Existe
un parque cerca de mi domicilio donde en uno de sus escondrijos rincones es tan
frondosa su arboleda que llegan a abrazarse los castaños que pueblan y dan vida
a un pequeño vergel, pues sus ramas entretejen y trenzan a una tupida red de
hojas y enramado que impiden que el sol no llegue a colarse ni en aquellas
ocasiones en las que el viento llega a mecer su espeso y compacto follaje. Su
impenetrable y fresca sombra es aprovechada en el verano para dar cobijo a diversos
grupos de personas mayores que se reparten bajo su amplio perímetro jugando a
las cartas, sentadas alrededor de mesas estáticas e inamovibles disfrutando de la
agradable temperatura que produce este pequeño oasis descrito.
Hoy, casi recién estrenado el mes de
octubre he pasado por el mismo parque un día después de que la lluvia besara el
oro encendido de las hojas otoñales de los castaños referidos. No hay nadie sentado en los bancos; estos,
ahora, al igual que las mesas, están salpicados de hojas muertas, las cuales
antes de morir, no quisieron pintarse con el color céreo triste y apagado de la
muerte, sino con un variado contraste de preciosas tonalidades, predominando el
ocre entre los amarillos dorados y los verdes pálidos. Entre la amplia gama de
tan bonitos colores veo relucir tanto en el suelo como en los bancos y hasta en
las mesas descritas, unos pequeños bultos marrones con un brillo de barniz que
deslumbra. Son las castañas que al caer del árbol envueltas en su funda de
erizo estallan sobre el suelo dando lugar a que el fruto abandone el lecho en
el que fueron fecundadas, apareciendo relucientes entre un manto de hojas
otoñales que alfombra el pavimento.
Las castañas me retrotraen y por este
motivo avivo mis recuerdos de un ayer, porque este fruto otoñal cuando aparecía
cada año por primera vez en nuestro pueblo era para la
Feria de San Lucas. Pero aparte de las
castañas quienes también anunciaban la feria de Jaén eran las recuas y reatas
de mulos, asnos, y caballos que desde otros pueblos pasaban por el nuestro camino
del ferial jaenero donde sus dueños tratarían de venderlos. Todo el mundo
esperaba a que llegara la feria de ganado de la capital para hacerse o
deshacerse de la caballería que necesitaba o le sobraba. Y allí, en la campa
ferial, en aquella amplia explanada con alguna pendiente –quiero recordar – se
daban cita los tratantes de ganado, de ellos, una gran mayoría eran gitanos. A
estos, recuerdo verlos abriéndoles la boca a los animales para calcular su
edad y arrastrando varas por el suelo
para que al iniciar el animal la marcha demostrara viveza y celeridad, todo,
entre relinchos, rebuznos, silbidos, y gritos del gentío que mezclado con el
olor a boñigas y otras perlas aderezaban el mercado.
En los años de mi niñez cuando el
tractor aún tardaría en llegar, y las únicas máquinas de la que disfrutábamos
eran las de coser de pedal y las de moler el café –por ser más cierto, cebada tostada
–las múltiples labores del campo, todas, se hacían con la ayuda de animales. Me
pregunto, cuantas caballerías estarían censadas en nuestro pueblo, porque al
disponer cada animal de una guia que era
su historial, es posible que existiera un registro de todos ellos, pero sin
llegar a pecar de exagerado, presumo que sobrepasarían las tres mil cabezas.
Volviendo a la
Feria de San Lucas, en nuestro pueblo, los
días que duraban los festejos se notaba un ajetreo inusual porque para muestra
de ello estaban los taxistas que no paraban de dar viajes a la capital llegando la gente a ir a esperarlos hasta a la Venta del Empalmao, pues en aquellos tiempos
eran contadas las personas que disponían de vehículo propio. Recuerdo también
el autobús de Manuel Alcántara, haciendo viajes uno detrás de otro. A la
Feria de San Lucas nos llevaban nuestros
padres, y entre todas las atracciones existentes, quién de mis tiempos no
recuerda haber ido al circo o al célebre teatro de Manolita Chen. Otro evento
muy a destacar era el concurso con saltos con caballos en La Alameda donde siempre
sobresalían los militares del cuartel de caballería de la capital. Los festejos taurinos eran también muy esperados.
De regreso al pueblo, era norma de
obligado cumplimiento comprar en un puesto del ferial unas pocas de castañas,
al ser posible “pelaeras”.
Muchos años, la lluvia, propia de la
estación otoñal, malograba la feria, no obstante si el agua era bien recibida,
el agricultor se alegraba puesto que octubre era y sigue siendo tiempo de
simienza, y el grano ya enterrado y el que faltaba por enterrar esperaba la
lluvia para al poco de estar sembrado emerger con la promesa de ser caña y
espiga.
Tiempo de castañas; tiempo de feria, de
la Feria de San
Lucas; tiempo de simienza; tiempo en el que el campo empieza a vestirse de
verde; tiempo de ver como con las primeras lluvias aletean las hormigas de ala;
tiempo en el que nos visitan los zorzales y otros pájaros otoñales a los que
debemos de respetar; tiempo de lumbres y de migas. Tiempo, tiempo torrecampeño.