En una de mis entradas en este blog, escribí sobre
la plaza de nuestro pueblo. Lo hice para recordar como era nuestra plaza en mi
infancia y en mi juventud. Ya dije aquí en otro de mis escritos que en mis tiempos era el punto de reunión de todos los jóvenes los domingos y festivos. Aquello era
una manifestación que aunque sin pancartas ni nada que revindicar nos permitían hacer sin tener que pedir autorización para ello a pesar de que en aquél tiempo
estaba prohibido el derecho de reunión y de asociación.
No puedo imaginarme el grado de
sorpresa que se llevaría aquél posible visitante a nuestro pueblo fiel doctrinario
y ortodoxo a las leyes establecidas en aquella época, hasta saber que el motivo
de la concentración no era político.
Pero sin adentrarme por veredas por las
que no me gusta transitar porque siempre tropiezo ya que a mi me gusta andar
por el surco entre las lindes, he de agregar que esta era la cara más alegre de
nuestra plaza en aquellos tiempos porque existió otra, la que entre dos luces,
al alba, servia para vender y comprar mano de obra.
El jornalero sin jornal se levantaba
antes de amanecer mientras que la mujer permanecía en ascuas por si había
suerte y encontraba el marido trabajo para de inmediato preparar el pan, el
aceite, y poco más; tal vez, una alcachofa y una naranja y echarlas como
sustento en la talega o en la mochila de trapo, aquella de dos aberturas que
llevaban al hombro colgando entre pecho y espalda muchos de los que trabajaban
en el campo en mis tiempos.
Aquellos hombres iban a la plaza a
buscar un jornal y digo aquellos que eran muchos para diferenciarlos de los
otros que siendo muy pocos, eran los que ofrecían el trabajo. Eran estos
últimos los más poderosos, los dueños de las tierras, los que sus mujeres no
esperaban ansiosas en la casa el regreso del marido que había ido a buscar
trabajo a la plaza. Ellas no tenían que preparar talega ni vianda alguna, ni
tampoco el ver a su marido regresar triste y abatido cuando a veces pasaban los
días y las semanas sin que nadie le contratara. Me imagino a ese jornalero
abatido, al desalentado porque no tenía la suerte de dar un jornal, y en cambio
el vecino y el amigo sí. Qué de interrogantes se haría a la hora de mirar a su
mujer y a sus hijos.
Los que encontrando trabajo se iban de vará eran unos afortunados ya que tenían el jornal asegurado por unos días, pero en cambio debían de pernoctar en un cortijo teniendo como colchón una saca de paja en el suelo.
Los que encontrando trabajo se iban de vará eran unos afortunados ya que tenían el jornal asegurado por unos días, pero en cambio debían de pernoctar en un cortijo teniendo como colchón una saca de paja en el suelo.
La plaza bullía al alba de jornaleros
que deseosos buscaban con la mirada a los manijeros para hacerse ver, eso
estaba mejor que mendigarles un jornal, pues el torrecampeño ha sido siempre
muy orgulloso y antes de la humillación con dolor de su corazón prefería optar
por buscar otros horizontes, otra tierra, y abandonar la suya, la que le vio
nacer, tierra que sólo les sirvió a muchos nada más que para venir al mundo
porque registrado a su nombre no aparecía inscrita propiedad alguna, tan sólo
hacían como muy suyo la labrada parcela de su
estirpe, además de la del amor a su pueblo.
La plaza era la oficina de empleo donde
se acordaba de palabra el salario y aproximadamente los días a trabajar que
por lo general eran los que durara la faena agrícola. No había contratos, ni
papeles, ni altas en la seguridad social, ni paro obrero, ni tampoco “Per”. No
había nada porque no tenían nada, tan solo en caso de accidente laboral algunos
patronos disponían de un seguro de accidente de nefasta fama que era mejor no
utilizar y optar por arreglar los papeles de la beneficencia siendo esta
siempre la solución más acertada.
Yo siendo niño un día fui uno de
aquellos que visitó al alba la plaza buscando un jornal acompañado de otro niño
amigo mío, y no me avergüenza confesarlo, al contrario me llena de orgullo
haber nacido siendo uno de aquellos y no de los otros. Estos últimos eran como
dije antes los adinerados, los que si el trabajo hubiese sido bueno también se
lo hubieran quedado para ellos, pero no saben lo que se perdieron pues como
alguien dijo: Encuentra la felicidad en
tu trabajo o nunca serás feliz. Yo acerté, ya que siempre lo fui.
Por último, al margen de todo lo
anterior, he de subrayar aquello que ya he repetido en alguna ocasión de que algunos
con más mérito que yo podrán contar cosas como estas de nuestro pueblo, pero
estoy seguro que para ello hurgarán en la memoria de otros. Haciendo una
analogía con mi extinta profesión he de decir que la memoria es como una
cartilla de ahorros donde vas guardando recuerdos y más recuerdos. Yo quise
ahorrarlos, almacenarlos y atesorarlos para ahora reintegrarlos uno a uno a mi
pueblo como viene siendo habitual a través de este blog, relatando evocaciones
como la que hoy me ha tocado narrar.