EL NIÑO “PROBE”
CANCIÓN TRISTE POR NOCHEBUENA.
Llora
el zagal en la aceituna, de rodillas la va recogiendo, de dos en dos, de tres
en tres, de una en una. Lleva albarcas con peales, uncidos estos con tomizas. Llora
pensando en su madre que en un hospital agoniza. La cuidan monjas con tules
blancos en una sala infinita, con crucifijos negros en cada cama y al lado de
cada cama una mesita. Cuentan que en esa tétrica estancia la muerte no para de
hacer visitas. Anoche la fue a ver después del duro trabajo del día. Andando
como siempre lo hizo adonde juró que nunca más volvería, fue cuando murió su
padre después de una lenta agonía, porque aquella vez vio como con fuego azul, largas
agujas hervían, y quiere olvidar pero no puede los lamentos de aquellos enfermos
tísicos cuando le inyectaban vida.
A
la hora de comer llora sentado bajo una oliva. Solo, alejado de los demás
quiere comerse su desgracia y no el pan duro con moho verde además de algunos
higos secos que lleva en su mochila. Un hombre mayor se le acerca, le ofrece
una naranja y parte de una tortilla, y le dice que esta noche es Nochebuena,
que hay que irse pronto del tajo porque habrá que estar con la familia. El niño
no quiere nada, da las gracias a aquél buen hombre que además de su comida se
lleva el llanto del chiquillo contagiando a la cuadrilla.
De
regreso al pueblo, por entre los olivares el niño recoge leña. Cargado con un
haz a cuestas llega a su casa donde su abuela y dos hermanitos con ansiedad lo
esperan. Con ellos jugar quisiera, pero no puede, porque él juega a ser mayor
sin tener edad siquiera. La hermana menor, casi harapienta, sorbe sin parar dos
mocos verdes como tallos de cebolletas; el otro juega con un roeno dando con él vueltas alrededor de una
mesa.
La
abuela junto al fuego atiende un puchero de barro, y mientras roncan los
borbotones, con una cuchara le va quitando lo que navega en el guiso, algo que
no es de su agrado.
El
niño aceitunero con un cántaro acuestas marcha hasta la fuente. Tres veces lo
hace sin que salga de él ninguna queja. Después, antes de la cena, va a cobrar
el jornal para dárselo a su abuela. Veinte reales le dan, que es lo mismo que
un duro, y un duro cinco pesetas, mientras que ajeno a todo, en las calles,
villancicos y panderetas suenan.
Cuando
llega de nuevo a casa, la mesa ya está puesta. Una fuente de cerámica, remendada
con grapas de metal viejas, descansa sobre un raído hule además de cuatro
trozos de pan, dos cucharas grandes, dos pequeñitas y una servilleta.
– ¿Qué hay para cenar? –pregunta el
niño aceitunero a la abuela.
–Lentejas
–le responde, mientras muy diligente esta vacía el puchero en la remendada
fuente, al tiempo que una nube de vapor envuelve su silueta.
– ¿Qué son estas cositas negras? –pregunta
la niña del moco verde a la abuela.
– ¡Niña, come! No es nada malo, son
gorgojos. Me ha engañado el de la tienda.
Tres
golpes, tres, se sintieron entonces dar en la puerta. Dos hombres con batas
blancas en unas angarillas, sacan de un furgón blanco a la madre muerta. El
grito que la abuela da se cuela por las cerradas ventanas y los balcones de
aquella calle desierta. Llegan vecinos y vecinas, algunos ya cenados y otros
sin terminar la cena, y ven a los tres niños que abrazados lloran y también a
la madre muerta yaciendo en un colchón de farfolla que casi no hace hoyo en él
porque si en vida era delgada, muerta, está esquelética. La abuela de rodillas con las manos entrelazadas
grita pidiendo auxilio a Santa Ana para que acompañe a su hija y no se pierda
por los laberintos del Cielo sola y desamparada.
El
día de Navidad fue el entierro, el día de Navidad la entierran en una caja de
listones que el carpintero deprisa le hiciera, que cobrar este no quiso porque
ni lija ni barniz al mal llamado ataúd le diera.
A
la mañana siguiente un hombre con bigote recortado vistiendo traje y sombrero
se presenta, y la palabra hospicio cien veces al menos en la casa resuenan. El
niño aceitunero da un paso al frente y se planta ante aquél señor que de buenas
intenciones pareciera, y le dice muy serio como si persona mayor él fuera:
–Dicen que catorce años he cumplido,
pero mire usted, tengo más, muchos más que sin cumplir, cumplidos por mí están,
pues aunque me considere un muchacho y por desgracia un lego, trabajo y doy el
callo como el primer jornalero. Créame señor
que no le miento, que soy de Torredelcampo y me sobran agallas para traerle el
sustento a mi abuela, a mis hermanos y a todo un regimiento.
Y
aquél hombre rompe el papel que llevaba, se encasqueta el sombrero, y se marcha
sin rebatirle al muchacho, o mejor dicho, a aquél que consideró un niño y
demostró ser un hombre hecho y derecho. Luego, en su informe, entre otras cosas
escribió y además su firma estampó sin reparo ni desdeño: El niño mayor demuestra tener los cojones muy gordos, como todos los torrecampeños.
Dicen
que esto ocurrió a principios de los cuarenta, en un pueblo andaluz al que mucho
quiero, se llama Torredelcampo, así que si no lo sabías ya lo sabes que
Torredelcampo es mi pueblo.
¡Feliz
Navidad!