miércoles, 2 de enero de 2019

VISITA PARA RECORDAR



(Foto de 1937 del Puente de Arganda.  Ernest Hemingway con soldados republicanos)

A veces los días son copia unos de otros, la rutina forma parte de mi vida y no consigo romperla salvo en ocasiones muy excepcionales. El jueves pasado fue una de ellas.
En diciembre, cuando el arco del recorrido del sol es más corto  que el de la meada de un prostático, en una tarde que invitaba al paseo, vino a verme mi paisano Amador Real afincado también por estos pagos madrileños. Distantes toda la vida  uno del otro pero a tan solo  cuatro minutos de avión. Yo, desde que se abre el tren de aterrizaje sobre mi tejado,  y él  muy cerca de donde arañan y chirrían las ruedas en la pista de aterrizaje.  Así hemos estado la mayor parte de nuestra vida, tan cerca pero tan lejos, inmersos uno y otro en la vorágine del trabajo, en el cúmulo de proyectos que de joven te haces, de ilusiones cumplidas y otras menoscabadas, entre el batallar con los hijos, relamiéndonos en tanto tiempo algunas que otras llagas de desengaños, y ahora, queriendo distraer el peso de nuestras edades con ráfagas de vida contemplativa, nos vimos en Arganda en una tarde de invierno bañada de un sol amarillo y débil, casi enfermizo, propio de los postreros días de este año que se nos acaba.

Amador, al que aún le dura la resaca de mi libro, quiso conocer el escenario donde he recreado la historia de  “Cuando la guerra acabe”. Puntuales a nuestra cita, después de los saludos nos encaminamos en su  vehículo al Puente de Arganda donde el viejo mastodonte de hierro sigue estando ahí impertérrito sirviendo solo de contemplación, sostenido por sólidos muros anclados en sus remansadas aguas por donde navegaban bandadas de patos dejando cortas estelas en el agua; muros que cuentan fueron labrados por artesanos picapedreros salmantinos. Puente con historia, regadas sus aguas con sangre en esa cruenta guerra reciente que me avergüenza nombrarla. Enclave por donde pasó el oro del Banco de España rumbo a Rusia, y parte de la pinacoteca del Museo del Prado a Valencia. Puente donde Ernest Hemingway en su visita en plena contienda, dicen, se inspiró para escribir: “Por quién doblan las campanas”. 
La visita a un museo en un pueblo cercano con reliquias de esta confrontación entre españoles resultó baldía y solo sirvió para poner yo a prueba mi memoria de algunas visitas efectuadas a ese lugar hace casi tres décadas.

Moría la tarde. Al sol le quedaba medio metro para esconderse cuando coronamos ya en Arganda la colina del Cerro del Melero, donde filas zigzagueantes de trincheras disimuladas a tramos por el relleno de la erosión y el paso del tiempo, dan la bienvenida al visitante. Allí, estuvimos un rato charlando con todo el Valle del Jarama a nuestros pies.
Alguien dijo que cuando un amanecer o un atardecer no provocan emoción es porque el alma está muerta, y es que desde ese punto, la puesta de sol era espectacular. Al salir de ese emblemático lugar, cuando las sombras ya inundaban el valle, antes, dijimos adiós a una escultura de metal rasgada que simboliza a las dos Españas y que en su inauguración fue bautizada con el nombre de El Encuentro. Un fragmento de “España en el corazón”  de Neruda escrito en su pedestal, se iluminó estando anocheciendo sirviendo como vela encendida para esos más de dieciocho mil muertos de aquella batalla. Antes de descender de la colina miramos por última vez el valle mientras el frio ya se dejaba sentir. Un avión a baja altura pintado por el amarillo refulgente del astro rey, disfrutaba aún de los moribundos rayos de sol.  
Amador, antes de despedirse de mí, casi bajo el balcón de mi casa, me prometió volver. Yo estoy deseando ser de nuevo su guía. Volverá, estoy seguro.  
También nos deseamos un Feliz Año Nuevo, como yo deseo a todos los torrecampeños y torrecampeñas.    

   


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