Foto de: Eugene Smith.
De cómo eran en mi niñez los ceremoniales de la muerte, los entierros, y los lutos en nuestro pueblo. Todos los personajes son fruto de mi imaginación, no así los ritos y costumbres.
Por lo dilatado
de esta narración la he divido en tres partes para hacerla más amena.
PARTE I
EL FALLECIMIENTO.
Antonio, siendo niño, se dirige acompañado de sus padres, desde el cortijo donde vive hasta el pueblo, porque un tío de su progenitor estaba muy enfermo.
Al asomar a la esquina de la calle donde vivía el
enfermo el padre de Antonio, advirtió de
que su tío debía de estar muy grave dado que en la puerta había un nutrido
grupo de gente. Al entrar a la casa cesaron los murmullos que mantenían las
personas en ese momento. Sus primas abrazaron a sus padres y a él le dieron un
beso.
-Pasad a
la habitación. Mi madre está con él. Nosotras lo vemos muy mal, y el médico ha
dicho que llamemos al cura.
Los tres pasaron a la habitación. Su tía Hortensia se
levantó al verlos y se dio por saludada cuando con un gesto indicó silencio
señalando hacia el lecho donde se encontraba el moribundo. Ambrosio, estaba
acostado en una cama de hierro con adornos dorados. Su cabeza reposaba
reclinada sobre dos almohadas mientras
que su cuerpo lo cubría una sábana. En la cabecera estaba la llave de la luz
que pendía de un cordón que bajaba pared
abajo desde el techo y asomaba al final de un cuadro de marco grande protegido por un cristal ya picado por el
tiempo guardando la imagen de un santo con una
calavera a los pies.
El tío de Juan respiraba de forma fatigosa. En una de
las veces abrió los ojos y vio a su sobrino que estaba de pié frente a él y le
hizo un gesto con la mano para que se acercase.
-Juan,
siempre te he querido como al hijo que Dios no me quiso dar -dijo con voz
entrecortada, e hizo una pausa para luego agregar -Ya ha llegado mi hora. Sé
que voy a morir. Luego tosió.
-No te
fatigues tío -dijo el padre de Antonio al tiempo que cogió su mano y la apretó
contra la suya.
Pasados
unos segundos llamó a Ramona.
-Ramona...
no me equivoqué contigo. Eres una mujer digna de un hombre como Juan. ¿Y
Antonio?
-Está
aquí tío, detrás de mí.
-Escucha,
Antonio. Respeta a tus padres siempre, y sé honrado como tu padre lo es y lo
fue tu abuelo al que dentro de poco yo veré.
Antonio
observó mirando a su padre que algo le brillaba en los ojos, y no era otra cosa
que las lágrimas que ya le afloraban. Juan
le dio un beso en la frente y al
momento abandonaron la habitación.
Antonio nunca había visto a un moribundo, y la verdad
que le enterneció y le sobrecogió al ver al tío de su padre dando los últimos
estertores, jadeando, con el pecho subiéndole y bajando, haciendo un hoyo la
sábana a la altura del abdomen cada vez que respiraba con aquella fatiga, y
como testigo aquél cuadro del santo con la calavera que a él le pareció
macabro.
Por la esquina de la calle sonó una campanilla. Era el
cura don Eleuterio que venía acompañado de un monaguillo a llevarle el
Santísimo Sacramento a Ambrosio. Don Eleuterio venía cubierto por el paño de
hombros, envolviendo con el mismo el portaviático. Mucha gente al oír la
campanilla se hincaba de rodillas a su paso. Antonio también lo hizo.
Don
Eleuterio entró en la habitación del enfermo, y pasados unos minutos salió de
la misma y habló a Trinidad, la prima de su padre cogiendo su mano.
-Tenéis
un santo... tenéis un santo.
No había
pasado media hora cuando unos gritos aterradores estremecieron a Antonio. Los
que estaban en la calle entraron deprisa en la casa.
-Ambrosio
acaba de morir -dijo un vecino.
Antonio entró a la casa y vio a las primas de su padre
gritando de forma que él nunca había visto gritar a nadie. Otros familiares se abrazaban entre si sollozando
queriendo demostrar todos ante los demás la pérdida sufrida.
Una vecina llegó pasados unos minutos con una olla con
tila con el fin de tranquilizar a la familia.
Hortensia la tía de su padre se le oyó decir entre los
gemidos y gritos cuando una de las vecinas intentó darle una taza de tila.
-Por
esta boca, refiriéndose a la suya, no entra ni agua. Así que no os empeñéis.
Otra vecina muy dispuesta que parecía bastante
tranquila solicitó a una de las primas de Juan la mortaja para amortajar al
difunto.
Antonio observaba todos los detalles escondido detrás
de un mueble con jofaina situado en un rincón en la habitación del difunto sin
que nadie se hubiera percatado hasta ahora de su presencia. Miraba al cadáver
que había quedado visible para él desde su posición oculto a veces por las
primas de su padre que continuamente entraban y salían del aposento colmando al
difunto de besos. Ambrosio el Ronco estaba con la boca abierta y con los ojos
abiertos de par en par como mirando a un punto fijo. Su rostro había adquirido
ya la palidez y el brillo céreo de la muerte.
La vecina que era muy dispuesta llegó a la habitación
con un traje negro y calcetines del mismo color además de una camisa blanca.
Antonio hubiese querido salir de su escondite ya que se daba cuenta que ese no
era sitio para él y temía ganarse un pescozón de alguien si era descubierto,
así que optó por seguir allí. Vio como le ponían la camisa y los pantalones al
difunto, y de cómo le cerraban los ojos. La chaqueta fue lo más difícil, ya que
el vientre se le había inflamado contribuyendo además que el traje era viejo y
confeccionado a la medida del difunto posiblemente varias décadas atrás, pero
la vecina, echó manos de tijeras y le dio un corte a la chaqueta por la parte
de atrás en vertical y la dividió por dos, la única forma de que la chaqueta le
abrochara. Al intentar cerrarle la boca
no pudieron, por lo que le tuvieron que anudar un pañuelo desde la barbilla
hasta la nuca, quedando el lazo del mismo en lo alto de su cabeza.
Otra de las vecinas, dijo que ya había avisado a la
modista para que le hiciera la almohadilla para el ataúd, como también a la
iglesia para que tocase la agonía.
En un descuido cuando más gente había en la habitación, Antonio salió del escondite y se confundió con los demás de forma disimulada.
PARTE II
EL VELATORIO Y EL LUTO.
Samuel el carpintero no tardó en llegar. Éste era el
que hacía los ataúdes. Como en un acto reflejo o costumbre, al llegar, se alisó
los cabellos muy poblados pintados la mayoría de blanco y peinados para atrás
al mismo tiempo que se ajustó las gafas para a continuación dirigirse a Hortensia
y a sus hijas estrechando su mano con un lacónico: -lo siento.
-Debéis de tener resignación, ya que a todos nos
llegará nuestra hora como le ha llegado al pobre Ambrosio. –agregó Samuel.
-Samuel, lo que yo quiero para mi pobre marido que en
gloria esté es una caja que no sea muy cara, eso sí, que sea decente. Así que
lo dejo en tus manos. Que vaya mi sobrino y alguien que le ayude a traerla.
-¡Y el entierro! ¿De cuantas capas va a
ser?
-De una
capa, Samuel... de una capa.
Dicho esto comenzaron otra vez los gritos. Estos
siguieron sucediéndose a medida que algunos de los allegados y familiares de
Ambrosio llegaban a la casa.
La madre de Antonio que llevaba un buen rato buscándolo
le dijo que esa noche tenía que cenar y dormir en casa de Pedro el Aliñao,
amigo de su padre, que tenía un hijo de su edad, pues no se iba a quedar en
casa de su abuela Francisca a dormir solo. Antonio casi lo agradeció ya que eso
de dormir solo después de haber visto al difunto le horrorizaba.
Las campanas empezaron a tocar la agonía de Ambrosio y
los golpes lentos del badajo contra el metal llegaron hasta los más recónditos
rincones del pueblo anunciando la muerte del desdichado.
Los vecinos empezaron a traer sillas de sus casas en
un gesto solidario de ayuda hacía la familia para cuando llegara la gente a la
vela. El vecino colindante dispuso su
casa para albergar a los hombres ya que era costumbre los hombres estar en un
lado y las mujeres en otro.
El difunto Ambrosio fue introducido en un humilde
ataúd de madera sin ningún detalle de gubia u otro signo de ostentación que
descansaba en la planta baja de la casa. La cabeza dentro del ataúd reposaba en
una almohadilla negra con los filos dorados rellena de borra que había cosido
la modista. La vecina que llevaba la voz cantante en todo y que era muy
voluntariosa trajo dos taleguillos negros con sal gorda que introdujo en el
ataúd encima de su vientre con el fin de retrasar su necrosis dada la
temperatura reinante del mes de julio. También colgó en el techo una cinta de
aproximadamente un metro que caía en vertical embadurnada en miel para atrapar
a las moscas. Igualmente metió un poco de algodón en la boca del cadáver y
taponó asimismo los conductos respiratorios.
Anica, la Rezaora, llegó a la casa y todas las mujeres
que estaban en ella empezaron a rezar el
rosario hecho este que calmó de momento los chillidos, lloros, y lamentos.
Pedro el Aliñao se llevó para su casa a Antonio, y esa
noche durmió con el hijo de éste que se llamaba José, pero que cariñosamente
todos le llamaban Josillo. Antonio conocía a Josillo de haber ido con su padre
a casa de su abuela en algunas ocasiones y haber jugado con este el tiempo que
duraba la visita. Antonio le contó con todo detalle a Josillo lo vivido por él
ese día. Ninguno de los dos pudo dormir hasta casi entrada la madrugada. Los
padres de Antonio estuvieron velando al tío Ambrosio, el Ronco, toda la noche.
Juan, en la casa que el vecino habilitó para los hombres, y Ramona, en la casa
del difunto con las mujeres.
Pasada la medianoche en el velatorio de hombres era
costumbre tomar unas copas de aguardiente que servían en todo caso para
mantener despiertos a los concurrentes, de modo que la vecina que era muy
servicial se presentó con una botella de anís que la tía de Juan había mandado
comprar, pues aunque pobres querían tener un detalle con los asistentes. Juan,
el padre de Antonio se hizo cargo de la botella e iba ofreciendo el licor en
una ridícula copa de cristal en la que todos bebían.
En casa del difunto habían encendido una lumbre en el
corral donde encima de una trébedes tenían colocado un caldero de cobre un poco
más pequeño de los que usaban para la matanza lleno de agua para preparar el
tinte para el luto. La tía de Juan había dicho que tanto ella como sus dos
hijas el luto seria riguroso, de modo que a partir de ese momento todas sus
prendas serian teñidas de negro con tinte de la marca Iberia, dijo, a ser
posible.
Para salir a la calle era costumbre en las mujeres
cubrirse la cabeza con un pañuelo anudado al cuello, y por encima de los
hombros arroparse en todos tiempos con una media-manta de lana negra con flecos
en los bordes, que era sostenida un ala de ella con una mano y con la otra para
taparse la cara de la nariz para abajo, pero sólo en los lutos rigurosos se
salía a la calle en caso de muy extrema necesidad y a deshoras. También el blanqueo de la fachada de la casa
quedaba pospuesto hasta la fecha en que se pasaba al medio luto, que era transcurrido
al menos dos o tres años. En las casas donde había radio esta se quitaba de la
vista de las posibles visitas llevándola a la cámara donde estaba el granero o
cubriéndola con un paño negro.
Ramona salió con su suegra de madrugada a preparar el
luto para Juan. En una chaqueta cosió un galón negro de unos diez centímetros
de ancho dando la vuelta a la manga, que era el luto que iba a llevar por su
tío además de una chalina del mismo color. En cuanto a su suegra no tuvo que
preparar nada ya que Francisca desde la muerte de su marido lo llevaba de por
vida.
Después de desayunar en casa de su amigo Josillo,
Antonio se dirigió de nuevo a casa del difunto a ver a sus padres. Su madre al
verlo salió a su encuentro para decirle que no pasara, ya que el difunto estaba
muy desfigurado y que tal vez después podía darle miedo.
-Quédate
sentado en una silla en el portal y no pases adentro. Le ordenó.
Antonio obedeció a su madre y se sentó en una silla
desde donde sólo podía observar puesto de pié un trozo de ataúd por donde
asomaban los calcetines negros del fallecido. La cinta impregnada de miel que
colgaba del techo estaba ya casi llena de moscas que habían sido atrapadas en
ella. Algunas intentaban zafarse agitando sus alas sin conseguirlo ya que con
su aleteo conseguían embadurnarse aún más. A veces, en la sala, se hacía un
silencio y sólo se oía entonces el revoloteo incesante de las moscas atrapadas
en la trampa.
Alguien avisó a la familia que don Eleuterio, el cura
párroco, venía acompañado por el sochantre.
Don Eleuterio el párroco llegó esta vez vestido solo
con la sotana y el bonete de cuatro picos en la cabeza. En sus manos portaba un
libro con los bordes de las hojas pintados de color púrpura asomando por la
parte inferior un cordón de la misma tonalidad que le servía de guía en la
lectura. Todos los presentes se pusieron en pie y callaron sus conversaciones.
A continuación, don Eleuterio comenzó con acento grave a cantar un responso en
latín aplicando el tono gregoriano y cuando éste hacía un paréntesis, contestaba
el sochantre con voz ronca como si
tuviese en la boca algún escupitajo. El responso fue cantado a coro entre don
Eleuterio y el sochantre, de manera que don Eleuterio decía una frase y el
sochantre replicaba con otra. Inmediatamente después se rezó a coro un
Padrenuestro. A continuación, el párroco y su ayudante se despidieron dándoles
el pésame a los dolientes recordándoles que el entierro seria a las cinco de la
tarde.
Hortensia la tía de Juan, había dicho que por su boca no entraría nada mientras que su marido estuviese de cuerpo presente y así fue. Sus hijas siguieron su ejemplo y tampoco tomaron nada hasta después del entierro.
PARTE III
EL ENTIERRO.
Poco antes de las cinco empezaron a doblar a muerto las campanas. Nada más empezar a tocar, las hijas del difunto y su mujer, empezaron a dar de nuevo gritos y alaridos. Por lo alto de la calle apareció primero Gabrielito el Cohete anunciando el séquito parroquial que venía a enterrar a Ambrosio. Gabrielito el Cohete era un minusválido con un retraso mental muy acusado que no faltaba en los entierros y fiestas, y que como siempre iba en cabeza de la comitiva. Detrás venía don Eleuterio con sobrepelliz y estola, nada de capa pluvial, pues esta vestidura se usaba sólo en los entierros de más rango. Al frente del séquito venía un monaguillo que vestía faldones rojos y roquetes blancos de encaje el cual portaba un varal con un cristo dorado adornado con un cilindro de tela negro. El sochantre llevaba el hisopo de metal metido dentro del recipiente del agua bendita que no paraba de sonar mientras caminaba. Samuel el carpintero que aparecía en el grupo se adelantó a ellos para llegar antes a la casa del fallecido.
Cuando Samuel entró en la casa, esta vez los gritos
fueron desgarradores, y hubo que sujetar a las hijas del difunto para que
Samuel el carpintero pudiera cerrar el féretro. Cada golpe que daba a los
clavos tapando el ataúd era coreado por gritos y sollozos. Luego, la comitiva solo de hombres se dirigió
calle arriba para dar sepultura a Ambrosio. Las mujeres se quedaron en la casa
del difunto rezando ya que así lo establecía la costumbre.
El tío de Juan debía de ser una persona muy querida
por todo el pueblo ya que a medida que el cadáver se acercaba hasta la iglesia
por todas las calles aparecían grupos de hombres, mientras que muchas mujeres
se encaminaban hasta la casa del finado para expresar sus condolencias a las
mujeres de la familia.
Antonio se unió a la comitiva observando como todos
trataban de llevar sobre sus hombros al tío de su padre. Uno de los portadores
le comentó a otro en voz baja:
-La caja
es de listones sobrepuestos, como los de un burladero de una plaza de toros.
¡Pobre Ambrosio!
Subido
en la escalinata de la iglesia, don Eleuterio roció con el hisopo agua bendita
sobre el ataúd al tiempo que despedían al cadáver con otro responso en latín.
Los entierros se establecían por categorías. Los de
una capa como era este eran despedidos desde la puerta de la iglesia sin más
dispendios. Los de dos capas, los dos curas vestidos con capas pluviales acompañaban
al cadáver hasta medio camino, y los de tres capas para los más pudientes era
escoltado el féretro por tres sacerdotes
hasta el cementerio con todos los honores pompa y boato.
Josillo, buscó a Antonio y ambos se encaminaron con un
pequeño grupo de personas hasta el cementerio para dar sepultura al difunto. El
resto quedó en la puerta de la iglesia dando el pésame a los dolientes.
Llegado el reducido séquito al cementerio, el
sepulturero tenía un nicho preparado a media altura. Los portadores del ataúd
empujaron el féretro por la cavidad produciendo cada vez que le empujaban un
siniestro y ronco sonido dentro de la bóveda.
Un albañil ayudado por otro que amasaba yeso en una
artesa, fue tapando el nicho formando una pared de mampostería con piedras y
ripios.
Mientras los albañiles realizaban su trabajo, Antonio
y Josillo se dieron una vuelta por el cementerio y se ayudaron uno a otro a
asomarse al muro donde estaba el osario donde pudieron contemplar calaveras y
otros huesos amontonados en un anárquico desorden que asomaban entre restos de
ataúdes ya carcomidos cardos borriqueros y jaramagos.
Cuando llegaron nuevamente a donde estaban los albañiles, estos ya estaban acabando. La última piedra tapó el último rayo de luz que se suponía alumbraría el nicho. Luego, la oscuridad y el silencio invadieron la bóveda.
Al día siguiente marcharon todos incluida su abuela
Francisca de nuevo al cortijo, no sin antes pasar por casa de Hortensia, la
viuda y tía política de su padre. Ramona
le dio dos billetes de cinco pesetas para ayuda de los gastos del luto. Esta
era una costumbre muy arraigada, la de ayudar unas veces con dinero y otras con
prendas de vestir a los dolientes. Hortensia también les anunció la fecha de la
misa de difuntos habíendo avisado a la mujer que se dedicaba a anunciar de casa en
casa el día y la hora del funeral.
FIN