Tener que tocar un tema como este me
entristece, ya que hablar de la muerte a cualquiera le sobrecoge y a mi el
primero, pero a pesar de ello quiero repasar de cómo eran los entierros y lutos
en nuestro pueblo cuando yo era niño.
En los albores de mi infancia recuerdo la
cantidad de entierros de niños que había. Era casi a diario, la mayoría
lactantes que morían ante el más mínimo problema infeccioso o por cualquier
otra enfermedad o epidemia. Me resultaba muy triste ver aquellos diminutos
ataúdes blancos con pinceladas de purpurina dorada en sus bordes portados en
unas angarillas hasta la puerta de la iglesia y desde allí al cementerio.
Los
entierros se establecían por categorías. Los de una capa eran despedidos desde
la puerta de la iglesia sin más dispendios. Los de dos capas, dos curas
vestidos con capas pluviales acompañaban al cadáver hasta medio camino del
cementerio, y los de tres capas para los más pudientes eran tres los sacerdotes
que acompañaban al féretro hasta el camposanto con todos los honores pompa y
boato.
Era
costumbre que al acompañamiento del cadáver hasta la puerta de la iglesia y
después al cementerio sólo asistiesen los hombres. Las mujeres permanecían en
casa del difunto rezando hasta que los dolientes regresaban. También durante el
velatorio los hombres estaban separados de las mujeres. A estos ya entrada la
madrugada se les tenía una atención con ellos ofreciéndoles alguna copa de
anís.
El
primero en aparecer en el domicilio del difunto era un personaje muy
conocido en nuestro pueblo. Me refiero a Juan González, al que de forma
cariñosa se le conocía como “Ito”, (de Juanito). Éste a la hora del entierro
tampoco faltaba.
Al
frente del cortejo fúnebre marchaba siempre el monaguillo vistiendo
faldones rojos y roquetes blancos de encaje portando un varal con un
cristo dorado adornado con un cilindro de tela negro. El sochantre caminaba al
lado del sacerdote llevando el hisopo de metal metido dentro del recipiente del
agua bendita. El séquito religioso acompañaba al cadáver desde su casa hasta
las escalinatas de la iglesia desde donde se ofrecía unas cortas exequias
formando parte de las mismas un responso en latín. Cuando el féretro era
rociado con agua bendita la muchedumbre acompañaba al cadáver hasta El Llanete,
donde se daba el pésame a los dolientes mientras que los más allegados se
dirigían al cementerio a darle sepultura.
Era
práctica habitual tal vez por respeto no comer en casa del difunto durante el
tiempo que éste permanecía en la casa de cuerpo presente, si acaso una tila, un
caldo, o poco más, aunque hubo un tiempo que motivados muchos por el "cumplimenteo", sobre
todo cuando había por medio una novia o un novio, se estableció la costumbre
que tanto los caldos y cafés en el velatorio y después del entierro la comida
los sirviesen personal especializado en las artes gastronómicas, -lo que ahora
llamamos catering-. Un lujo.
Y después
el luto. Los lutos se establecían también por categorías. Así pues, dependiendo
de la edad del difunto y del grado de parentesco, el luto podía ser riguroso, o
medio-luto. En ambos casos para salir a la calle era costumbre en las mujeres
cubrirse la cabeza con un pañuelo negro anudado al cuello, y por encima de los
hombros arroparse en todos tiempos con una media-manta de lana negra con flecos
en los bordes que era sostenida un ala de ella con una mano, y con la otra para
taparse la cara de la nariz para abajo, pero en los lutos rigurosos las mujeres
aprovechaban para salir a la calle solo a deshoras y en caso de muy extrema
necesidad.
Así
pues, era muy común ver siempre a las mujeres vestidas de negro, mientras que
en los hombres se observaba el luto en la chaqueta, la cual ostentaba un galón
negro de unos diez centímetros cosido dándole la vuelta a la manga. Otros en
cambio llevaban una chalina negra al cuello.
Mientras duraba al menos el medio luto se
establecía una especie de cuaresma o penitencia entre los habitantes de la casa
hasta tal punto de que las salidas quedaban restringidas a sólo lo
imprescindible, como también era norma de obligado cumplimiento el no acudir a
las fiestas o lugares públicos de diversión como a bodas, bautizos, o cualquier
otro tipo de acontecimientos. Asimismo el blanqueo de la casa o de la fachada
quedaban pospuestos hasta la fecha en que se pasaba al medio luto que era
pasados al menos dos o tres años. En las casas donde había radio se
quitaba de la vista de las posibles visitas llevándola a la cámara donde estaba
el granero o cubriéndola con un paño negro. Al paso de las procesiones o
festejos la casa se cerraba incluidas todas las puertas ventanas y balcones,
dando señal de que los deudos del difunto no estaban para celebraciones.
Lutos aquellos, de ropas teñidas de negro,
de aquella España de medio-luto, de luto negro, que algunos la verían en
technicolor pero yo por desgracia la viví siempre en blanco y negro.