lunes, 7 de octubre de 2013

TIEMPO DE CASTAÑAS

        
Existe un parque cerca de mi domicilio donde en uno de sus escondrijos rincones es tan frondosa su arboleda que llegan a abrazarse los castaños que pueblan y dan vida a un pequeño vergel, pues sus ramas entretejen y trenzan a una tupida red de hojas y enramado que impiden que el sol no llegue a colarse ni en aquellas ocasiones en las que el viento llega a mecer su espeso y compacto follaje. Su impenetrable y fresca sombra es aprovechada en el verano para dar cobijo a diversos grupos de personas mayores que se reparten bajo su amplio perímetro jugando a las cartas, sentadas alrededor de mesas estáticas e inamovibles disfrutando de la agradable temperatura que produce este pequeño oasis descrito.
Hoy, casi recién estrenado el mes de octubre he pasado por el mismo parque un día después de que la lluvia besara el oro encendido de las hojas otoñales de los castaños referidos.  No hay nadie sentado en los bancos; estos, ahora, al igual que las mesas, están salpicados de hojas muertas, las cuales antes de morir, no quisieron pintarse con el color céreo triste y apagado de la muerte, sino con un variado contraste de preciosas tonalidades, predominando el ocre entre los amarillos dorados y los verdes pálidos. Entre la amplia gama de tan bonitos colores veo relucir tanto en el suelo como en los bancos y hasta en las mesas descritas, unos pequeños bultos marrones con un brillo de barniz que deslumbra. Son las castañas que al caer del árbol envueltas en su funda de erizo estallan sobre el suelo dando lugar a que el fruto abandone el lecho en el que fueron fecundadas, apareciendo relucientes entre un manto de hojas otoñales que alfombra el pavimento.
Las castañas me retrotraen y por este motivo avivo mis recuerdos de un ayer, porque este fruto otoñal cuando aparecía cada año por primera vez en nuestro pueblo era para la Feria de San Lucas. Pero aparte de las castañas quienes también anunciaban la feria de Jaén eran las recuas y reatas de mulos, asnos, y caballos que desde otros pueblos pasaban por el nuestro camino del ferial jaenero donde sus dueños tratarían de venderlos. Todo el mundo esperaba a que llegara la feria de ganado de la capital para hacerse o deshacerse de la caballería que necesitaba o le sobraba. Y allí, en la campa ferial, en aquella amplia explanada con alguna pendiente –quiero recordar – se daban cita los tratantes de ganado, de ellos, una gran mayoría eran gitanos. A estos, recuerdo verlos abriéndoles la boca a los animales para calcular su edad y  arrastrando varas por el suelo para que al iniciar el animal la marcha demostrara viveza y celeridad, todo, entre relinchos, rebuznos, silbidos, y gritos del gentío que mezclado con el olor a boñigas y otras perlas aderezaban el mercado.
En los años de mi niñez cuando el tractor aún tardaría en llegar, y las únicas máquinas de la que disfrutábamos eran las de coser de pedal y las de moler el café –por ser más cierto, cebada tostada –las múltiples labores del campo, todas, se hacían con la ayuda de animales. Me pregunto, cuantas caballerías estarían censadas en nuestro pueblo, porque al disponer cada animal de una guia que era su historial, es posible que existiera un registro de todos ellos, pero sin llegar a pecar de exagerado, presumo que sobrepasarían las tres mil cabezas.  
Volviendo a la Feria de San Lucas, en nuestro pueblo, los días que duraban los festejos se notaba un ajetreo inusual porque para muestra de ello estaban los taxistas que no paraban de dar viajes a la capital llegando la gente a ir a esperarlos hasta a la Venta del Empalmao, pues en aquellos tiempos eran contadas las personas que disponían de vehículo propio. Recuerdo también el autobús de Manuel Alcántara, haciendo viajes uno detrás de otro. A la Feria de San Lucas nos llevaban nuestros padres, y entre todas las atracciones existentes, quién de mis tiempos no recuerda haber ido al circo o al célebre teatro de Manolita Chen. Otro evento muy a destacar era el concurso con saltos con caballos en La Alameda donde siempre sobresalían los militares del cuartel de caballería de la capital. Los festejos taurinos eran también muy esperados.
De regreso al pueblo, era norma de obligado cumplimiento comprar en un puesto del ferial unas pocas de castañas, al ser posible “pelaeras”.  
Muchos años, la lluvia, propia de la estación otoñal, malograba la feria, no obstante si el agua era bien recibida, el agricultor se alegraba puesto que octubre era y sigue siendo tiempo de simienza, y el grano ya enterrado y el que faltaba por enterrar esperaba la lluvia para al poco de estar sembrado emerger con la promesa de ser caña y espiga.
Tiempo de castañas; tiempo de feria, de la Feria de San Lucas; tiempo de simienza; tiempo en el que el campo empieza a vestirse de verde; tiempo de ver como con las primeras lluvias aletean las hormigas de ala; tiempo en el que nos visitan los zorzales y otros pájaros otoñales a los que debemos de respetar; tiempo de lumbres y de migas. Tiempo, tiempo torrecampeño.    
                 

miércoles, 2 de octubre de 2013

EL PAPELERO DE LA BANDA


            La banda de música de nuestro pueblo ha sido siempre un elemento imprescindible en cualquier evento a celebrar, tanto festivo, cultural, o religioso, y tan es así, que aquellos espectáculos en los que por circunstancias no llega a intervenir, se le echa en falta de inmediato, ya que la música es la mecha que enciende el ánimo de las gentes.
         Los cohetes y la música, la música y los cohetes, andan ambos hermanados en cada uno de los festejos de nuestro pueblo, pues su estallido sobrecogedor al mezclarse con el grato y placentero de los acordes de nuestra banda municipal, sirven los dos para despertar y condicionar la alegría y el júbilo de los torrecampeños. Una fiesta sin música y sin cohetes en nuestro pueblo tan dado a los festejos y celebraciones, seria lo más parecido a un funeral, y en estos tiempos que corren viene bien el mantener el espíritu alegre para esconder los problemas que nos crean los demás, más los que nosotros mismos nos inventamos.
         Pero mi intención hoy no es hablar de nuestra banda municipal, sino de una figura muy entrañable que formaba parte de ella y que con el tiempo desapareció, y dada mi ignorancia en estos temas me pregunto las razones por las que hubo de suspenderse el papel que desempeñaba, el papelero de la banda, del cual quiero hoy comentarles.
         Es posible que muchos de nuestro pueblo no hayan oído hablar nunca de este personaje que formaba parte de la banda municipal, al que yo hoy quiero recordar con mucho cariño, porque rememorando a esta figura desaparecida, me sirve también para recordar a mi hermano Juan, quién ejerció siendo muy pequeño como papelero.
          No tendría más de siete años cuando llegó un día a casa mostrando   impresos de solfeo con las notas dibujadas en el pentagrama, y que a los pocos días desgranaba una por una con un soniquete muy especial ateniéndose a la enseñanza impartida por el maestro Pancorbo. Al poco, con tan escasa edad, vistió el uniforme de músico para hacer las funciones que le correspondía como papelero, y así comenzó a ejercer como tal, colocando al principio las partituras en los atriles de cada uno de los músicos con arreglo al guión que el maestro le ordenaba. También iba a avisar a las casas de los músicos; la mayoría de ellos eran carpinteros y herreros, para decirles el día y la hora que había ensayos extraordinarios.
         En los conciertos que la banda interpretaba los domingos en la plaza, yo lo veía colocar las sillas de los músicos y la tarima del director donde subido junto al maestro, sujetaba las partituras de las posibles ráfagas del viento, y a una indicación de este pasaba la hoja de la composición mientras interpretaban. Una vez terminado el concierto, debía de archivar y ordenar todas y cada una de las partituras.
         Recuerdo verlo desfilar en las procesiones religiosas guardando la marcialidad y la compostura debida, adentrándose a intervalos entre las filas de los músicos para comunicarles la pieza musical que inmediatamente se iba a interpretar, mientras llevaba en su mano una carpeta donde en su interior albergaba duplicados de las piezas musicales por si alguno de los músicos extraviaba la suya o el aire se la arrebataba.
         Así, poco a poco me fui familiarizando si querer por su continuo repetir, con los nombres de todos y cada uno de los instrumentos musicales que utilizaba la banda municipal, incluso aquellos con apelativos tan rimbombantes como: oboe, fagot, requinto, fliscorno, trompa, etc.   
         Este era el papelero de la banda municipal de nuestro pueblo. Una figura que como ya anuncié al principio quedó extinguida, y que además de cumplir con las obligaciones descritas propias de su cargo, también servia de enlace e instrumento para fomentar el amor a la música desde la más temprana edad, y en el caso de mi hermano quedó demostrado cuando al poco formó parte de la banda de música de nuestro pueblo tocando el clarinete. Muchos años más tarde en su ciudad adoptiva, que es la misma que la mía, también lo oí tocar en otra banda municipal, donde durante mucho tiempo por iniciativa suya en las procesiones, interpretaban Nuestro Padre Jesús; marcha procesional jiennense por excelencia, y en este caso, siempre, la emoción llegaba a embargarme consiguiendo que aflorara en mi alguna lágrima.
         El amor a la música de mi hermano instalado en él desde su niñez como papelero, llegó a transmitirlo a sus hijas, y hoy, una de ellas, mi sobrina Estrella, ejerce de profesora de música. Él, como hobby, dirige una coral de mayores con mucho acierto.
         Me dicen que el trabajo del papelero lo realiza en algunas bandas un músico del grupo con el puesto de encargado de archivo. Me parece muy bien, pero en la música al igual que en el fútbol se debe de cuidar a la cantera, y la figura del papelero en aquellos tiempos servia entre otras cosas para sembrar y promover el amor por algo tan extraordinario y sorprendente como es la música. Música que entre cosas nos emociona, y nos enamora, nos hace también meditar e incluso en ocasiones llorar cuando recordamos pasajes felices vividos de un tiempo pasado que ya no volverá.
          A mi me encanta la música, la buena música, porque me relaja y me ayuda a descargar tensiones, sobre todo en esos días en que mi estado de ánimo lo necesita. A otros les sirve para bailar. ¡Lástima que a mi no me guste el baile! Todo, porque estoy sordo de los dos pies.  Como dijo aquél: Nadie es perfecto.