Los primeros colchones donde
dormíamos mis hermanos y yo, al igual que la mayoría de los de mi edad en los
años cuarenta y cincuenta en nuestro pueblo, eran de farfolla. Suena mal esta
palabra, pero la Real Academia
de la Lengua Española
la define así: Farfolla: Espata o envoltura de las panojas de maíz,
mijo y panizo. En resumen, los colchones referidos estaban rellenos con las
hojas que envuelven las mazorcas del maíz. Era esta la materia prima para el mullido
de aquellos colchones cuyas fundas de tela estaban adornadas con franjas azules
o rojas mezcladas con blancas perpendiculares.
La
farfolla, siempre por encargo, la solían proveer los arrieros, aquellos que
tenían una reata de borricos y se dedicaban a acarrear mercancías que además de
la referida farfolla y otras, estaba la de abastecer a las panaderías el ramón
en la época de la corta o poda del olivar. Las referidas hojas de maíz iban a
buscarla estos arrieros a las huertas de los ríos próximos y las transportaban
en unas redes de esparto de amplias aberturas.
El
trabajo de “farfollar” consistía en deshojar una a una las hojas del nudo que
había servido de base a la mazorca. Recuerdo cuando esto sucedía que las mozas
casaderas de la calle donde se “farfollaba”, se prestaban voluntarias en la
casa donde se ejercitaba esta faena para ayudar, entre risas y picaronas bromas jugando con la susodicha palabra y que dicho sea de paso hasta que fui más mayor
no supe discernir.
Disfrutaba
después tratando de subirme a aquél voluminoso colchón recién relleno de
farfolla que durante unos días llegaba a ocultar el cabecero de la cama.
Luego, después de que las hojas se llegaban a prensar con el peso del cuerpo,
los picores que de principio eran muy acentuados, estos, iban poco a poco
remitiendo. Debíamos acostumbrarnos desde el principio al ruido que producía la
farfolla cuando te movías en la cama. Me recordaba este ruido al molesto sonido
de las interferencias de una radio o al del aceite caliente al freír patatas.
Todos
nuestros padres en cambio siempre han disfrutado de colchones de lana. Era
tradición en nuestro pueblo unas fechas antes del cualquier casamiento ir a
“lavar la lana”. Aquello era todo un ceremonial donde la lana esquilada a los
corderos se lavaba y se dejaba secar mientras se comía y se bebía en familia.
El arroyo Santa Ana ha sido mudo testigo del regocijo de las familias de ambos
novios mientras desempeñaban esta arcaica costumbre.
Con
el tiempo esta lana solía apelmazarse, por lo que manualmente cada uno de los
vellones había que abrirlos hasta conseguir un mullido como aquél primitivo del
principio. En el Madrid castizo de los años sesenta, en plena calle, pude
contemplar al colchonero haciendo este trabajo con una vara curvada, lo que
resultó muy sorpresivo para mí.
Pero
llegó el día siendo yo un adolescente en el que tanto la farfolla como la lana sucumbieron dando paso a la modernidad. Primero fue la farfolla, así es que
colchones y más colchones fueron vaciándose de su contenido en el arroyo, nuestro
“punto limpio” en aquellos tiempos, y allí, junto con todos los desechos de la
época, entre otros, animales muertos que mezclados con los residuos del
matadero, amén de otras inmundicias, solían estar todas estancadas para
nuestro disfrute contemplativo y oloroso hasta llegado una tormenta o avenida, las célebres "venías” pues hasta que llovía de forma torrencial no se limpiaban
los cauces de los dos arroyos, tanto el de Santa Ana como el del Cañuelo.
La
goma-espuma fue el producto innovador que hizo vaciar los colchones de farfolla
en los arroyos referidos, y para abastecer la demanda muy arraigada de esta
novedad, el comercio de Antonio Casas se convirtió en el proveedor de todos los
hogares torrecampeños.
Y
así fue como los silenciosos y siempre mullidos colchones de “piquitos”
desplazaron a los de farfolla, y de forma más gradual a los de lana, aunque
estos últimos estoy convencido de que existirán todavía en algún hogar
torrecampeño que no lograron sucumbir ni tan siquiera a los de muelles ni a los
de última gama existentes hoy en el mercado.
En
fin, como persona ya entrada en años recojo una cita de alguien que no recuerdo
que dice así: No sé si no puedo dormir porque trato de recordar, o si me cuesta
recordar porque no puedo dormir. Lo que sí es cierto es que yo en aquellos
colchones de farfolla dormía más que ahora, todo, porque en la vejez dicen, se
acorta el dormir y se alarga el gruñir.