Antonio
El Jornalero.
(La violencia de género que heredamos de nuestros ancestros)
Olivares solo de un dueño, noche de plata y
de faca, la luna como un farol mece sus sombras alargadas. Tienen miedo los
olivos, hasta sus ramas se abrazan. Trota un caballo en la noche, de verano
clara y cálida. Las bridas en una mano, la otra dentro de la faja. Lleva prisa
por llegar, antes de que llegue el alba, quiere saldar una deuda de cuatro
duros de plata. No se oyen ni los grillos, hasta las lechuzas callan, sólo los
cascos del caballo son los ecos que acompañan, a Antonio el jornalero que con
su camisa blanca camina hacia el cortijo entre olivares y cañas. Atrás ha
dejado el pueblo y una moza amortajada, aquella que iba a ser su mujer cuando
pasara Santa Ana.
Él ganaba medio real cuando el amo le avisaba,
y no cuatro duros en un rato salidos de la misma arca. Ya se divisa el cortijo en
la loma blanqueada, se oyen ladrar a los perros anunciando su llegada. Piedras
heridas de herradura en la lonja retumbaban. Al tiempo que avisan al amo Antonio
acaricia su faja. La luz de un balcón salpica aquella camisa blanca. Después,
un ruido sordo rompe el silencio del alba. Bata de seda sangrante queda en el
balcón colgada. Se oyen voces, se oyen gritos, hasta la luna corre asustada y
se tapa con mantas negras vistiendo de luto el alba. Cuatro monedas caen al
suelo, son cuatro duros de plata, suena el metal contra las piedras como
fúnebres campanas. Rayando la luz del día, cuando la luz prendía la mañana, en
una aurora sin lucero, mortecina renegrida y cálida, montado en su caballo negro
llora de pena el penado por su honra mancillada, y no por aquella moza que dejó
amortajada, aquella que iba a ser su mujer cuando pasara Santa Ana.
Antero Villar Rosa