Era Viernes Santo cuando Nuestro Padre
Jesús asomaba majestuoso por la esquina de la plaza a hombros de apretados y
sudorosos costaleros para refugiarse otro año más en la iglesia. Su túnica de
terciopelo morado se confundía con el color de los lirios que adornaban su
trono, al tiempo que entre
los murmullos silenciosos de tantas almas presentes, resonaban de forma
intermitente las trompetas y la música que interrumpían a veces su concierto
para dar paso a que se oyeran esas saetas espontáneas que son rezo y oración
nacidas desde balcones desde mucho
antes del alba rasgando el relente oloroso producido por el incienso, y otros
olores como el de los nardos; saetas, mezcla de seguiriyas y martinetes brotadas de
prodigiosas gargantas torrecampeñas, empapando el ambiente con ese recogimiento místico y piadoso de la Semana Santa.
Sergio, nuestro protagonista junto con sus
amigos había acompañado a la procesión desde su salida del templo, y ahora,
después de acabada esta, tenían dispuesto subir al cerro a reservar un sitio en
el monte para cuando llegara la romería. Así lo tenían pensado desde hacia
mucho tiempo, pues aunque faltaban muchas fechas para el primer domingo de
mayo, el año anterior tuvieron problemas ya que se retrasaron y los mejores
sitios cuando lo hicieron ya estaban señalizados con cuerdas, tablillas u otras
marcas, lo que significaba que aquello era territorio vedado, por lo tanto este
año el grupo de amigos formado por Ángel,
Francisco, Sonia y Ruth, lo programaron con tiempo sobrado para ir a buscar un
buen lugar en el monte que estuviese bien situado, y sobre todo alejado del
paso y trasiego de la gente.
Todos eran estudiantes de COU a excepción
de Ruth que era universitaria. Sergio, a pesar de que su estado de ánimo estaba
por los suelos rápidamente se contagió con la alegría de sus amigos haciendo
planes para cuando llegase la Fiesta Santa Ana.
El coche de Ruth subió la cuesta hasta la
ermita entre las risas y bromas de todos. Santa Ana y la Niña en
su camerino gozaban del silencio y de un
sinfín de flores frescas puestas a sus pies. Las risas cesaron dentro del
recinto para dar paso a las oraciones. Sergio imploró a Santa Ana que le
ayudara y estuviese con él a la hora de su temida y por otro lado deseada
operación quirúrgica. De reojo miraba a sus amigos y estaba convencido de que
ellos también pedían por él. Y es que Sergio estaba en lista de espera para
transplantarle un corazón nuevo, ya que sufría insuficiencia cardiaca causada
por una arteriopatia coronaria.
Ya, el exterior de la ermita, otra
vez las risas y las bromas. Inmediatamente se trasladaron con el coche hasta La Erilla por
donde cerca de allí buscarían un buen lugar dentro del monte.
Los amigos de Sergio se adentraron en el
cerro sin percatarse de que éste no podía caminar a su ritmo, ya que por su
enfermedad se cansaba hasta el punto que este optó por descansar y tomar
fuerzas sentado y apoyado sobre el tronco de un olivo mientras que oía como las
voces de sus amigos se perdían por entre la espesura del bosque. Mientras
reposaba, vio como la extraña figura de una mujer se le acercaba. Era una mujer
de aproximadamente la edad de su abuela, la cual, cuando estuvo a su altura,
pudo comprobar que vestía una extraña indumentaria no acorde con la de los
tiempos actuales. Aquella mujer se dirigió a él como si le conociera de toda la
vida, hablándole en un tono ameno y reposado, pero lo que más sensación le
causó fue la paz y el sosiego que emanaba de ella. Le habló de cómo era el
monte antes, y cómo lo era ahora; de la diferencia entre las romerías de
tiempos pasados y las actuales, y sobre todo le habló de la falta de amor entre
las personas, que no se inmutaban ante tantas desigualdades sociales, como
también de las calamidades por las que el mundo atravesaba.
En verdad aquella mujer de rostro surcado
de arrugas que pareciera una inculta, se expresaba con palabras tan sumamente
sabias y agradables, que en ningún momento quiso interrumpirla. Cuando
pretendió hacerlo, ella le alertó que sus amigos lo estaban llamando, y sólo le
dio tiempo a la extraña señora al despedirse a decirle que muy pronto volverían
a verse. Efectivamente la voz de sus amigos ya junto a él, le volvió a la
realidad. Se había quedado dormido. Todos rieron al comprobar como Sergio había
caído en los brazos de Morfeo, y entre nuevas risas le despertaron del corto
letargo observando todos ellos la extraña expresión de sus ojos al despertar,
hecho este que aumentó más las carcajadas.
Ruth le increpó riendo.
-¡Jo, tío, te habías quedado
frito!
Al punto, caminaron nuevamente despacio
para enseñarle a Sergio el sitio que ya antes habían señalado con cuerdas
atadas a la vegetación rodeando una pequeña porción de terreno en un falso
llano de la ladera del monte; terreno que le serviría como cuartel general,
para celebrar la Fiesta Santa Ana. Otros amigos más se unirían con
ellos el día de la romería.
Pasados pocos días el teléfono sonó una
madrugada en la casa de Sergio. Le avisaban de que en una hora todo lo más,
debía estar en el hospital. Había llegado el día que todos anhelaban y temían.
Después de los primeros momentos de
angustia, y de un viaje que le pareció interminable se encontró con todo el
equipo médico que ya le esperaba. Y a continuación, el frío quirófano, con
aquella potente luz en el techo y todo el personal médico envueltos todos ellos
en batas verdes que iban y venían de un lado a otro de la estancia ultimando
todo para comenzar la operación de inmediato, mientras que una tenue y
relajante música envolvía la sala de operaciones. Uno de los cirujanos con la
voz deformada por la mascarilla que le cubría el rostro le preguntó algo acerca
de la romería de su pueblo, y mientras le contestaba iba describiendo el paraje
de la ermita, y el lugar ya reservado por él y sus amigos en la montaña para
celebrar la romería, mientras notaba como sus parpados le iban pesando más y
más. Luego...
Luego sin saber cómo, se encontró allí en
el cerro, en el mismo lugar donde viera a aquella enigmática mujer que días
atrás le había hablado en sueños, y como la primera vez que la vio se sintió
aliviado cuando percibió aquella paz
y tranquilidad que de nuevo le invadió el primer día. No experimentaba ni tenia
la sensación de estar durmiendo ahora, y si lo estaba no quería de ningún modo
volver a la realidad, ya que era tal el grado de satisfacción y relajamiento
que percibía que le parecía estar como flotando, y más cuando otra vez aquella
mujer comenzó a hablarle con aquél tono tan dulce y cariñoso.
Le dijo:
-Ya te anuncié que volveríamos a
vernos, y aquí estoy de nuevo para seguir hablándote del mundo. Te contaba
antes de las calamidades que sufre, y de cómo tan sólo por hambre mueren más de
cinco millones de niños al año, y más de ochocientos cincuenta millones de
seres en el planeta pasan asimismo hambre y necesidades, mientras que la otra
parte del mundo, la rica como esta en la que nos encontramos tú y yo, no hace
nada o muy poco por remediarlo. Me entristecen muchas cosas como las que te he
contado, y sobre todo la indiferencia de la gente.
Hizo una pausa y luego prosiguió.
- Dentro de unos días celebrareis la
romería, vuestra fiesta, La Fiesta Santa Ana. Me alegra ver a la gente
divertirse y pasarlo bien, sobre todo a grupos de amigos como sois los de
vuestro grupo, pero me disgusta ver como la alegría mariana, y el fervor
religioso quedan relegados en muchos casos para
dar paso a todo a un desmesurado de derroche.
A continuación agregó.
-Cierra los ojos Sergio. -Éste así lo
hizo. -Ahora ábrelos y contempla el paisaje. Así, conforme lo ves ahora, era el
monte cuando yo vine a este lugar. Sergio no salía de su asombro, el cerro
Miguelico era todo un bosque poblado
tupido de encinas centenarias, y quejigos, mientras que por entre la red
espesa de matorrales formada por el tomillo, las zarzamoras, las hiedras y las
madreselvas se veían correr animales como: tejones, jabalíes, conejos y otras
especies. De igual modo le condujo hasta el arroyo cuyo murmullo de sus aguas
limpias y caudalosas chocando contra las peñas ahogaban la bella sinfonía que
sin duda producían las aves que aleteaban por sus alrededores.
Sergio no daba crédito a lo que estaba
viendo, y quería seguir en el estado en que se encontraba junto a aquella mujer
que como la vez anterior no llegó él a formularle pregunta alguna hasta este
momento cuando se atrevió a decirle...
- Pero... ¿Quién es usted?
Cuando le contestó esta vez su voz le
pareció escucharla con un timbre muy distinto y que el conocía muy bien,
mientras que ya no sentía aquella sensación de paz que le embriagaba hasta
entonces. Volvió a preguntar.
- ¿Quién es usted?
Soy tu madre... ¡Soy tu madre
Sergio... Gracias Dios mío! ¿Es
que no me conoces?
La madre de Sergio estaba con él en la
sala de la unidad de vigilancia intensiva del hospital apretando su mano y
colmándole de besos, mientras disfrutaba de la sonrisa esta vez muy especial de
Sergio que haciendo un esfuerzo dijo:
-Gracias Madre mía... Gracias
mamá.