Faltaba algo que de momento no supe qué, pero más tarde, cuando eché de menos sus dilatados silencios, pregunté y me dijeron que estaban en reparación. Me estoy refiriendo a las campanas de nuestro pueblo.
Sí, en mi visita reciente de hace unos días no he podido escuchar su repique porque dicen que quedaron roncas de tanto redoblar y doblar a lo largo de los años.
Tal vez si mi memoria no me falla puede que lleven sesenta años sin ir a visitar al otorrino. Recuerdo verlas reposar en una de las aceras de la calle las Cruces y eran más altas aún que lo que yo pudiera medir con mis cuatro años. Es posible que desde que las izasen al campanario en aquellos tiempos no hayan estado nunca en el taller para ajustar sus sonidos, que no su deje, porque su tono es como nuestro acento torrecampeño. He oído el tañer de muchas campanas en muchos de los lugares por los que he pasado a lo largo de mi vida, pero las de nuestro pueblo suenan de forma muy diferente a todas las demás. Es un sonido que desde pequeño te acostumbras a él, y al cual te familiarizas llevándolo dentro de ti como algo tuyo.
Campanas las de nuestro pueblo que saben llorar cuando lloramos, acompañándonos en nuestro dolor, con sonidos lentos y tristes que invitan al sollozo cuando alguien se nos va derramando desde la altura su eco lastimero que el viento hace llevar y mecer hasta los más recónditos rincones de nuestro pueblo. ¿Por cuantos habrán doblado?
Las he oído repiquetear muy deprisa, y angustiadas en el silencio de la noche tocando a asamblea cuando se producía algún incendio. Entonces la gente corría hasta la plaza para informarse, e inmediatamente acudían a la casa que estaba ardiendo con cubos formando una cadena humana desde el pilar o la fuente más próxima.
Campanas las nuestras que también saben medir el tiempo, informándonos de la hora cuando el reloj le ordena desgranarla de forma lenta y parsimoniosa obedeciendo y acatando hasta su repetición en cada una de las horarias.
Pero lo mejor de nuestras campanas es su sonido alegre y cantarín en las fiestas y celebraciones. Su repiqueteo jubiloso y envolvente vuela raudo entre el aleteo de palomas que huyen despavoridas por el incesante golpear del badajo sobre el metal, invitandonos con su voltear a ser partícipes no sólo de los actos religiosos, sino también de aquellos de divertimento y regocijo que para eso los torrecampeños tenemos fama ganada, y así, por nuestras fiestas y tradiciones, nuestro pueblo se está haciendo acreedor de una popularidad más que manifiesta, la cual ya forma parte de nuestra idiosincrasia.
Por todo ello no me gusta percibir como en estos días de carnaval que he pasado ahí, el huérfano estallido de cohetes si estos no van acompañados por el repicar alegre y festivo de nuestras campanas.
Para mí, ya repicaron cuando me casé, y sé que doblarán también por mí algún día, pero hasta cuando eso llegue, -espero que tarde muchos años- yo quiero seguir escuchando entre todos sus sonidos, el de su gozoso repiqueteo los días de fiesta.