Estoy completamente seguro de que
muchos jóvenes de hoy no saben lo que es un candil, y si lo saben no lo han
utilizado. Otros, los de la generación de mi padre dirán que este instrumento
en desuso hoy, fue un utensilio primordial en todas las casas llegando a
albergar cada hogar no solo uno sino dos o más candiles.
El candil que yo conocí era un aparato
de metal con un recipiente lleno de aceite con una mecha empapada ardía por absorción sirviendo la llama para alumbrar. A la mecha se la conocía
como torcía, y al humo que desprendía
al apagarlo, pabilo. Al ser nuestro pueblo por excelencia olivarero, ni que
decir tiene que la materia prima estaba asegurada, y el hecho de que el aceite
era y sigue siéndolo de la mejor calidad los destellos luminosos que produciría su llama serian de un fulgor tal, que me imagino que en tiempos más remotos alegraría
a muchas suegras durante las horas en las que el novio hablaba por la noche con
la hija en su casa. A propósito, uno que tiene buena memoria recuerda una
coplilla picante que canturreaba un
amigo extremeño que decía:
El
candil se va a apagar, y mi madre no está aquí. Yo no digo que te vayas, pero,
para no hacer “na”, ¿qué es lo que pintas tú aquí?
No sé el año exacto en el que la luz
eléctrica llegó a nuestro pueblo. He hecho averiguaciones a través de Internet y en nuestra provincia parece ser que dieron prioridad de principio a las
poblaciones con mayor número de habitantes, y al pueblo nuestro como a otros de
igual o parecida población no llegó la electricidad hasta principios del siglo
pasado. Naturalmente que este invento se iría introduciendo poco a poco en los
hogares; primeramente en aquellos donde el bolsillo era más holgado, llegando
posteriormente de manera gradual a instalarse en el resto de las viviendas. Muy
parecido a lo que yo viví y podemos contar los de mi edad con inventos como el
radio, o la televisión. De lo que si me
acuerdo es de aquellas primitivas instalaciones eléctricas en las casas de
cordones trenzados sujetos a la pared con diminutas jícaras, y que por el peso debido a las sucesivas capas de cal llegaban a curvarse. También recuerdo
aquellos interruptores con el pellizco de madera.
Estoy seguro de que al principio el enganchar
la luz, término este muy utilizado en nuestro pueblo seria muy costoso y digo esto porque en mi niñez conservo en mi memoria una casa con un agujero en el
techo que servia para alumbrar el piso de arriba pasando el cordón y la
bombilla desde el piso de abajo por el boquete. Era una manera de economizar.
Pero volviendo al candil de mis
tiempos, éste, por lo general siempre estaba colgado en la repisa de la
chimenea o en la pared, y en este caso con un cartón entre ambos para mitigar
las manchas en el muro. Casi a todos ellos se les veía un palote que asomaba
por el recipiente y que servia para avivar la torcía, y en su defecto, otras, hacía las veces para este menester la
horquilla del moño de la abuela. El candil en mi niñez solo se usaba cuando
había un corte de energía, y raro era el día que no había un apagón. En los
cortijos naturalmente el candil era el utensilio que servia para alumbrarse.
Un taxista madrileño ya jubilado que
vive en mi barrio me contó que antes de ejercer como tal, fue camionero allá
por los años cincuenta y que en cierta ocasión llevando un cargamento de
bidones de aceite vacíos cuyo destino era Martos, su ayudante hombre libertino
y calavera que sabía de una casa a las afueras de nuestro pueblo en donde
mujeres de dudosa reputación servían copas de aguardiente, –no quiero
extenderme más-, quisieron tomar una copichuela y al entrar al pueblo la carga de bidones era
tan voluminosa que llegaron a
chocar los envases con el tendido eléctrico originando un chisporreteo tal, que
los cables quedaron muchos en el suelo por lo que el pueblo quedó a oscuras.
Le pregunté:
-¿Llegasteis a ejecutar la faena? Es
decir... a tomar la copa de aguardiente.
-Si, a la luz de un candil –me
respondió.
Muy romántico, sí señor.
Cuando le veo le digo que nuestro Ayuntamiento
tiene una factura pendiente de cobro desde aquella fecha tan lejana
correspondiente a los daños y perjuicios causados.
El me contesta:
-Que no se entere el alcalde de que soy
yo el deudor.
-Alcaldesa, ahora alcaldesa -le
corrijo.
-Bueno, pues habla con ella para que
anulen esa factura, porque entiendo que no fue delito que por saciar mi incontinencia, la de tomar una copa de aguardiente, me
reclamen una deuda que yo no la hacía pendiente.
-Se lo diré. Descuida, pero sin rima. Faltaría más.