(Foto de Gabriel Martínez en Amigos de Torredelcampo)
En mi sueño, aparece el olivar que vuelve otro año más a
estar de luto. En el silencio sepulcral que impera la noche del Jueves Santo, una luna llena a la que le falta una rebanada, arropa
con un desgastado sudario plateado a olivares y derruidos cortijos. Una
huérfana y astuta perdiz, insomne, entre dos terrones, vigila las sombras de
las olivas que se van moviendo al paso lento del farol que cuelga en el cielo. Rompe este
sepulcral silencio el llanto de algunas aceitunas olvidadas por descuidados y
apresurados aceituneros cuando bocanadas desganadas de viento mecen las ramas
de las olivas.
En los intervalos en los que la luna se cuela por las
ventanas de los nublos, aprovecha el mochuelo para salir por entre las piedras
amontonadas del derruido cortijo para emitir aflautados y lastimeros aullidos
que sobrecogen. Escombros y muros con historia los de estos cortijos que apenas
pueden sostenerse y que otro año más aguzan su oído esperando a que el viento
les regale el sonido de tambores y trompetas que a veces desde el pueblo
volaban hasta allí para el gozo de los chiquillos cortijeros.
En la ladera de un camino solitario, un vetusto y desaliñado
almendro de tronco negruzco, muestra su cosecha de tiernas allozas esperando el
regreso otro año más de aquellos niños
anémicos que las birlaban mientras hacían la rabona (*).
En el pueblo, el silencio es más espeso aún que el del campo.
Extraña noche la del Jueves Santo sin la procesión del atardecer. Las calles
solitarias sin penitentes parecen querer revivir los rezos de antiguas
procesiones concediendo a las farolas un halo de mística bruma. Otro año más están los balcones sin colchas y
colgaduras que los engalanen y nadie lanzará desde ellos al aire una saeta. En
la tranquilidad de la avanzada noche se oyen sollozos que salen desde una
ventana, es el llanto de una niña
cofrade que llora desconsolada porque su túnica otra vez más reposa sin
planchar en un cajón oliendo a alcanfor y no a cera e incienso.
Se acerca la madrugada. La plaza está solitaria porque nadie
espera a que se abran de par en par las puertas del templo. No sonará la marcha
real a la salida de Nuestro Padre Jesús, pero el Cirineo sigue ayudándole día
tras día a llevar la Cruz. Lleva años, siglos, haciendo este trabajo y nunca se
cansa. Me apunto a reemplazarle cuando él me diga. Todos dicen que llevamos
nuestra cruz a cuestas, pero la de Cristo es la más pesada, aun así, quisiera estar de los primeros en esa lista.
En la frescura de la madrugada, una golondrina que acaba de
llegar de su largo viaje se mece en un cable anunciando con sus gorjeos la
estrenada estación. Por el Camino Viejo sube el pintor de la primavera que de un
amarillo intenso pintará con otra mano más a las abulagas que en manchas
desperdigadas pueblan el monte dotándolo de coloridos contrastes.
En la ermita, la Abuela juega en la lonja con la Niña mientras
que la claridad del nuevo día se deja ver detrás de la agreste silueta de Reguchillo.
Santa Ana le reprende a su hija que como niña quiere subir hasta la espadaña a jugar
con la campana. Para consolarla, nuestra Patrona le entreteje una corona de
estrellas de las más brillantes del firmamento y la Niña agradecida se funde
con su madre en un abrazo. En mi sueño, le digo a Santa Ana que se ha dejado
olvidada en la bóveda celeste la estrella más brillante, la del lucero del alba
-entiendo que este olvido es producto de sus muchos años-. Me siento
reconfortado con la cálida y dulce sonrisa que nuestra Abuela me dedica, e
inmediatamente recoge el lucero del cielo y se lo entrega a su hija. Al momento,
la Virgen Niña se ve envuelta por las ráfagas del resplandor imperecedero que
merece y ostenta desde siempre la Madre de Dios.
Fuera de mi ensoñación, en la madrugada del Viernes Santo,
veo a la luna madrileña envuelta en un revoltijo de sabanas negras. Mal
presagio, y es que la pandemia persiste.
Queridos amigos/as, como soñar no cuesta nada, desde mi
tierra adoptiva, en Semana Santa, he recorrido los campos de nuestro pueblo, sus calles, y cómo no, he visitado el lugar más sagrado de todos los
torrecampeños/as, nuestra ermita. Tenía que hacerlo.
(*) Rabona: Faltar a clase