
habitaron España expandieron esta planta por toda su geografía, y Elfi como
genio que era se instauró para siempre en la mejor región donde el olivar con el paso del tiempo llegaría a
formar un bosque, un auténtico bosque humanizado y uno de los ecosistemas más
ricos de la Península Ibérica. Sin lugar a dudas Elfi como genio que era,
escogió la provincia andaluza de Jaén. Allí, en un altozano muy cerca de un
cortijo desde donde dominaba valles y colinas cuajadas de olivares, entre las
oquedades del enorme tronco de una vieja pero muy frondosa y vigorosa oliva al
resguardo de un peñasco sentó su morada.
Juanito
era el hijo de Manuel y Soledad, los habitantes del cortijo conocido como La Ventana. En otro edificio separado se
alojaban los jornaleros, por lo que en épocas puntuales como en la recolección
de la aceituna y la de su molturación, ya que el cortijo disponía de almazara, llegaban
a habitar en él más de veinte personas.
Cuando
a primeras horas de la mañana la casa de labor quedaba sola, al tiempo que su
madre cuidaba los pucheros y atendía sus obligaciones, Juanito, día tras día,
se iba a jugar a la oliva del montículo, la misma donde pernoctaba el invisible
duende Elfi, al que gozando de su estado incorpóreo gustaba de gastarle bromas
al niño escondiéndole objetos con los que Juanito gustaba de jugar, hasta que
un día nuestro duende sabiendo de la bondad del chaval y saltándose las normas
establecidas por estas deidades quiso hacerse visible ante el chiquillo. Cuando
Juanito vio moverse algo por entre una de las grietas del enorme tronco del
olivo, al principio no se inmutó creyendo se trataría de uno de los muchos
conejos que estaba acostumbrado a ver por los alrededores del cortijo, pero al
descubrir al duende retrocedió varios pasos turbado y cauteloso.
–No temas Juanito. Me llamo Elfi, y
soy el duende de todos los olivares, de los que ves y de todos aquellos que
están en otras regiones y países muy lejanos.
Los ojos del niño no daban crédito a
lo que estaba viendo, a un ser diminuto vestido de verde chillón, de piel
verdosa tirando a amarillenta, con unas enormes orejas terminadas en punta y un
gorro rojo acabado en pico que le caía en cascada por la espalda llevando como
calzado unas botas muy altas y arrugadas cuyos pliegues se asemejaban a los
surcos sinuosos de su rostro.
Juanito observaba a Elfi con
asombro. Su aspecto le infundía temor no así su grave tono de voz que le
inspiraba madurez y confianza. Pasados unos segundos un poco ya repuesto exclamó:
– ¿Cómo sabes mi nombre?
–Yo
sé muchas cosas de ti. Sé que tienes cinco años, que tu padre se llama Manuel y
tu madre Soledad. También sé que no viven ninguno de tus abuelos y que no te
gusta ir al pueblo porque algunos niños se burlan de ti llamándote cortijero.
Tu única familia es tu tío Bartolomé, el que emigró a América.
–Sí, es verdad, no me gusta ir al
pueblo. Mis padres dicen que el año que viene debo de ir a la escuela y que pernoctaré
en casa de Pedro, el “aperaor” del cortijo. Él me enseña muchas noches a leer y
también a escribir, pues ya sé garabatear mi nombre. Pero… ¿cómo sabes tantas
cosas de mi?
–Porque como te he dicho
anteriormente soy un duende y tengo poderes mágicos. Nadie me ha llegado a ver
desde que vivo en esta hermosa oliva excepto tú. Yo soy el que manda en todos
los olivares, el que les ordena cuando deben de cambiar las aceitunas de color,
pasando del verde, al bermellón, para terminar con el color que adquieren en su
madurez que es el negro. Yo también soy el que dependiendo del terreno donde
cada planta se asienta ordeno a las aceitunas obtengan los componentes que son
necesarios para conseguir el mayor rendimiento del fruto y lograr un aceite de
buena calidad, pero nada puedo hacer los años de sequía, pues en la lluvia
manda un ser superior a mí y superior a todos los seres que habitamos en el
planeta Tierra. El año que viene en el que vosotros os regís, el 1945 será un
año de sequía en esta región por lo que muchas familias pasarán hambre y calamidades
y por este motivo tendrán que emigrar…
- ¿Qué es emigrar?
- Irse a vivir a otros
lugares.
–
¿Yo también tendré que irme del cortijo…?
–No
te aflijas. Todavía queda mucho tiempo y por ahora lo que tienes que hacer es
venir todos los días a este lugar. Te prometo que no te haré de rabiar
cambiando de sitio la caja de sardinas repleta de tierra y que arrastrada por
una cuerda tú juegas como si condujeras un camión.
–
Gracias, vendré todos los días, pero… ¿Les puedo decir todo esto a mis padres?
–Puedes
contárselo, ja, ja,ja,… pero no te creerán.
Juanito
no faltaba ningún día a su lugar preferido para conversar con Elfi y a
compartir con él algunos juegos. Cuando le confesó a sus padres de la
existencia del duende, estos, al igual que todos los jornaleros, rieron la
fantasía del niño. Soledad, su madre, desde lejos sin ser descubierta le
observaba a veces y le preocupaba que el
niño hablase solo. Esto se lo comentó a la vecina que habitaba en un cortijo
próximo al suyo y sus temores aumentaron cuando esta mujer le dijo que muchas
personas tienen poderes para ver y hablar con los muertos y que Juanito podía
tener esa gracia.
En
julio de 1945, Pedro, el “aperaor” del cortijo les llevó una carta de
Bartolomé, el hermano del padre de Juanito. Bartolomé luchó en el bando
republicano y poco antes de acabar la guerra civil se pasó a Francia. Allí
conoció a una mujer estadounidense con la que se casó y marchó con ella a los
Estados Unidos de América. En la carta, Bartolomé, como en otras anteriores les
animaba a que se fueran con él, pero esta vez iba a más, pues les anunciaba que
a través de un compatriota que regresaba a la península y que pasaría por Jaén,
les enviaba dólares más que suficientes para arreglar la tramitación de los
pasaportes y los pasajes.
Elfi
no se equivocó, tal como le anunció al niño, ese año debido a la sequía no se
cosechó cereal alguno y el hambre se estableció en muchos hogares. Los jornales
eran escasos y el dueño del cortijo ante la mala cosecha de aceituna que se
preveía limitó los trabajos en la finca. La situación era tan caótica que aquél
que tenía la suerte de encontrar trabajo para un día, su salario equivalía a lo que costaba un pan. Por esta
situación los padres de Juanito decidieron emigrar al país donde se encontraba Bartolomé.
Cuando Juanito se enteró, lloró de forma desconsolada y no servía que su madre
le dijera que iban a ver el mar por primera vez y a navegar en un barco durante
los muchos días que duraba la travesía. Desconsolado, Juanito albergó la
esperanza en Elfi y creyó que tal vez utilizando el genio sus poderes llegara a
abortar la decisión de emigrar tan lejos tomada por sus padres. Llorando salió
corriendo del cortijo y se dirigió al punto de encuentro, la oliva centenaria,
la morada de Elfi.
El
duende sabido de antemano de la amargura del niño trató de consolarlo.
–No
llores querido niño. Sé cuánto amas a esta tierra, pero no puedo hacer nada por
ti. Te anticipo que vas a tener mucha suerte allí en el país donde os vais a
asentar. Al principio os costará adaptaros, el idioma, el clima, sus
costumbres, pero todo ello lo superareis.
–Pero,
allí no podré llevar a mi perro, ni tendremos animalitos como mi cabra, ni
tampoco conejos, gallinas, ni podré buscar nidos en los olivares…
–No
te preocupes, yo sé que nunca olvidarás a esta tierra, al cortijo, al arroyo
que discurre por la cañada cuajado de higueras, nogales y zarzamoras, ni
tampoco a los jornaleros, muleros, y
asalariados que frecuentan la hacienda…
–Nunca
más volveré. Los Estados Unidos de América, están muy lejos.
Juanito
que seguía llorando interrumpió a Elfi, y este con la voz rota contagiado por
la emoción respondió:
–Volverás,
de modo que esto no es una despedida, es un hasta luego. Te prometo que
volveremos a vernos, pero aunque te quedan tres días para emprender el viaje,
hoy me despido de ti, pues no quiero que pases otro mal rato. Si vinieras no me
haré visible. Adiós Juanito, y recuerda que un día volveremos a encontrarnos
aquí, en este mismo lugar.
Y
dicho esto, inmediatamente desapareció.
El
tiempo transcurrió muy rápido. Más de setenta y cinco cosechas llevaba contadas
Elfi desde que Juanito se marchó a América. El almanaque de los humanos marcaba
octubre del año 2021
La
vieja pero frondosa oliva donde seguía viviendo Elfi estaba repleta de aceitunas voluminosas de un verde brillante
llegando muchas de sus ramas por la sobrecarga a estar dobladas. Algunas ya
estaban adquiriendo tonos violáceos y bermellones. Como genio que era sabía que
dentro de unos días iban a venir a recolectarla con el fin de conseguir un
aceite especial como es el de la primera prensada de la cosecha. La oliva, este
año, siguiendo las órdenes del duende, cada una de sus aceitunas encerraba en
su interior de manera equilibrada los componentes necesarios para la obtención
de aceite de una calidad superior. También les ordenó encarecidamente a unas
pocas de las más hermosas de las aceitunas que una vez prensadas reagruparan su
líquido para que el aceite obtenido de ellas fuese a caer todo junto en una botella al envasarlo
Año 2021, vísperas de
Navidad. Boston. Massachusetts. Estados Unidos de América.
Una
mujer de aproximadamente cincuenta años de edad se encuentra en un supermercado
llevando un carrito donde va echando los géneros que le son necesarios. En unos
de los sitios más destacados del local hay un expositor donde desde lejos se
puede leer: Olive Oil From Spain.
(Aceite de oliva de España) Se acerca hasta él y entre muchas escoge una
botella lacada con arabescos dibujos. La mujer lee el origen del producto y sus
ojos expresan sorpresa y júbilo al comprobar que el aceite que contiene está
elaborado en una almazara de Torredelcampo, pueblo originario de su padre. Llegado a su hogar, desde el umbral de la
puerta mientras deja caer las bolsas de papel de las compras provisionalmente
en el suelo, entra en el interior de la casa llevando la botella de aceite en
sus manos y toda exultante gritó:
–
¡Papá, papá…!
Juan
Alcántara Moral, aquél niño conocido como Juanito es ahora un anciano de
ochenta y dos años. Su mujer murió hace mucho tiempo, era argentina, y su única
hija divorciada con tres hijos vive en
su casa. Juan, trabajó desde siempre en un almacén del puerto de Bostón en la
carga y descarga de mercancías. Sufre del corazón y de artritis aguda. Desde
que llegó a América disfruta viendo salir el sol, ahora lo hace desde una de
las ventanas de su casa porque en esa dirección dice está el pueblo donde
nació, el cortijo donde se crió y desde el cual divisaba colinas y llanuras
infinitas de olivares. De Elfi, a nadie le habló, y ahora, entre la niebla del
tiempo, piensa que aquello fuese un espejismo, o la ensoñación propia de un
chiquillo donde con el paso del tiempo llega a confundir la fantasía con la
realidad.
La
hija de Juan, entró en la estancia donde estaba su padre y de nuevo exclamó:
–Mira
papá. Traigo una botella de aceite que viene de España, de tu pueblo de Jaén. Aquí dice que está elaborado allí, en
Torredelcampo, en la tierra que te vio nacer y de la que tanto me has hablado.
Juan
cogió la botella, se ajustó las gafas y comprobó que efectivamente el aceite
había sido producido y envasado en su pueblo. Sus ojos rebosantes de
satisfacción acompañados de una sonrisa mostraron el agradecimiento a su hija
por el regalo.
–Muchas gracias, hija. Mañana daré buena
cuenta de él en el desayuno –dijo en español, empleando el acento, tono y seseo
de como hablaban los de su pueblo y que
nunca llegó a perder. En su casa, de puertas para adentro tenían la
buena costumbre de hablar siempre en castellano y no en inglés.
A
la mañana siguiente Juan se levantó antes de lo acostumbrado. Se dirigió a la
cocina, preparó café, cortó dos rebanadas de pan y las introdujo en el
tostador. Una vez dorado le restregó un diente de ajo. A continuación abrió la
botella de aceite y al momento su olor afrutado le transportó hasta el molino
del cortijo, al aroma que desprendía el caldo cuando la aceituna molida era
prensada. Después regó el pan con el líquido de la botella hasta que su color dorado
quedó casi oculto por el del verde
intenso casi divino del aceite. Para empaparlo lo pinchó la tostada con un
tenedor con el fin de que el líquido se
introdujera en él, esto lo aprendió de su padre. Acabado de desayunar como era
su costumbre se sentó en el sofá y se quedó dormido.
Sin
saber cómo, se encontró en la lonja del cortijo no dando crédito a lo que
estaba viendo, el cortijo estaba semiderruido. Con mucha cautela y apartando
con las manos algunas vigas de madera que yacían en el suelo, se adentró en él
y quiso inspeccionarlo.
Allí
estaba él de nuevo, en aquél cortijo donde el hambre murió
amortajada con harapos negros hace mucho tiempo. Observó cómo por los huecos de
las derruidas ventanas entraban raquíticas palomas que se posaban
antes de morir en estacas en las que antes colgaban talegas con pan
duro. Asimismo contempló que aún estaba aquella mancha en la pared donde pendió
un viejo candil, aquél que alumbró el parto de una niña analfabeta, su madre. Todavía
estaba la chimenea en la que con lumbres de estiércol seco roncaron pucheros en
los que bailaban al son de la música de sus hervores contados y desamparados
garbanzos. Y el pajar en el que los muleros jugaban a las cartas las tardes de
tormenta al que le faltaba algunas de sus paredes. Había en el suelo muelles
oxidados del somier donde su madre la cortijera dormía soñando con bañarse en
el mar que nunca conoció hasta que emigraron, y la cuadra, donde ahora había
cascotes en los pesebres sirviendo de pienso a las telarañas. Allí estaba
también el aljibe donde en su profundidad solo beberían agua
vieja jornaleros muertos, y la alacena arrumbada la que nunca
albergó en sus estanterías algo que le gustase al perro. Tropezó en su caminar
con una destartalada puerta con clavos corroídos por la herrumbre, aquella que
soportó los silbidos del viento de más de mil temporales, y pensó
que habrá días donde a la luna le gustaría aún acostarse en el sudoroso y viejo
jergón donde murió el abuelo, ahora descolorido y mugriento por el tiempo el
cual reposaba en un ala de una habitación que amenazaba derrumbarse. Entre
tanta desolación y ruinas pensó que habrá noches en las que se oirán lamentos,
pero será el alma de desgarrados fandangos cantados por finados jornaleros que ansiarán volver
a vivir otra vez en aquel cortijo.
Meditando el lamentable panorama que estaba viendo se dirigió a la oliva
donde habitaba Elfi. El duende lo estaba esperando.
– ¡Hola, Elfi!
–Un placer volver a verte Juanito. Ya te dije que volveríamos a
encontrarnos. ¿Te ha gustado el aceite? Era de aceitunas de esta oliva, la que yo vivo. Quise que lo probaras antes de que
emprendieras el último viaje de tu vida.
–Claro que me gustó Elfi, pero estoy confundido… ¿cómo me encuentro aquí y
no en mi casa de Boston? ¡Anda, pero si veo venir a mis padres! ¡Mamá, papá…!
Juanito no podía creer lo que estaba viendo y viviendo. Todo le parecía muy
extraño. Los dolores de artritis le habían desaparecido y hasta el profundo
dolor que sintió en su pecho por el que se despertó de su siesta mañanera. Ahora,
tenía la sensación de estar como flotando.
–Vamos hijo, no podemos demorarnos mucho, Él te está esperando –le ordenó su madre.
Ilusionado por encontrarse con sus padres, solo pudo decir:
–Adiós Elfi. Hasta…
–Hasta siempre, querido niño.
Juanito se perdió junto con sus padres entre una espesa niebla en la
anochecida tarde de diciembre. Una luz blanca muy potente les abría el camino
entre los olivares.
¡FELIZ NAVIDAD!