Después de la recogida de la cosecha de aceituna el olivar duerme arropado y abrigado entre la espesura de sus ramas; ramas que emergieron buena parte de ellas en los primeros calores de la primavera anterior. Esos renuevos crecieron y se desarrollaron hasta que la planta con la llegada del otoño hizo la cama un año más y su savia se fue a dormir para despertar cuando el cuco inicia su concierto y llega a columpiar sus sonidos entre los olivares como el mejor despertador y anunciador de una nueva estación, la primavera.
Ahora terminando el invierno es el tiempo de la corta del olivar, y empleo este término porque así se le conoce en nuestro pueblo al trabajo de la poda.
Los cortaores durante los años en que cursé estudios en la “universidad del campo”, allá por los años cincuenta eran hombres muy avezados y doctos en el oficio del hacha. Eran contados y los buscaban como la lumbre –me sirvo de esta frase muy común en nuestro pueblo que significa buscar algo que escasea-. Por lo general estos maestros no solían transmitir su enseñanza a cualquiera, sino que su experiencia la iban enseñando poco a poco a sus hijos o a cualquier allegado que tuviese tres cosas muy esenciales: actitud, aptitud y sobre todo fortaleza física, pues no valía cualquier endeble o canijo ya que la corta se decía era un trabajo de sangre y de pulmones.
Durante el periodo de corta por aquél entonces yo iba quemando ramón –las ramas- y mi padre desmochando, talando aquellos troncos que el cortaor iba cercenando a las olivas con su hacha. Recuerdo a uno de aquellos cortaores hundiendo su hacha golpe tras golpe mientras los peines -astillas- iban saltando unos tras otro desde las dos oblicuas hendiduras talladas en el árbol con su herramienta. Aquél hombre que me refiero tenía un pulso extraordinario. Me decía: ¡Niño! ¿Quieres una peseta de queso? Y de inmediato saltaba una astilla lisa y uniforme que más bien se parecía a una porción de queso cortado con el más fino cuchillo. Algunas veces le recuerdo cuando la figura del olivo no le dejaba utilizar la herramienta de la forma acostumbrada abrirse de piernas y tomar impulso con el hacha entre las mismas a modo de péndulo hundiéndola una y otra vez en la dura madera del olivo.
Durante los continuos descansos en el trabajo los cortaores aprovechaban para con los asperones –piedras abrasivas- afilar aquellas hachas finas y curvas con las que trabajaban y que cada uno de ellos presumía de ser la suya la mejor ya que el herrero le dio al acero el temple justo, y también de tener el mejor cabo o astil. Decían que los mejores astiles eran los de madera de quejigo o los de cancaramujo escaramujo, como también los de almendro aunque todos tenían que tener una determinada curvatura para facilitar el brío suficiente en cada golpe. Al término de la jornada protegían el filo de cada hacha con una funda de una gruesa goma que sostenían amarrada con una cuerda al mango. Por lo general aprovechaban la de unas albarcas viejas.
La jornada de la tarde para los cortaores solía ser más reducida que para los que como mi padre y yo nos quedábamos continuando la faena, pues estos una vez acabada la comida del mediodía sólo echaban un reveso –porción del tiempo entre trabajo y descanso-, y acabado este recogían un poca de leña, siempre palos cortos y uniformes y la echaban en el serón de su caballería. Era su trofeo después de una dura jornada.
Cuando el sol ya agonizaba mi padre y yo dejábamos el trabajo y allí quedaba el olivar ahora semidesnudo tratando de abrigarse con las ramas que los cortaores indultaron, las más vigorosas que servirían para incrementar el rendimiento del fruto en la próxima cosecha. Antes de esconderse el sol, el humo de las agonizantes fogatas –chiscos- se arrastraba por las cañadas envolviendo el paisaje de una neblina chamuscada.
Las hachas de aquellos cortaores quedaron enterradas para siempre como el tomahawk de Toro Sentado, y en su lugar aparecieron otras hachas más ruidosas llamadas: motosierras. Al principio decían que su cadena dentada quemaba el corte dañando a la planta pero lo que abrasaba y sigue abrasando a los olivos son muchas de las manos inexpertas que utilizan estas máquinas para podar. Si algunos de aquellos viejos y sabios cortaores vieran algunas olivas cortadas por tan desmañados maestros se echarían a llorar. Los olivos de mi novela lloraban de amor y de tristeza cuando la gente emigraba, estos a los que me refiero lloran por sus heridas lacerantes.
Busco en la RAE el significado de la palabra corta y dice que es la acción de: Dividir algo o separar sus partes con algún instrumento cortante. También aparece en su definición el término: recortar, que significa: cortar o cercenar lo que sobra de algo.
Ahora en estos tiempos de crisis que vivimos los recortes son otros y los gemidos a quienes nos afectan –a todos- se pierden entre la bruma de la desesperación y de la impotencia. ¿Cuándo se acabará esta corta?
Hay un dicho en nuestro pueblo que dice: Sigue la corta en el olivar, que significa: algo que dura y persiste. Yo espero que esta corta última a la que me refiero sea nunca mejor dicho corta y acabe pronto porque de lo contrario a mis años me veo otra vez quemando ramón. Al tiempo.
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