LA
ÚLTIMA CARTA DE MI ABUELO.
La despedida. Pintura
de Juan Lucena.
Es
tan humano su contenido que no he podido reducir el texto.
(Basada
en una historia real que escuché, y recreada a mi manera)
Mi nombre es Juan
Manuel, tengo doce años y vivo en un barrio muy humilde de Madrid bastante
alejado del centro. Voy al colegio donde hago el último curso de educación
primaria. Bueno, he dicho que voy al colegio, aunque no es cierto del todo
porque no asisto a él desde que comenzó lo del coronavirus. Mi padre murió de
cáncer cuando yo tenía cinco años. De él recuerdo muy poco, vagamente que me
llevaba a un parquecito cercano a mi casa y me montaba en un columpio. Yo le
pongo cara en mi mente debido a las múltiples fotografías que inundan mi
modesto hogar que mi madre se encarga de adornar con flores, sobre todo una muy
grande que reposa en el salón.
Desde que mi padre
murió, mi abuelo Antonio que vive desde siempre con nosotros ha sido mi fortaleza protectora, mi refugio, mi
consejero, y también mi confidente, además del principal baluarte en el plano
económico familiar contribuyendo con su
pensión a la mezquina paga asignada a mi madre por viudedad.
Era sábado, catorce de
marzo. La noche anterior mi abuelo no quiso cenar y se fue a la cama antes de
lo acostumbrado. De madrugada le oí toser, y a mi madre entrar y salir de su
habitación obligándole en voz baja a tomar alguna pastilla. Cuando me levanté,
mi abuelo seguía peor, la tos había aumentado y la fiebre casi rozaba los
treinta y nueve grados. <<No te preocupes hijo, esto es un resfriado más,
me dijo>> Una mirada cómplice con
mi madre premonitoria de que podía ser el coronavirus y no un simple resfriado,
hizo que esta se alejara de la habitación de mi abuelo y marcase el número de
urgencias. Inmediatamente después, siguiendo el protocolo de recomendaciones de
los del otro lado del teléfono, yo ya no pude entrar en su habitación. Por la
tarde sonó el timbre de la casa y dos enfermeros vestidos de blanco con un
traje lo más parecido al de un buzo vinieron y se lo llevaron al hospital. Nada
de abrazos y acompañamiento. Yo estaba en un extremo del pasillo cuando desde
el umbral de la puerta antes de irse se giró, me miró fijamente durante unos
instantes y por la expresión de su rostro intuí que quería esconder la
preocupación que le embargaba. Desde la calle antes de entrar en la ambulancia percibió
que le estaría observando desde la ventana y esta vez me envió un beso con la
mano al tiempo que le oí gritar un sonoro y efusivo adiós agitando su mano, lo
que fragmentó mi frágil estado emocional, pues rompí a llorar de forma
desconsolada a escondidas de mi madre. Esta fue la última vez que vi a mi
querido abuelo.
Al día siguiente nos
confirmaron lo que sospechábamos y temíamos, que mi abuelo había contraído el
coronavirus. Durante los dos días siguientes
comunicamos con él a través de un teléfono de una enfermera llamada
Pilar, que decía él que era un ángel. Luego, cuando entró en la UCI, fueron las
llamadas diarias desde el hospital al móvil de mi madre dándonos a conocer cada
vez más su gravoso estado, teléfono que dejó de atender ella a raíz de que en
unas pruebas posteriores que nos hicieron había dado positivo y sintiéndose mal
recomendaron su ingreso en el mismo hospital donde estaba mi abuelo. Así que me
quedé solo en casa confinado. Al ser menor de edad me visitaron los asistentes
sociales recomendándome ingresar en no sé qué institución de menores pero me
negué a ello rotundamente. Desistieron cuando una tía mía que vivía en un
barrio al otro extremo de la ciudad dijo encargarse ella de atenderme, en hacerme las compras y sobre
todo estar al tanto de mí.
Del teléfono ahora
esperaba a diario dos llamadas, la de mi madre que hablaba con ella y la de la
encargada de comunicarme la situación de mi abuelo. Pasados tres días, de
madrugada, recibí la noticia. La persona que estaba al otro lado del teléfono
al oír mi voz aún infantil recomendó que se pusiera mi madre u otra persona
mayor. Le dije que era su nieto y que estaba solo, pero preparado para lo peor. Me derrumbé al saber
la noticia, y en mi dormitorio lloré sin consuelo alguno. En mi aflicción que
aún me dura, constantemente venían a mi memoria escenas de mí vivir con él. Los
viajes constantes a su pueblo andaluz que ansiábamos siempre. Las de veces que
estando yo enfermo lo sentía de madrugada entrar una y otra vez en mi
habitación con mucho sigilo. El dinero que me daba a escondidas de mi madre
para satisfacer mis precarios caprichos, y muchos más detalles, todo ello aumentaban mi congoja, y lo peor, la constante
preocupación porque que a mi madre le ocurriera lo mismo.
Pero afortunadamente mi
madre a la que le dieron la triste noticia estando en el hospital, volvió a
casa a los pocos días de fallecer mi abuelo, si no restablecida del todo, al
menos convaleciente. Seguíamos
confinados a la espera de que nos avisasen para enterrar su cuerpo que lo
llevaron al Palacio de Hielo, convertido
en morgue. Al cabo de tres semanas pudimos darle sepultura. Yo asistí junto con
mi madre a su entierro donde un sacerdote en el mismo cementerio rezó unas
cortas exequias por su alma. Mi abuelo reposa en un nicho provisional hasta que
más adelante cumpliendo su promesa llevemos sus restos a su tierra añorada
donde descansarán para siempre.
Ayer sonó el timbre de
mi casa. Abrí la puerta. Una mujer joven preguntó si yo era el nieto de
Antonio, mi abuelo. Se identificó como Pilar, la enfermera que lo cuidó hasta
que murió. Sentados en el salón, mi madre la bombardeó a preguntas, pero todos
sus diálogos terminaban siempre invocando una y otra vez mi nombre con frases
de mi abuelo hacía mí. Palabras que la enfermera estando mi abuelo aún
consciente transcribió en un papel con la promesa de hacérmelo llegar y que
ella de seguro las hilvanó enriqueciendo el texto a juzgar por su manera tan
preciosa en sus descripciones:
La carta que leyó la
enfermera decía lo siguiente:
Querido nieto Juan Manuel:
Teniendo la certeza de que voy a
morir quiero que durante toda tu vida tengas presentes estos mis últimos
consejos:
Juanma –así acostumbró desde siempre a
llamarme-, cuídate mucho de aquellas personas que en vez de repartir felicidad
van sembrando odio y rencor; el mundo está cuajado de ellas. Las llegarás a
identificar a medida que irán cicatrizando en ti las heridas que te hagan.
Aquí, en este mundo que se te ofrece, cuando comiences a caminar por sí solo
encontrarás tus cielos y tus infiernos. No te desanimes ante la adversidad,
pero cuando ello ocurra solicita siempre el consejo de tu madre a quién deberás
de querer y proteger. No la
abandones nunca.
Yo soñaba siempre que el día que me muriese iba a
estar acompañado por tu madre y por la dulce caricia de tus manos, pero Dios no
lo ha querido. Me voy cuando más me vas a necesitar, ya que a falta de tu padre
hubiese sido tu consejero para servir de puente entre tu madre y tú, sobre todo
cuando llegues a esa etapa tan difícil de tu vida llamada pubertad tan llena de
interrogantes donde el adolescente tiene la convicción de ser un incomprendido.
Es, en ese período de tu vida cuando deberás de conducir tu conducta por los senderos
rectos que yo y tu madre te hemos enseñado. Si un árbol crece torcido y no se
corrige a tiempo se desarrollará con el tronco inclinado para siempre. El saber
escoger a tus amigos te evitará de muchos problemas. Esto es fundamental.
Respeta siempre a las personas mayores; en ellos
reposa y se apacienta la sensatez. Y si ellos no han estudiado y no están a tu
altura en conocimientos, piensa que tal vez fue porque no pudieron, y no porque
no quisieron. No te rías nunca de su ignorancia, pues sin estudiar, ellos,
poseen el poso que la universidad de la vida les ha enseñado y a veces el
significado de una frase pronunciada por estas personas mayores encierra tanta
o más racionalidad que la expresada por cualquier filósofo.
Quisiera decirte tantas cosas, pero no tengo tiempo
pues la vida se me acaba. No llores hijo, tu abuelo Antonio va a emprender un
viaje hasta donde se encuentra la abuela Juana, de modo que estaré siempre
acompañado por ella, distinto viaje este de aquél cuando me fui solo a Alemania. No
pierdas la costumbre de ir a nuestro pueblo. Reza en la ermita como yo te
enseñé. Adiós querido Juanma, desde el Cielo velaré siempre por ti y por mi
hija, tu madre. Cuídala siempre.
Desde el principio de la
lectura los sollozos de mi madre no sólo me contagiaron a mí, sino que la
enfermera hubo de hacer varias pausas afligida también por el llanto. Después, del
sobre que contenía la carta, sacó algo y
me lo dio. Reconocí de inmediato la medalla que siempre llevaba colgada en el
cuello mi abuelo, la medalla de la Patrona de su pueblo que le regaló mi abuela
cuando se fue a Alemania y que según la enfermera quiso que fuera para mí,
medalla que desde ese mismo momento cuelga en mi cuello.
Pilar, la enfermera nos
dijo que cuando murió, ella estaba de guardia y que no le abandonó ni un solo
segundo. Su mano, manifestó, suplió a la mía, a la de su nieto Juan Manuel. Mi
agradecimiento de por vida a esta gran mujer y a todo el personal sanitario.
Este fue el triste final
de mi querido abuelo, la historia de su muerte habrá sido semejante a las de
tantos otros que murieron en la soledad de un hospital por el coronavirus, sin
el calor y el consuelo de la familia.
Descansa en paz abuelo.
Que así sea, querido chaval. Este que escribe se une a tu dolor y al de
tantos nietos que dijeron adiós a sus abuelos por culpa de la pandemia, como
los niños de la pintura que ilustra este escrito. Verdaderamente no merecieron,
ni siguen mereciendo morir así. Dramas como este lamentablemente se sucederán
porque esto no ha acabado.