No es extraño ver que muchos de los viajeros del metro o del autobús durante su trayecto lo hagan leyendo. Yo no tengo esa buena costumbre y tal vez sea porque luego el libro se me convierte en un estorbo al que tengo que ir mostrando en las gestiones que debo de realizar a la salida. Lo que si hago durante mi recorrido es tratar de manera furtiva a veces, y otras más descarada, averiguar el título y el escritor de la obra que los viajeros más cercanos a mi leen. Es una manía o tal vez una falta de respeto por mi parte. Cuando lo consigo, si el escritor del libro es conocido, escudriño al lector y lo encasillo. Sé que mi conducta en ambos casos no es muy ejemplar pues carecen ambas de falta de ética, pero yo estoy seguro de que a muchos de los que aprueben o incluso desaprueben mi conducta les pasará lo mismo que a mí.
Hoy, mientras viajaba, en una de las estaciones del metro ha entrado un señor de aproximadamente mi edad y se ha sentado a mi lado. De los bolsillos de su gabán ha sacado un pequeño libro y se ha puesto a leer, y he vuelto a caer en la tentación. He mirado y ¡oh sorpresa!, se trataba de una novela de aquellas que yo leía en mi adolescencia de Marcial Lafuente Estefanía siendo el título de la misma: Que hablen las pistolas. Se preguntarán: ¿Llegaste a catalogar al lector? Pues bien, lo hice, y llegué a la conclusión de que seguramente sería un hombre al que le gustara esta literatura porque en su época no hubo otra. Se acostumbró a ella y sigue aún amamantándose de cebolla como el niño de las nanas de Miguel Hernández.
¿Cuantas novelas de Estefania habré leído siendo adolescente? Cientos de ellas. Recuerdo que lo hacía al trueque. La mayoría de las veces en el quiosco de la plaza. Llevaba una novela y la cambiaba por otra entregando dos reales. Cuando todas habían pasado por mis manos y hasta la llegada de una nueva remesa iba al estanco de la calle El Tomillar. El estanquero recuerdo que no era muy amable, aunque el olor que despedía el papel de aquellas novelas impregnadas con el aroma del tabaco restaba importancia a la poca gentileza y simpatía de aquél señor alto de pelo cano que regentaba el estanco.
Era esa la literatura que estaba a nuestro alcance en los años cincuenta. Yo por leer leía hasta a Corin Tellado, y cuando ello ocurría lo hacía con cierto pudor, ya que sus novelas iban dirigidas a las féminas, pero sólo lo hacía cuando tenía agotada la pequeña biblioteca de los sitios ya descritos de donde me nutria de novelas del género western y policíacas.
Más tarde, a principios de los años sesenta cuando en nuestro pueblo tuvimos por fin una biblioteca, muy precaria por cierto, ya que sólo unos pocos volúmenes adornaban uno de los sótanos del Ayuntamiento, y que para más detalles custodiaba don Antero Jiménez, fue entonces cuando empecé a leer obras de la talla de: Julio Verne, Agatha Cristie, Dickens, León Tolstói, Dostoyevsky, Delibes, Gironella, y tantos y tantos autores que me hicieron amar la literatura.
Los libros que en mi niñez y adolescencia había en las casas eran sólo de texto, - en algunas- y si existía alguno diferente era guardado como una reliquia de padres a hijos. En casa de mis padres sólo había dos libros, uno era un manuscrito comprado por mi padre a alguien en el Centro Obrero mucho antes de la guerra y que durante años estuvo hibernando porque las circunstancias políticas así lo aconsejaban. Su lectura era muy legible y sus renglones muy rectilíneos. Ni un borrón ni tachadura aparecía en él. No recuerdo su autor, aunque sí una frase que decía: Los soldados que a la guerra van, son como corderos a los que llevan al matadero. Teníamos también un grueso volumen muy deteriorado, legado de mi abuela materna donde se narraba una historia dramática. Sus ilustraciones de los personajes a plumilla adornaban sus páginas y servia para que el lector situase en su imaginación a los protagonistas narrados, todos ellos de una época muy lejana.
Decía Pérez Reverte en un artículo reciente que un libro no sólo es un libro. Es también los lugares donde lo leíste. Ya me gustaría tener algunos de aquellos libros y encontrarme entre sus páginas algún apunte mío con aquella letra redondilla que yo hacía en mi pubertad, de escritura sosegada que más dibujaba que escribía, y compararla con la de ahora deforme por las prisas y por el cúmulo de tantas emociones vividas a lo largo de los años. Seguro estoy que en alguno de esos libros se alojará aún alguna huella mía la cual me ayudaría a recordar posiblemente hechos, lugares sensaciones y situaciones de cuando los leí. Ojalá algún día encuentre alguno de aquellos libros. Empezaré a buscarlos.
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