LA FLOR, LA ABEJA Y EL JILGUERO. (Fábula)
(Si traes algo al monte, llévatelo a tu regreso. El
monte no admite regalos. Protege y venera el legado de tus antepasados.)
Amanece en la sierra. Detrás
de las siluetas del cerro los Morteros y Reguchillo, un por ahora incipiente
anaranjado resplandor, anuncia la
llegada del nuevo día y va escondiendo las sombras en el cerro Miguelico, sombras que huyen despavoridas, medrosas estas por
unas palmas de nublos aborregados que el pintor del alba va encendiendo en el
cielo con la lumbre del amanecer.
El silencio que
envolvía el monte sólo alterado durante
la noche por el susurro de los
pinos al mecerse ante las caricias de alguna ráfaga de aire, y por el graznido
a veces de alguna rapaz nocturna, ahora,
cuando los grillos ya se han acostado, el monte vuelve a la vida. El canto y el piar de las aves anuncian un
nuevo día y con sus trinos, el monte Miguelico tamizado de flores abrileñas
hace que estas se desperecen.
En una de las laderas
del monte, entre los surcos formados por
un duro barrizal, una flor cónica de un azul intenso intenta sobrevivir
expandiendo su agradable aroma. Una abeja con su característico runruneo se acerca a ella para succionar su
néctar. Un jilguero de cara roja y antifaz negro se mece en un cardo a escasos
metros entonando su agradable repertorio con sus afilados trinos.
-¡Hola
flor! – saludó el jilguero.
-Buenos
días jilguero. Gracias por tu canto tempranero. En botánica me llaman Muscari
racemosum, pero aquí, muchos, sobre todo las personas mayores, me conocen por
Serenico.
-A
mí, se me conoce por jilguero, pero los habitantes de este lugar me llaman
Colorin.
-¡Que
cosquillas me haces abeja! ¿Cómo te llaman a ti? –preguntó el Serenico mientras
la abeja succionaba el dulce de su néctar.
-Desde
siempre me llaman abeja, pero pronto se olvidarán de nosotras porque cada vez
somos menos. Los plaguicidas, la contaminación y los adelantos tecnológicos del
hombre nos están diezmando. A veces perdemos el norte y morimos porque no
sabemos regresar a nuestras colmenas.
-¡Qué
quieres que te diga! Mira donde me encuentro yo, entre los surcos producidos
por esas máquinas infernales que los humanos llaman motos. –exclamó el Serenico
mientras observaba como una hormiga llevando una abultada carga intentaba subir con ella por las escarpadas y
lisas paredes de las rodadas.
-Si
hubieses nacido cerca de aquí, en el Monumento Natural de la Bañizuela, tu vida no peligraría. Es un bosque protegido
por los humanos para que no entren los humanos. Sólo lo hacen en visitas
guiadas. –señaló el Colorin.
-Los
humanos son unos depredadores. Hace poco celebraron aquí la Fiesta de la Primavera
y dejaron todo sembrado de plásticos, envases, y toda clase de desechos,
teniendo lugares ubicados para haberlos depositado. Además, últimamente se están cometiendo actos de vandalismo en el
monte y no sé qué es lo que ganarán con ello. Es difícil de entenderlos. –apostilló
la abeja.
-
¡Qué pena, y qué condena la mía! Vosotros podéis volar y vais de un sitio para
otro, mientras que yo como otras plantas vecinas estamos aferradas a la tierra
que es nuestro sustento. Nacimos en el monte, libres, pero estamos sucumbiendo por culpa de los hombres que se salen de las
leyes que ellos dictan. Es de suponer que tendrán veredas y caminos
establecidos para circular con sus motos, y sin embargo…cualquier día moriré y
morirán conmigo los bulbos de mi descendencia aplastados por las ruedas de tan ruidosas máquinas que campean a su libre
albedrio. -intervino el Serenico acongojado.
-Yo
sé que tienen normas constituidas para vigilar y resguardar la legalidad, pero
tal y como son los humanos haría falta un gendarme para cada uno de ellos. Creo
que todo es por falta de educación y de
disciplina. Deberían de copiar de nosotras las abejas. Bueno, ya me voy. Gracias Serenico por
tu néctar, y gracias a ti por tu agradable concierto, amigo Colorin. Adiós.
La
abeja se marchó rauda a llevar el néctar a su colmena mientras que el jilguero
entonó otra partitura. Su colorido plumaje se veía ahora acrecentado con los
destellos de los primeros rayos de sol
que bañaban ya al cerro Miguelico. Cuando Colorín paró de cantar, dijo:
-Será
muy difícil concienciar a los humanos, aunque he visto a niños que junto con sus
profesores han venido al monte a limpiar todo lo que los mayores contaminan, y
de cómo les enseñan a estos niños a amar a la herida Naturaleza. Es este el
mejor modo de concienciar a las futuras generaciones. La educación de los padres y su ejemplo será
determinante. Tal vez el monte dentro de muchos años vuelva a ser como aquél
que nos contaron nuestros abuelos...
Un
ruido muy conocido por Serenico interrumpió
su conversación y el piar de algunos pajarillos que huyeron despavoridos.
-Rum,rum,
rum.
-Ya
están aquí. Tal vez hoy sea mi último día. –exclamó Serenico todo angustiado.
-No
temas, la piedra que está cerca de ti te protege. Yo me voy a mi oasis de la
Bañizuela. Adiós Serenico, que tengas mucha suerte. Todos la necesitamos.
El
ruido de una motocicleta inundó el llano de Santa Ana. Esta vez su conductor se
apeó cerca de la ermita y se dirigió hacia ella. Una de sus plegarias a Santa Ana seria por la de un mundo
más justo, más humano, más civilizado, y más amante del planeta Tierra que habitamos.
Si
el motero no imploró por ello a nuestra Patrona, lo hago yo, -este que escribe-
en nombre de Serenico, Colorin y la abeja, seres vivos de los que debemos tomar
ejemplo y proteger.
Y
ya sabes: Si traes algo al monte, llévatelo a tu regreso. El monte no admite
regalos. Protege y venera el legado de tus antepasados.
Con
el deseo de una ¡FELIZ ROMERIA!, me despido hoy de ti y de todas las buenas
gentes de mi pueblo. Sed felices.