A Juan Real, la planta más autóctona
torrecampeña.
El viento ruge ahí afuera. Oigo
quejarse a los toldos que protegen los balcones desde donde escribo con un
crujir que más parecen las maderas de un bergantín a su paso por el estrecho
de Magallanes. Salgo a arriarlos. Primero recojo el del balcón que mira al Sur, y
luego a continuación el del ala Oeste dado que mi escritorio hace escuadra a
dos calles. Cuando lo hago miro al cielo vestido este de medio luto. La tarde
tiene un tinte gris. A lo lejos, en lontananza, jirones de nublos oscuros como
toros zainos se agrupan en manada pintando el horizonte de un negro intenso
que como un velo a merced del viento se van acercando lentamente. Mientras, la
tarde agoniza prematuramente fabricando en el cielo madrileño un atardecer
lúgubre y tormentoso. Algunos vencejos parecen querer beber agua negra en las
espesas nubes mientras vuelan en desorden en lo más alto del cielo dibujando
arabescos surcos en el aire.
Huele a tierra mojada, a llanto del campo,
a era regada, huele a mi pueblo, y hacía él vuela mi imaginación porque
quiero ver como se despeinan los olivos al mecerse por el viento entre
remolinos de polvo y de cómo viajan en ellos vilanos sin billete transportando
sus semillas lejos del cardo que los parió. Quiero ver como la lluvia limpia
los pinos de nuestro cerro sagrado y ver sus gotas brillar como perlas en cada
una de sus hojas que son agujas al tiempo que mansamente en su caída riegan el
monte. Quiero embriagarme con el olor a tomillo recién mojado mezclado con el
grato y placentero perfume que desprende la montaña, con esa mezcolanza de
olores serranos tan difícil de definir. Quiero oler a pajón empapado, y ver
pero no puedo, ni quiero, el trasiego de aquellos tiempos de parvas angustiosas y de bieldos presurosos en las eras ante el presagio de tormenta.
El resplandor instantáneo de un relámpago me
hace retornar a la realidad. Vuelvo a mi ventanal madrileño Gruesas gotas de
agua tamborilean sobre los cristales dibujando de principio cortos surcos que
al juntarse forman arroyuelos cayendo en cascada vidrio abajo. El trueno no se
hace esperar mientras que su eco se confunde con el de un avión que anda
presuroso por arañar cuanto antes la pista. La lluvia cae a cantarillos;
diluvia hasta el punto que me hace ver difuminado el edificio de enfrente. El
viejo jazmín torrecampeño que sobrevive año tras año en un macetero de mi
terraza agita sus tallos bailando a los compases del viento una y otra vez haciendo despertar con su bamboleo a los contados jazmines que en la noche abrirán celebrando la vida con su certero perfumar. El raquítico olivo transportado
desde tan buena tierra como la de mi pueblo y trasplantado en una maceta lo
veo aporreado por el granizo de la tormenta lo que motivará aún más su lenta y
duradera agonía producida por una penosa enfermedad llamada nostalgia. El
amarillo de las hojas del pequeño y casi mustio naranjo son taladradas por el
duro pedrisco y esto de seguro adelantará su poda.
Poco a poco el ruido de los truenos se
va alejando y la lluvia torrencial ha dado paso a otra más templada como
aquella de canales en mi pueblo en temporales de pleita y lumbre en la
chimenea.
Por el horizonte, por la sierra
madrileña, las nubes aparecen ahora cortadas de forma transversal dejándose
ver por el hueco de los nublos un cielo ensangrentado pintado por el
crepúsculo.
La tormenta ha pasado. Me dicen que
otra más reciente regó nuestra tierra torrecampeña, y me imagino lo guapo que
estará el campo. También las flores, esas que con tanto acierto nos retrata
Juan Real, ahora se habrán despojado de la película del polvo agosteño y será
un lujo que nos las muestre recién duchadas. Lo hará, estoy seguro.