(Foto de 1937 del Puente de
Arganda. Ernest Hemingway con soldados
republicanos)
A veces los días son copia unos
de otros, la rutina forma parte de mi vida y no consigo romperla salvo en
ocasiones muy excepcionales. El jueves pasado fue una de ellas.
En diciembre, cuando el arco del
recorrido del sol es más corto que el de
la meada de un prostático, en una tarde que invitaba al paseo, vino a verme mi
paisano Amador Real afincado también por estos pagos madrileños. Distantes toda
la vida uno del otro pero a tan
solo cuatro minutos de avión. Yo, desde
que se abre el tren de aterrizaje sobre mi tejado, y él
muy cerca de donde arañan y chirrían las ruedas en la pista de
aterrizaje. Así hemos estado la mayor
parte de nuestra vida, tan cerca pero tan lejos, inmersos uno y otro en la
vorágine del trabajo, en el cúmulo de proyectos que de joven te haces, de
ilusiones cumplidas y otras menoscabadas, entre el batallar con los hijos, relamiéndonos
en tanto tiempo algunas que otras llagas de desengaños, y ahora, queriendo
distraer el peso de nuestras edades con ráfagas de vida contemplativa, nos vimos
en Arganda en una tarde de invierno bañada de un sol amarillo y débil, casi
enfermizo, propio de los postreros días de este año que se nos acaba.
Amador, al que aún le dura la
resaca de mi libro, quiso conocer el escenario donde he recreado la historia de
“Cuando la guerra acabe”. Puntuales a
nuestra cita, después de los saludos nos encaminamos en su vehículo al Puente de Arganda donde el viejo
mastodonte de hierro sigue estando ahí impertérrito sirviendo solo de
contemplación, sostenido por sólidos muros anclados en sus remansadas aguas por
donde navegaban bandadas de patos dejando cortas estelas en el agua; muros que
cuentan fueron labrados por artesanos picapedreros salmantinos. Puente con
historia, regadas sus aguas con sangre en esa cruenta guerra reciente que me
avergüenza nombrarla. Enclave por donde pasó el oro del Banco de España rumbo a
Rusia, y parte de la pinacoteca del Museo del Prado a Valencia. Puente donde
Ernest Hemingway en su visita en plena contienda, dicen, se inspiró para
escribir: “Por quién doblan las campanas”.
La visita a un museo en un pueblo
cercano con reliquias de esta confrontación entre españoles resultó baldía y
solo sirvió para poner yo a prueba mi memoria de algunas visitas efectuadas a
ese lugar hace casi tres décadas.
Moría la tarde. Al sol le quedaba
medio metro para esconderse cuando coronamos ya en Arganda la colina del Cerro
del Melero, donde filas zigzagueantes de trincheras disimuladas a tramos por el
relleno de la erosión y el paso del tiempo, dan la bienvenida al visitante. Allí,
estuvimos un rato charlando con todo el Valle del Jarama a nuestros pies.
Alguien dijo que cuando un amanecer
o un atardecer no provocan emoción es porque el alma está muerta, y es que
desde ese punto, la puesta de sol era espectacular. Al salir de ese emblemático
lugar, cuando las sombras ya inundaban el valle, antes, dijimos adiós a una
escultura de metal rasgada que simboliza a las dos Españas y que en su
inauguración fue bautizada con el nombre de El Encuentro. Un fragmento de
“España en el corazón” de Neruda escrito
en su pedestal, se iluminó estando anocheciendo sirviendo como vela encendida
para esos más de dieciocho mil muertos de aquella batalla. Antes de descender
de la colina miramos por última vez el valle mientras el frio ya se dejaba
sentir. Un avión a baja altura pintado por el amarillo refulgente del astro rey,
disfrutaba aún de los moribundos rayos de sol.
Amador, antes de despedirse de
mí, casi bajo el balcón de mi casa, me prometió volver. Yo estoy deseando ser
de nuevo su guía. Volverá, estoy seguro.
También nos deseamos un Feliz Año
Nuevo, como yo deseo a todos los torrecampeños y torrecampeñas.
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