Una
bocanada de aire fresco me acaricia al salir de casa. La dulce música que
produce el agua de la fuente de piedra hexagonal que anida bajo mi balcón me
da los buenos días con sus refrescantes y cantarines sonidos. La fuente,
construida por artesanos picapedreros de aquellos de antaño de martillo y
cincel, la hemos visto más de una vez en películas en blanco y negro donde de seguro
bebieron en ella actores y directores de renombrada fama que la llevaron un
día al celuloide. Sus murmullos en las noches calurosas de verano teniendo el
balcón abierto decrece mi falta de sueño, y la vigilia da paso a un profundo
sopor estimulado por tan relajantes sonidos.
Como todas las mañanas estoy deseoso de
leer el periódico y tomar el primer café. En la acera un joven de rodillas casi
a gritos pide limosna para un bocadillo entonando para ello un peculiar
angustioso y cansino soniquete que martillea mi cerebro hasta horas después.
Hay días que no quiero que el café me sepa más amargo –aunque casi nunca le echo
azúcar- y le dejo algo en el cestillo. Algunos, me dijeron que este individuo
pertenece a un clan de pedigüeños. No lo sé, habrá quienes hagan negocio con el
limosneo, pero estoy seguro de que este pobre indigente no tendrá ninguna cuenta
en Gibraltar o en las Caimán.
Después del café me encamino hasta el
supermercado. A veces, o mejor dicho casi todos los días hago los “mandaos” que
me ordena mi mujer. Me viene bien esto, tanto es así que procuro que se me
olvide algo para así tener que volver otra vez. En la puerta del
establecimiento un africano, -no digo de color porque todos tenemos una
tonalidad en nuestra piel, ni tampoco quiero emplear la palabra negro por
aquello de que muchos me tachen de racista- vende La Farola muy atento a la puerta para prestar
cualquier ayuda y ganarse una propina.
Más tarde cojo el metro. Antes de
entrar, un gitano casi seguro con domicilio en La Cañada Real, me ofrece una bolsa
de ajos por un euro. Mientras vocea la mercancía mira a la gitana distante de
él que desde su atalaya le alertará de la llegada de la policía para salir
huyendo.
Pasadas algunas estaciones un joven solicita
la atención de los viajeros. Cuenta que está sin trabajo, tiene dos hijos, uno
de ellos enfermo. Su mujer padece una enfermedad incurable, y pide que se le
socorra con unas monedas para poder comprar algo tan básico como una barra de
pan. La mayoría de los del vagón dirigen la mirada al suelo cuando el pobre
desgraciado pasa un taleguillo. Una guiri –no uso esta palabra de forma
despectiva- que acaricia una maleta entre los pies con la colgadura del código
de barras y letras del destino colocadas en la recepción de equipajes del
aeropuerto de embarque, mira extrañada, saca su monedero y le da una ayuda.
Dos
estaciones más adelante entra en el vagón una mujer con rasgos y atuendos
transilvanos solicitando a voces la atención de todos. Pide una limosna en un
español aprendido en un cartón para ayudar a su familia. La turista extranjera parece muy sorprendida pero nuevamente se le ablanda el
corazón y contribuye al socorro de la desamparada. ¡Que estará pensando de
nuestro país! Me pregunto. La indigente le obsequia con un paquete de pañuelos
de papel que la extranjera rechaza.
Salgo a la calle. El soberbio edificio
de la AET , la Agencia Tributaria
donde tú yo y aquél, menos aquellos que todos sabemos contribuimos a su
sostenimiento, me saluda. Me encamino por una travesía cercana al regio
edificio poblada de acacias que dan sombra a los que deambulamos por ella. Unos
gorrillas discuten entre ellos. Según
me voy acercando al grupo todos ellos negros de tez casi azulada rodean a otro
que por lo que parece trata de hacerle competencia en el negocio del aparcamiento.
El macho dominante de la manada le da voces y le amenaza agitando el dedo
índice de su mano de un lado para otro. El infeliz no dice nada, tiene agachada
la cabeza mientras que los demás también le conminan. Seguro estoy que este
pobre desdichado aún tiene el salitre de la brisa del Estrecho pegada en su
piel, o las heridas lacerantes y sangrantes de la alambrada de la valla en sus manos.
Los dejo discutiendo.
Llego a mi destino. En el hall de la
clínica donde me realizarán unas prueba médicas unas señoras muy emperifolladas sentadas ante una mesa petitoria de no sé qué ONG me invitan a que me acerque y
contribuya con su causa. ¡Que España! Todo el mundo pidiendo. Recuerdo aquellos
años de la posguerra donde para pedir había que enseñar el muñón de un brazo o
de una pierna, porque por haber había muchos más muñones, los del alma
por tantas heridas sufridas en aquella guerra, pero estos estaban prohibidos
enseñarlos y menos revelarlos. Recuerdo a aquellos desgraciados cuando llegaban
a nuestro pueblo contando crímenes y sucesos dantescos que leían de un impreso
de colores que luego vendían a real o a perra gorda.
De regreso a mi casa utilizo de nuevo
el metro donde al poco, en el vagón, un grupo musical de nariz afilada y curva,
de ojos achinados y tez oscura, allende del Machu Picchu interpretan muy
acertadamente con flauta andina y otros instrumentos musicales, Los sonidos del silencio. Después interpretan El condor pasa, que no se si pasa, o
pasó, porque lo único que vi pasar es el platillo y observo que casi todo el
mundo en esta ocasión contribuye. Algunos hasta les aplauden.
Antes de subir a casa abro mi buzón y
me encuentro el recibo de la contribución de mi vivienda. Otros pidiendo me
digo, aunque estos lo hacen de forma muy educada. Te dan un plazo para hacerlo,
y si no lo haces te penalizan, y no sé por cuantas cosas más te pueden llegar a
empapelar si no pagas.
Pedir... pedir... pedir... Busco
sinónimos en el diccionario para esta palabra y encuentro todos estos:
solicitar, requerir, demandar, pretender, exigir, reivindicar, reclamar,
suplicar, implorar, rogar, rezar, postular, mendigar, pordiosear, y algunos
más. Entre todos ellos escojo el de
rezar. Si, porque quiero rezar para que escenas como estas vividas por mí
lleguen a desaparecer y no veamos en el
metro, o en nuestras calles y plazas a gentes así como las que he descrito,
pero por ahora como dice Serrat en una de sus canciones: Que mientras estamos hablando, más y más pobres siguen llegando.
Disculpe el señor, es el título de esta canción. Pues eso, a mi
entender deberían de pedirnos disculpas los culpables de haber llegado a la
situación de la España
actual. Pero no lo hacen, ni lo harán, porque no sirven para pedir, con lo
barato que resulta pedir, en este caso... pedir perdón.
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