Puede que fuese en el año cincuenta y cinco o cincuenta y seis, pero qué importa que yo tuviese en aquél tiempo siete, que ocho años, lo cierto es que en nuestra memoria todos coleccionamos recuerdos y escenas vividas que sin pretenderlo, a veces, de manera involuntaria se proyectan en nuestra mente porque en su día quedaron grabadas y guardadas en el desván donde atesoramos nuestras evocaciones como la que paso a relatar.
Sé que estaba jugando
en la calle, lo hacía en compañía de mi amigo Joaquín mientras mi madre y la
suya hablaban en animada charla a pocos metros de nosotros cuando desde la
esquina de la calle del Camino de la Estación un hombre nos llamó a voces
solicitando que fuésemos hasta él. Lo hicimos acompañados de nuestras madres. Al
llegar, vimos recostados en un poste de
la luz que había en la esquina citada, varios bultos embalados en papel de
envolver todos ellos muy bien abrochados con cuerda de bramante. Aquél señor
que nos requirió, por su indumentaria
era fácilmente identificable con cualquier viajante, pues el traje y la corbata
que vestía era el propio de estos señores que en mis tiempos iban visitando los
comercios. No eran las horas de la llegada del correo, por lo que deduje más
adelante que aquél forastero arribaría a
nuestro pueblo en los coches de Ureña, cuya
parada estaba entonces frente al hotel.
Aquél señor del traje y
corbata se dirigió a nuestras madres para pedirles permiso para que les
ayudásemos a llevar parte de aquellos bultos hasta la iglesia de nuestro pueblo
a cambio de una propina. Nuestras madres no pusieron reparos por lo que el
viajante cogió el envoltorio más voluminoso que a juzgar por la desenvoltura
que lo aprehendió supuse que era el que menos pesaba, Joaquín, mi amigo, el que
le seguía por orden de dimensión, pues era unos años mayor que yo, y en mi caso
el que parecía más liviano de los tres paquetes, pero a pesar de tocarme a mí el
que pareciera el de menos volumen, creo
que me endilgaron el más pesado ya que las cuerdas de aquél paquete se hundían
en la tierna carne de mis manos puesto que a intervalos tenía que parar para
descansar, así hasta llegar a la sacristía de la iglesia.
Dos reales en una
moneda de aquellas de agujero, le dio a
mi amigo Joaquín, y a mí solo un real en tres monedas, dos perras gordas y una
perrilla por llevar uno de aquellos paquetes que según le dijo el tacaño
viajante o comerciante a Don Federico, contenían el cuadro de Nuestra Señora
del Perpetuo Socorro, el que cuelga en los muros de nuestra parroquia.
A lo largo de mi
dilatada vida he vivido situaciones de peligro de las que siempre he salido
airoso, y cuando ello me ha sucedido, la imagen del Perpetuo Socorro ha
aparecido siempre en mi mente situándome delante de ella en nuestra iglesia en
el sitio donde ha reposado muchos años, casi al final de la nave parroquial y
próxima a la puerta de la sacristía. Ahora, desde hace un tiempo se encuentra no muy distante de la también venerada imagen
de la Virgen de los Dolores y la del Cristo yacente del Santo Entierro.
En mi alcoba, cuelga un
pequeño icono de la Virgen María que por su estilo bizantino se asemeja a la
del Perpetuo Socorro, regalo de la familia bielorrusa de la niña que durante
muchos veranos años la tuvimos acogida en nuestro hogar. Estando visitando yo y
mi esposa ese país al poco de la caída del muro, pernoctando en casa de los
padres de esta niña, un día fuimos a por agua a una fuente que nacía en los
márgenes del rio Dnieper, muy caudaloso por cierto, donde allí a pocos metros de la citada fuente
existía una pequeña edificación en forma de galería que pareciera adentrarse en
el corazón de unas peñas. Su entrada estaba flanqueada por una verja de la que
sobresalía una cadena oxidada al igual que su candado, lo que denotaba un
abandono más que palpable. Detrás de la
reja aparecía una puerta cerrada y
desvencijada la que daba acceso a la
gruta, por lo que sintiéndome curioso
por saber que se escondía allí pregunté y me dijeron muy discretamente,
casi entre dientes en su idioma, que dentro de aquella bóveda se veneraba a la
Virgen María por la religión cristiana y no la ortodoxa que es la religión
mayoritaria que se practica allí. Los abedules que pueblan todo ese país no
podían faltar alrededor de aquella ermita. Era a principio del mes de mayo y
estos árboles ya aparecían con las botonaduras de las primeras hojas a punto de
eclosionar, por lo que la savia ya circulaba por sus ramas, y pude apreciar que
perfiles de metal en forma de uve incrustados en sus troncos iban recogiendo la
savia que se iba derramando gota a gota en
recipientes de plástico que colgaba del metal. Me dijeron que aquella
esencia que derramaban los abedules cercanos a aquella gruta tenía poderes
milagrosos.
Volviendo al cuadro de
Nuestra Señora del Perpetuo Socorro de nuestra parroquia me gustaría saber la
fecha en el que está inventariado. Un día se lo preguntaré a nuestro párroco
Don Pedro, solo por asegurarme de que los bultos que llevamos mi amigo Joaquín y yo contenían la tan
venerada imagen junto con sus ornamentos dorados del contorno del cuadro.
Joaquín Mena, mi amigo
de la infancia, años más tarde emigró a Bilbao y no ha vuelto a nuestro pueblo
nada más que en contadas ocasiones, pero sé que la vida siempre le ha sonreído,
y yo, la verdad, tampoco me he podido quejar.
La
fe es la garantía de lo que se espera, la certeza de lo que no se ve.
Antero Villar Rosa