SECUENCIAS
VERANIEGAS.
Desde mi pueblo.
Al morir la tarde veo
como el sol infame de agosto da los últimos latigazos de fuego a los edificios
más altos que se dejan ver desde el patio de mi casa, sol que habrá abrevado
otro día más en las raíces de los sedientos olivares acelerando con ello su
triste color céreo de mortaja. Casi anocheciendo, mi jazmín, obedeciendo la
orden dada por sus ancestros abre sus blancas flores perfumando un aire
abrasador más ardiente que aquellos de siega que disfruté en mi pubertad, “La niña finge un toro de jazmines y el toro
es un sangriento crepúsculo que brama”. García Lorca.
El calor es sofocante e
invita a salir a refrescarse. Junto con mi mujer y unos amigos después de un
corto paseo intentamos ya de noche sentarnos sin conseguirlo en algunas de las
muchas terrazas de los bares y restaurantes que jalonan los paseos cercanos al
parque. Las sillas de los veladores inclinadas en un besa-cubiertos indicaban
su reserva, y los tenedores, cuchillos y demás menajes esperaban a aquellos que
darían cuenta de todo lo que figurara en su cuenta a la hora de pagar. Mientras
deambulamos viene a mi memoria lo del saquillo de patatas, un lujo de aperitivo
en tiempos de feria siendo yo un imberbe. Disfruto contemplando el alto nivel de
vida alcanzado en nuestro pueblo. A las pruebas me remito, aunque sospecho que
el postureo está de moda en todas partes. Al rato, sin poder encontrar una mesa
nos despedimos de los amigos y marchamos de nuevo a casa. Otro día habrá más
suerte.
Algunas otras noches de
este caluroso verano, devorado por una taciturnidad que anida en mí en ocasiones y a la que no le he
dado permiso de residencia, me solía
hundir entre los ripios y miserias de mis recuerdos mirando la bóveda celeste
desde el patio de mi casa en un silencio tan profundo que creía percibir oír el
latir de mis arterias. A veces, este silencio era interrumpido por el ladrar
lejano de un perro al que inmediatamente
le contestaban otros desde más lejos. No ladraron tal vez amedrentados las dos
noches en la que una extraña hilera de luces, al menos cuarenta perfectamente
alineadas cruzaron el cielo de nuestro pueblo de Oeste a Este. Me acojoné la primera vez que vi aquello hasta
el punto de recordar en ese primer momento lo que nos repiten los agoreros
sobre el fin del mundo “Y se verán extrañas señales en el cielo”. Al día
siguiente descubrí que se trataba de los satélites Starlink, del adinerado y poderoso Elon Musk.
En esas noches
estrelladas, desde ese silencio ya relatado, he escrito mentalmente cosas
que ya he olvidado, otras, he dado en pensar que la vida es como aquél
cine Risán de mi niñez. Es como aquél patio de butacas donde a medida que
alguien de las primeras fila muere, el acomodador te obliga a ir acercándote
hacia aquellos que acomodados en la filas descritas serán los primeros en
abandonar el local porque la función en este mundo se les acabó. Yo no sé en
qué fila estaré sentado, lo que doy por seguro es que por mis años no estaré
acomodado en el gallinero. Esta metáfora me la suelo aplicar cuando alguien conocido
de mi edad o más mayor al fallecer lo
hago espectador de este cine y me digo que a partir de ese momento me obligarán
a moverme de asiento, siempre con
dirección al escenario, es decir, aproximarme a los que por la edad están
próximos a ver el Fin o el The End de su vida.
Mientras tanto queridos
amigos, espero pasar muchos veranos como
el pasado en nuestro pueblo. Ya he reservado mesa para el año que viene. Espero veros a todos, así que cuidaros, en
especial a los que fuisteis al cine Risan con el fin de que el acomodador del
cine referido no me obligue a cambiar de
butaca.