Escrito el 10 de diciembre, Dia
Internacional de los Derechos Humanos
Dos
viejos están sentados al sol en la puerta de su casa. Sus sillas de anea se
asientan sobre la blanda tierra de la calle. Ella, toda vestida de negro teje
con largas agujas una prenda de lana mientras mira de soslayo a quienes pasan
por la calle sin que interfiera esto su labor. Tan solo a intervalos para en el arte de urdir la
prenda para ajustarse el pañuelo negro que le cubre la cabeza, o para ahuyentar
a alguna pesada mosca. El abuelo con un pantalón remendado con varios parches
donde la tela nueva se distingue del paño de la primitiva, saca de un bolsillo
de su más que raída chaqueta una petaca de cuero y un librito de papel, y con
mucha parsimonia se dispone a liar un cigarrillo. El brillo del cuero de la
petaca refulge con el sol de media mañana y desaparece con las chispas que
produce el pedernal al ser restregado con un instrumento que el viejo frota
hasta conseguir encender la yesca que luego aviva con varios soplos. Al poco, después de sostener el cigarrillo
con sus amarillos dedos achicharrados
por la nicotina de tanto fumar, algunas
volutas de humo salidas de los pulmones del anciano se desperdigan calle abajo.
Un
mendigo treintañero al que la falta una pierna va de casa en casa ayudado por
unas muletas pidiendo limosna. La tela de la pernera libre de carne y hueso la
sostiene con una cuerda en su cintura, la que le sirve a su vez de cinturón. Le
acompaña una niña descalza y harapienta que sostiene una lata donde al andar
suenan algunas monedas de poco valor. Van de casa en casa.
-¡Ave
María Purísima! Una ayuda, por caridad -va suplicando el desgraciado.
-Perdone
usted por Dios -se oye desde el interior de algunas estancias sin que sus
dueños se dignen en salir.
Unos niños que jugaban en la calle dejan de
hacerlo y curiosos ellos, siguen al forastero indigente y a la niña. Cuando
llegan los pedigüeños a la altura donde toman el sol aquellos viejos, el abuelo
le pregunta sobre la pierna que le falta, y este le dice que la perdió en la
guerra, aunque antes de responder ha mirado a un lado y a otro de la calle con
temor a que alguien le pudiera estar oyendo. El anciano le ofrece un
cigarrillo, y después de liarlo se lo da encendido al pordiosero que fuma sosteniéndose
ahora, no sobre sus muletas, y sí en los muros de la casa. La mujer que ha
dejado las agujas y la lana encima de la silla, se adentra en la casa y aparece
con un pan en la mano y se lo da al desgraciado mientras esta enjuga sus
lágrimas. El abuelo trata de consolar al lisiado diciéndole que el galón negro
que luce en su chaqueta y el luto de su mujer es por un hijo que murió en el
frente, así que él también fue perdedor, lo mismo que su padre también lo fue
en otro tiempo, en la guerra de Cuba, le dice. La niña desgreñada a la que
ahora le cuelga un moco, ayuda a meter el pan en unas alforjas que lleva en
bandolera su lisiado padre. Ambos dicen adiós después de dar las gracias.
¡Lástima!
¡Cuántas desgracias fabrican las guerras!, masculla para sus adentros el
anciano, que le dice a su mujer si en el pueblo del indigente so será merecedor
por su desgracia para regentar un estanco como viene siendo lo habitual para
con muchos.
Los niños antes de
llegar al final de la calle dejan de seguir a los pordioseros y prestan ahora
toda su atención en el trapero que con una cesta en los brazos lleva globos,
paloduz, “mistones”, y “revolantines” entre otras chucherías. Muchos de ellos
desearían tener una bombilla fundida para intercambiar su metal por cualquier
baratija.
Un hombre marcha por la
calle acompañado por una pareja de la Guardia Civil. Los niños ajenos a ello
siguen al trapero que vocea hasta desgañitarse anunciándose. Entre tricornios y
fusiles lo llevan a este hombre porque
lo han encontrado en los olivares rebuscando aceituna sin que el organismo
competente haya dado la orden aún para comenzar la rebusca.
-Francisca,
echa un ojito a mi casa que la dejo abierta, que voy a comprar un poco de
aguarrás “aca” Tomás Albacete, que es “pa mi “mario” para darle unas friegas en
la cintura cuando venga del campo –le dice una vecina a la mujer enlutada que
sigue tejiendo lana al sol.
-“Decudia”, ve tranquila -le responde esta.
La calle huele a cocido
que roncará en alguna lumbre mientras que las gallinas se oyen cacarear en los
corrales. Es mediodía y los albañiles pronto darán de mano. La familia del
rebuscador de aceituna merodea preocupada cerca de la casa cuartel que aparece
al fondo de la calle.
Así era la vida de mi
calle, como la de cualquier otra calle de mi pueblo en los años cincuenta.