Laguna a los pies de Cuesta Negra en una vieja cantera.
Aquél antepasado suyo debía de haber amado
mucho a su pueblo. Esa fue la conclusión que sacó Juan Quintana Alcántara una
vez leídos los contenidos de aquellos dos disquetes de ordenador de más de tres
siglos de existencia. Le costó incorporarlos a la nuevas tecnologías de la
informática existente, pero al final toda su información la tenia ahora a su
alcance y se deleitaba leyendo una y otra vez de cómo aquél hombre describía a
la tierra que le vio nacer y crecer, pero a pesar de su acentuado arraigo tuvo
que emigrar siendo joven hacia otras latitudes; no obstante aunque vivió el
resto de su vida fuera de su pueblo, él, no había perdido nunca su contacto, es
más, había ido inculcando según se desprendía de sus escritos el amor por su
tierra a sus descendientes.
Relataba
sus costumbres, su manera de hablar tan característica, sus olivares, sus
fiestas, sus calles, sus personajes, pero sobre todo describía de manera muy
especial a la naturaleza que rodeaba el pueblo. Daba vida en sus relatos a los
montes que lo circundaban, a sus arroyos, a sus plantas autóctonas, llamándolos
a todos por su nombre, pero lamentablemente las palabras polución, deterioro,
degradación, y contaminación también aparecían en reiteradas ocasiones.
Repasando
la historia de este ascendiente, resultaba ser que le había tocado vivir en una
época muy difícil. Nació en la posguerra, de la última guerra habida en España,
pues afortunadamente a pesar de varios siglos transcurridos, la paz reinaba no
solo en nuestro país sino en todo el planeta Tierra; el hambre, la miseria, las
dictaduras y las grandes diferencias de clases habían dejado de existir. Todo
ello sucedió como consecuencia de lo que se llamó la Gran Catástrofe ,
cuando la madre Naturaleza hastiada de los continuos abusos hechos por el
hombre pasó factura. Pueblos enteros, ciudades, islas, y atolones
desaparecieron bajo las aguas. Lluvias torrenciales, y graves sequías azotaron
durante al menos dos décadas a la
Tierra. El planeta sufrió un recalentamiento motivado por los
abusos al ecosistema por los llamados países desarrollados, y por este motivo
todas las naciones y pueblos se unieron y pararon el desarrollo incontrolado
por un desarrollo sostenible. Los ejércitos enterraron sus armas y estos sólo
servían para preservar el medio ambiente. Los carburantes habían sido
sustituidos por energías alternativas no contaminantes, asimismo todos los
agentes químicos y sus derivados fueron prohibidos. El agua como fuente de vida
era el tesoro más apreciado y respetado.
Durante
un cierto tiempo la idea de visitar el pueblo de su antepasado invadía a Juan.
Lo que al principio le parecía una curiosidad, se fue transformando en un
compromiso, por lo que llegó a creer que estaba en deuda con aquél hombre, y
ese sentimiento punzante hizo que su interés
se convirtiera en realidad.
Así
que aquél día tenia la oportunidad que llevaba buscando. Hoy por fin podría
comprobar que lo reflejado en los escritos de su antepasado sobre aquella
tierra eran ciertos. Visitaría muchos de los lugares que el describía: sus
calles, la plaza del pueblo, la iglesia, la ermita y sobre todo sus montañas,
las cuales ya escribía sobre su deterioro.
Aquél día, Juan, se dirigió con su
vehículo de energía solar hacia la autopista inteligente del Sur. Antes de
entrar en la misma utilizó una de las máquinas de rutas. Programó el punto de
destino como Torredelcampo, y como velocidad una intermedia; asimismo eligió a
mitad del camino salir a un área de descanso. Casi todas las redes viarias estaban
dotadas de este sistema por lo que los accidentes de circulación habían casi
desaparecido. Cuando ocurría alguno, este era informado por los medios de
comunicación como una noticia relevante.
Al entrar en la autopista programada el
vehículo dejó de tener autonomía propia, por lo que mientras se deslizaba por
la carretera inteligente, Juan se dispuso a leer la prensa a través del
ordenador personal que llevaba a bordo. Ese día todos los diarios recordaban lo
que hacia cien años fue una noticia trascendental para la humanidad, pues se
cumplía un siglo del descubrimiento de la vacuna contra el cáncer, ya una
enfermedad totalmente erradicada.
Transcurridas
dos horas aproximadamente, el automóvil dejó como estaba previsto la autopista
para adentrarse por la entrada oeste de Torredelcampo. Nada más incorporarse, desde
lo alto de una colina señalizada con el nombre de El Caballico se detuvo a
contemplar el pueblo de su antepasado que desde allí aparecía recostado, como
dormido sobre los montes que lo rodeaban. No era muy grande en si. Desde allí
se apreciaban los edificios del casco antiguo con viviendas de tres y cuatro
alturas que se diferenciaban de lo edificado con arreglo a las normativas medio
ambientales vigentes.
A
la entrada del pueblo pudo observar una vieja y antigua estación de tren que
habían conservado, seria la misma que ya describiera su antepasado. Enfiló una
avenida que se abría a las espaldas de la citada estación, y se dirigió al
centro del pueblo. Dejó su vehículo en el aparcamiento del hotel donde se
instaló, y al poco abandonó el mismo. El primer contacto había sido con el
empleado de recepción y ya notó en su manera de hablar un cierto acento y seseo
que su antepasado ya manifestaba como forma de hablar en el pueblo y que a
pesar del tiempo transcurrido aún persistía.
La
plaza cercana al hotel donde se hospedaba seguía siendo rectangular. Bajo la
misma se ubicaba un auditorio con un cartel con el nombre de La Floresta. Ese día
representaban La Malquerida
por actores de un grupo de teatro local. También hacia las veces de cine y sala
de conferencias. La puerta principal estaba situada delante de un jardín
salpicado de árboles centenarios.
Juan,
disponía solo de dos días, por lo que tenía que darse prisa. Lo primero que
hizo es dirigirse al Centro Cultural donde recogió información sobre los
lugares a visitar, luego, pasó por el Registro Civil donde buceó por sus
archivos repasando el árbol genealógico de su familia. Esto le llevó casi toda
la tarde pero valió la pena ya que ahora disponía de datos sobre sus
antepasados desde últimos del siglo XVIII. Después pasó por la iglesia. El
retablo aún conservaba unas pinturas de un célebre pintor torrecampeño.
Atardecía. La tarde era espléndida e invitaba
al paseo. Repasó el folleto que recogió
en el Centro Cultural y se decidió a conocer la Senda del Olivar, y el
castillo del Berrueco. Llanuras y
colinas de olivos envolvían todo el paisaje. A esas horas sus ramas más altas pintadas
por un sol de cobre daban su último adiós al atardecer. El castillo estaba bien
conservado. Fue restaurado a principios del siglo XXI, así lo decía una placa
en unos de sus muros, recordando también a la alcaldesa que ordenó tal
menester. De camino al pueblo también visitó una torre vigía. Antes de cenar
paseó por calles que aún conservaban muchas el nombre descrito por su
antepasado.
Al
día siguiente, nada más amanecer quiso visitar la ermita y algunos de sus
montes circundantes. Lo hizo siguiendo uno de los paseos que jalonaban a un
lado y a otro todo el curso del arroyo Santa Ana hasta llegar a Cuesta Negra. El arroyo discurría por una gran vertiente.
De forma escalonada habían construido presas, de modo que pequeños pantanos
retenían no solo el agua que manaba del arroyo sino también las de las lluvias.
Cañaverales, aneas, carrizos y otras plantas acuáticas por entre las cuales se
escondían patos y otras aves daban vida al arroyo. El agua retenida auto-abastecía
más que suficiente a la población. El arbolado a todo lo largo del camino era
muy tupido y frondoso. Llegado a Cuesta Negra se encaminó con dirección a la
ermita.
Encinas
y pinares poblaban los montes tamizados por tomillo, retamas, y espliego. El
visitante solo podía hacerlo a través de veredas ya diseñadas. El grado de
conservación era extraordinario y muy digno de mención. Más adelante comprobó
como siglos atrás, la herida sufrida el monte por una cantera de áridos había
sido taponada y repoblada. El pequeño bosque de La Bañizuela con sus
quejigos y encinas se diferenciaba por su espesura del resto. Una alfombra de
hiedra, esparragueras y madreselvas daban frescura y preservaban al bosquecillo
de la erosión.
La
ermita al pie del cerro Miguelico pintada de blanco y que describiera
repetidamente su antepasado aparecía tal y como la relataba. Santa Ana en su
camerino seguía siendo el centro de la atención fervorosa y mariana del pueblo.
Cuando
salió de la ermita no pudo por menos que permanecer un buen rato contemplando
desde allí el paisaje. El pueblo blanco a sus pies. Al fondo un gran valle todo
pintado por el verde oscuro del olivar.
Al
despedirse de Torredelcampo percibió un sentimiento de tristeza y recordó el
grado de sufrimiento que hubo de vivir aquél hombre que un día tuvo que
abandonar y vivir ya el resto de su vida lejos de esta su querida tierra.