jueves, 27 de diciembre de 2018

AQUELLA NAVIDAD DEL 58




La tarde fría de diciembre va agonizando lentamente. Los últimos rayos de sol alumbran con una luz mortecina los tejados de mi pueblo. En el corral, un gallo canta triunfante porque se ha quedado dueño del harén. Su contrincante, dentro de unas horas cantará en la sartén. Es Nochebuena. Cansadas, las aceituneras en un desfile de alpargatas de lona blanca, van entrando en el pueblo. Sus casi mudos pasos se mezclan con el afónico y apenas perceptible del producido por el de  las albarcas con las que los hombres arropan sus pies. Declina la tarde al tiempo que el humo de las chimeneas crea una neblina abrigando las calles. Los últimos mulos con su carga de aceituna al son de  campanillas que cuelgan de su cuello, se dirigen al molino. Algunos niños con pantalones cortos, ajenos a todo, juegan a las bolas restregando a veces sus arrecidas piernas entre el barro de la calle. Otro grupo de niñas juegan a la pata coja al “corache” sorteando una maraña de rayas y cuadrículas dibujadas en el blando barro. El niño aceitunero que siendo niño dejó de serlo para ganar un jornal,  portando una boina capada con la que se cubre su rasurada cabecita, pasa ante estos niños con muestras de preocupación. Teme la reprimenda de sus padres por haber roto trabajando una de sus alpargatas. Medio jornal tendrá que dejar esta noche por la compra de otras nuevas en casa de Lucia, la de la tienda de la calle las Cruces.

 La noche no se hace esperar. Se observa un inusitado movimiento de gentes en las calles aromatizadas ya por el humo de algunos adelantados guisos que expanden las chimeneas.  Se oyen carrascas y panderetas fabricadas a golpe de navaja. Los tapones de la cerveza aplastados sirven de címbalos emitiendo un sonido estridente. El Chache vende zambombas adornadas con rizos de papeles coloridos. Los tenderos atienden a las clientas cortando con la afilada bacaladera tajos de bacalao salado y famélico además de apergaminado que servirá para reforzar junto con algún pequeño trozo de tripa fina de salchichón de más que sospechosa carne grasienta, el sustento de la talega de la jornada de mañana.  Más tarde, grupo de mozos, de ronda, van por las calles desgranando risotadas y villancicos. En la casa de la moza interpretan “De quién es esta casa grande, con tantísimos balcones”. El padre de la muchacha se hace visible portando una botella rizada de anís Machaquito que circula de mano en mano. La futura suegra se hace también ver agasajando a los presentes con mantecados elaborados en el horno como aguinaldo. En otras casas suenan zambombas fabricadas con viejas orzas cubiertas su abertura con piel de conejo y como instrumento de percusión el carrizo de un “salao”.

Hace un frio que araña la cara y la gente anda presurosa por las calles. En la rampa entre los Jardinillos y la fuente de los Caños, unos niños entre los que me encuentro, con una lata, han derramado agua del pilar en los adoquines de la pendiente que al momento ha cristalizado. Nos escondemos detrás del quiosco del Vegeto, el de la esquina con el Camino de la Estación observando cómo la gente va cayendo al suelo dando trompicones, amontonándose a veces. ¡Qué cabrones éramos!  Hay grupos que van cantando villancicos. Los peces ya bebían en el rio por aquella fecha y Holanda tan lejos ya se dejaba ver. Pero villancico como “Madre en la puerta hay un niño” cantado por mi madre, era como una canción de cuna. Los abuelos entonaban otros con letras viejas y soniquetes que llegaban al alma. La cena será hoy en casi todas las casas especial. En otras, unas pocas de “rosetas” para los niños y unas batatas cocidas con azúcar y canela marcarán la diferencia esta noche. No se oyen ni cohetes ni petardos, pero Juanito, el Ito, explosiona en cada esquina a golpe de garganta todo un arsenal. En la confitería que está a pocos metros de La Peña, a través de la puerta de cuadriculados cristales, se observa a Luis y a su padre  Santiago, los confiteros, atendiendo a los parroquianos que demandan vino dulce que les ayudará a deglutir el polvorón que allí mismo consumen. <<Sólo quedan roquetas>>, le comenta una señora a otra en la puerta del establecimiento.

A medianoche, en la Misa del Gallo, don Federico, el prior, desde el púlpito derramará su sermón sobre la venida  al mundo del Redentor. Durante la homilía el sochantre vistiendo faldones de roquete para la ocasión igual que el monaguillo, sacará a la calle al borracho de siempre, aquél que a los pies del púlpito año tras año interrumpe la homilía. Es noche avanzada y el silencio se abraza con el frio relente. El runruneo de los rulos del molino de don Justo en el Camino de la Estación expande su cansino eco también en Nochebuena. El niño aceitunero duerme desde hace horas lo mismo que otros muchos como él. Mañana, por ser Navidad, tendrán que coger aceitunas entre la escarcha, arrastrando además, el barro de la “sarpa”.       

Así eran aquellas navidades de mi infancia. Puede que fuera en el 58, o en el 59, y por qué no en el 57. ¡Qué más da! El pueblo, los habitantes, y las costumbres, año arriba o abajo sigue estando todo impoluto durmiendo en los pasadizos de mi mente hasta que llegada la ocasión consigo  despertar evocaciones como estas que he narrado.

!!FELIZ NAVIDAD!!