Se
acabó la Navidad
otro año más, la fiesta de Año Nuevo y también la de Reyes. Es hora de recoger
el árbol, las luces, las bolas y todos los adornos navideños y llevarlos al
trastero hasta el año siguiente. Hoy cuando esto escribo es el día en el que
han despertado los niños con la ilusión de encontrar los juguetes a pié de cama
o en el salón. Ilusión que sólo les durará unas horas, después abandonaran ese
juguete de plástico para distraerse con el que desde primera hora todos los
días vienen jugando, utilizando para ello los pulgares de sus manos; me refiero
a los de tecnología punta como la tableta y el smartphone.
Atrás
quedó también otro año más el sorteo de Navidad y el del Niño, donde la ilusión
de los mayores quedó truncada otra vez, para volver la siguiente Navidad a
jugar de nuevo, a pesar de que ahora se prometa que este año ha sido el último.
Ahora,
se volverá a la rutina diaria. Se acabaron los días de vacaciones para aquellos
pocos afortunados que en Navidad descansaron, y volverá el centro de Madrid a
recobrar la tranquilidad que no la calma, pues aunque apretados ahora en los días
navideños se podía al fin y al cabo andar por sus calles viendo las sonrisas
dibujadas en los rostros de los pequeños sorprendidos por tantas luces y tanto
colorido. Pronto estarán aquí los del “manisfestródomo” los de atajar la calle que no pase nadie que
cantábamos los chiquillos de nuestro pueblo, y te tendrás que dar la vuelta
para no verte envuelto de seguro en la revuelta. Veo a Madrid desde lejos
cubierto con una boina negra de polución. No quiere llover y las heladas se
suceden unas con otras haciendo bueno aquello que decía aquél de mis tiempos
los días de frío como ahora: ¡Que se
fastidien los ricos, que ahora todos tenemos frigorífico!
Es
la hora de apurar los restos de estos días de excesos. Siempre queda alguna
botella con tres dedos de vino; la que descorchaste y ya no te acuerdas en qué
comida la abriste. Han sido tantas. Estoy por asegurar que en todas las neveras
queda aún algún que otro langostino, que aunque hayan perdido la vistosidad y
el colorido del día que se compraron, habrá que dar buena cuenta de ellos. La
niña mayor dirá que no quiere pues están un poco secos y hasta su olor no es
bueno. La madre en cambio le reprimirá y los reservará para el abuelo; el que
nunca se queja y siempre anda diciendo que en sus tiempos no los podía comer. Hace
días apuró un resto de almejas, -lo que otros llaman chirlas- que llevaban
chuchurridas varios días en un rincón del frigorífico y recordó mientras las
chupaba más que las comía lo que siempre le repetía a la abuela: <<No me
pongas almejas, pues me engañas a mi y también al perro>>
Son
estos días después de Navidad los del arremate
pero ya sin pandereta ni villacincos. Pero siempre quedará algo en las casas que
no podremos nunca apurar y que durará una larga temporada, me estoy refiriendo
a los mantecados y polvorones. Estos, ni el abuelo quiere meterles mano pues
aunque dice que están muy ricos, pero como los que la abuela hacía en el horno
de la calle ni punto de comparación. El, siempre están diciendo que los
mantecados aquellos y las galletas rizadas que solía comer en navidad cuando
era joven sabían a Nochebuena y a botella de anís rizada, aquella que se
frotaba para hacer ruido con el rabo de una cuchara y con la que se pedía el
aguinaldo con el cantar tan nuestro que decía: Si no me das el aguinaldo, al niño le voy a pedir...
Los
coros de nuestro pueblo entre ellos el de la Asociación Cultural
Celedonio Cozar, y también el Duo Arpes, se vienen encargando de recordarnos
año tras año letras y tonos de las navidades de aquella época. Mi más sincera
enhorabuena a todos ellos por conservar esos viejos y añejos villancicos,
algunos con entonaciones tan dulces que parecen canciones de cuna.
Salgo
a dar un paseo y observo como en los contenedores se amontonan las cajas que
albergaban los juguetes con los que los niños se han despertado. Verdaderas
montañas de cartón están esperando la llegada de los basureros. Si
cuando fui pequeño hubiese encontrado una de las muchas cajas de cartón que veo
amontonadas, de seguro le hubiese echo un agujero y atado una cuerda y me
hubiese imaginado que era un coche o un camión. La imaginación estaba hermanada
en mi época con la ilusión. Cómo nos llenaba de ilusión aquella cestica de caramelos que recibíamos como
regalo de reyes, o los calcetines, o la bufanda a la que se la conocía por tapabocas; y no me cansaré de decirlo, no
se podía ser más felices con tan poco. Los niños de ahora cuando tenga mi edad
no sé qué dirán. A saber.