Algunas de las grisáceas ramas de los
olmos del arroyo que suelo visitar, hace semanas que han cambiado de color. Sus
yemas abotonadas durante tiempo detonaron pintando parte de su ramaje con
pinceladas verdes. Otras, parecen no obedecer al esplendor de la estación
primaveral y permanecen desnudas como no queriendo salir del largo letargo
invernal. Son estas ramas muertas, sin vida, que se mantienen en sus troncos lo
mismo que si hubiesen sido desvastadas por el fuego.
Observo como año tras año los olmos que
salpican las márgenes del cauce de
este arroyo están muriendo lentamente por la enfermedad llamada grafiosis, sin
que nadie haga algo por su defensa.
Sin embargo, existen en el mismo arroyo
tres álamos centenarios mezclados con los olmos descritos situados en un lugar
donde el agua se remansa. La sombra de estos en el verano son un fresco cobijo
que invita al descanso y a la meditación, pero a ellos, por ahora,
afortunadamente no parece afectarles la enfermedad de sus otros vecinos
sobresaliendo sus vigorosas hojas verdes con su envés blanquecino con las ramas
secas y mustias ya descritas de los anteriormente narrados, los que fueron
condenados a muerte por la enfermedad.
En nuestro pueblo existían dos olmos
centenarios. El diámetro de sus troncos sobrepasaría el metro y medio, y su
altura rondarían los treinta o más metros. Yo crecí junto a uno de ellos.
Recuerdo su tronco con su áspera y rugosa corteza llena de hendiduras, y
también con alguna que otra oquedad donde a veces en esos agujeros solía esconder
cualquier cosa para jugar que conservaba como trofeo propio de mi edad. Aquél
árbol seguramente fue plantado cuando nuestro pueblo no seria más que un
villorrio, o puede que tal vez naciera y creciera sin la intervención de
nadie.
Lo sentía aullar los días de invierno
mientras sus largas y desnudas ramas agitadas por el fuerte viento se mecían a
su capricho. Llegada la primavera, un oloroso rosal de pitiminí que asomaba por
una verja de un jardín próximo se dejaba acariciar abrazado a él. En el verano,
al anochecer, cientos, miles, de gorriones se refugiaban a pasar la noche
originando mientras buscaban acomodo un cansino concierto. En ese tiempo de
estío su sombra servia para el descanso de los caminantes venidos de pueblos
cercanos que visitaban el nuestro. Allí descansaban mientras se descalzaban las
zapatillas y se ajustaban otro calzado más decente para deambular por el
pueblo. En el otoño, la estación de la nostalgia, recuerdo cómo el árbol poco a
poco iba adquiriendo tonos pajizos y ocres, luego, lentamente iban cayendo sus
hojas al suelo dibujando un amplio abanico de colores en la carretera.
Lo que me duele recordar de él es de
cómo mucha gente en los años de la posguerra en tiempo primaveral, y antes de
vestirse el árbol de hojas iban a por ramas cargadas de semillas verdes. Era
cuando el hambre apretaba y el “pan-patoos” –así se le llamaba- servia para
entretener el infortunio y arrastrar con ello las telarañas de muchos estómagos
castigados por la hambruna. ¡Que pena!
Cuando he visitado otras ciudades he
podido contemplar en algunas de ellas viejos árboles símbolos de generaciones
pasadas; árboles que si pudiesen hablar dirían que han soportado guerras,
sequías, diluvios, y hasta posiblemente más de una plaga, pero a pesar de eso
los he visto vigorosos, seguro estoy por el cuidado esmerado que reciben.
Muchos de lo que esto lean se preguntarán
donde estaban los árboles a los que me he referido. Lo diré: El que he descrito
daba sombra unos metros más abajo de donde estaba antes Correos. Mientras
crecí, siempre permaneció haciendo escolta al jardín de La Huerta los
Toros donde vivían mis abuelos El otro, estaba metros más abajo, para más señas
en la misma puerta del supermercado de Ciriaco.
Si no hubiesen cercenado estos dos
olmos, pudiesen ser hoy emblemas torrecampeños, pero...
Allí podían seguir estando, y le
podríamos recitar aquello que escribió Machado:
Al olmo viejo, hendido por el rayo, y en
su mitad podrido, con las lluvias de abril y el sol de mayo, algunas hojas
verdes le han salido...
Olmos de Machado. ¡Que lástima de aquellos
dos olmos de mi pueblo!
Han sido muchos años de creer que el progreso era sustituir la naturaleza por el hormigón, los viejos olmos por altos pisos. A quienes decíamos que eso era una barbaridad nos llamaban locos ecologistas. Quizás algunos ya empiecen a creer que lo sensato es lo que aquellos locos defendían.
ResponderEliminarLa naturaleza y el progreso deben de ir de la mano. No es de locos el exigir respeto por aquello que debemos conservar para bien de todos, porque eso no significa ponerle palos a las ruedas del progreso. En el caso que nos ocupa el campo era, y es muy ancho, para haber conservado estos dos viejos olmos: tan solo haber distanciado de ellos unos metros los edificios, y hoy podian seguir ahí. En fin...
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