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Este relato es para leer la noche de Todos los Santos, ahora también llamada Halowey, y después, si alguien lo prefiere, irse a dormir a la casilla de Manuel.
Hace más de sesenta
años en Torredelcampo...
Las campanas tocaban a muerto en el silencio de la noche, dang... un toque grave reposado y lento, para proseguir con otros dos toques un poco más rápidos: ding, dang, terminando con otro golpe del badajo contra el metal lo mismo que el primero... dang. Así toda la Noche de Difuntos. El aire arrastraba este sonido por el pueblo y las sonoras y lentas campanadas eran mecidas y zarandeadas por fuertes ráfagas de aire, por lo que algunas veces sus acordes se oían más tenues cuando el viento a su capricho llevaba el sonido en otras direcciones.
En casa de Manuel hacía rato que su madre había quitado la mesa después de
la cena la noche de Todos Los Santos, y ahora, toda la familia estaba
sentada alrededor de la lumbre. El abuelo de Manuel extendía sus manos abiertas
en dirección al fuego tratando de calentarse. Todavía no era invierno, pero las
temperaturas habían bajado mucho en los últimos días, de modo que el calor que
producía la lumbre era muy placentero. En la estancia se había hecho un
silencio que solo era roto por el ruido que producían las campanas y el
del aire al chocar en la chimenea originando por ello un silbido ronco que
resbalaba junto con algunas volutas de humo conducto abajo hasta
llegar a la sala.
Manuel rompió el
prolongado silencio cuando preguntó a su abuelo.
– ¡Abuelo! Cuéntame lo que te pasó
aquella vez en la viña.
– ¡No! Contestó rápido la madre de Manuel,
para a continuación agregar: – que luego dices que el miedo no te deja dormir.
Además ya te lo ha contado más de una vez, y más de dos.
El padre de Manuel no
dijo nada, y eso significaba que el abuelo podía contarlo.
– ¡Anda abuelo,
cuéntamelo otra vez!
El abuelo miró a su
nuera y a su hijo y no encontrando reparos a juzgar por la expresión de sus
caras empezó a hablar dirigiendo sus palabras a todos, pero en especial al
zagal. Éste se removió en la silla buscando acomodación mientras su mirada la
fijó en un punto de las brasas del fuego y así estuvo durante todo el tiempo
que su abuelo relataba lo que le acaeció.
–Verás. Mi padre me
decía que nunca me quedase a dormir en la viña. Yo también se lo tengo dicho al
tuyo. Tu padre, al fin y al cabo me ha hecho caso, pero yo una vez, sólo una
vez, me quedé a dormir en la casilla, -la casilla era una especie de cobertizo
donde se albergaban los aperos de labranza y servía de refugio cuando
llovía-fue un día hace muchos años, cuando cogimos las nueces. Estábamos
yo y tu padre que está aquí con nosotros y lo puede atestiguar. Después de
derribarlas del árbol y de quitarle las cáscaras, ya al atardecer, le dije a tu
padre que se marchara con la burra al pueblo a llevar aquellas que ya estaban
oreadas, y que al amanecer regresara para llevarnos el resto. Yo me quedaría
guardando las demás para que nadie se las llevase, y eso que tenía siempre
presente la advertencia de mi padre: <<No te quedes nunca a dormir en la
viña, que en la viña por la noche nadie quita nada, pues ninguno se atreve a ir
por miedo a algo que dicen que muchos han visto y que todos callan>>
– ¿Pero qué es? Le
preguntaba yo a mi padre, pero nunca soltaba prenda, hasta que en cierta
ocasión y después de muchas súplicas, me dijo que en una casería hoy
desaparecida cercana a la viña, se contaba que en épocas muy remotas solían
traer a los reos desde la capital, sirviendo la casería como calabozo y
mazmorra. También decían que a más de un preso le habían aplicado la pena
máxima. Contaban, que los dueños de la citada casería aparecieron muertos una
noche en circunstancias tan extrañas que nunca pudo averiguarse el origen de su
muerte. Desde entonces, existe una leyenda en la que señalan que las almas de
todos ellos andan vagando por esos parajes reclamando justicia. Todos
estos comentarios se decían en el pueblo en voz baja, siendo las mujeres las
que menos reparos tenían al hablar de ello. Las mujeres comentaban, que uno de
los que murieron en la casería fue una niña. Yo no creía nunca en esas cosas
hasta la noche que me quedé a dormir en la viña.
El abuelo de Manuel
seguía su relato mientras las campanas continuaban con su fúnebre y cansino
sonido tocando a muerto.
Hizo una pequeña
pausa y prosiguió.
–El caso es que llegada la noche me acosté empleando como cama una saca llena de paja que tenía en la casilla. Quise dormir dentro, pues aunque era todavía verano, ya se notaba el relente por las noches. Era una noche oscura, sin luna. Una vez acostado pensé que aquél ruido que llegué a percibir seria el crujir de las ramas de las nogueras al mecerse por el viento, o tal vez el de las carrascas que había en las lindes, pero no, aquellos susurros cada vez más audibles parecían como lamentos. Eran como gritos de alguien llorando. No le hice caso e intenté dormirme. Pero aquello que parecieran gemidos eran cada vez más perceptibles. Me incorporé. No podían ser las ramas de la noguera ni tampoco las de las carrascas, ya que no hacia viento que las pudieran mover.
El abuelo hacía pequeñas pausas como esta vez, para mirar a los reunidos comprobando su grado de interés en su relato. Todos estaban absortos, en especial su nieto. Viendo el grado de atención prestada prosiguió:
– ¿Qué podía ser aquello? Me preguntaba. De pronto, por el camino de la linde vi una luz muy pobre y bamboleante, y unas sombras que iban avanzando, pues aunque no habían entrado por la vereda dentro de la viña, iban a pasar por el camino principal a pocos metros de donde me encontraba. Se iban acercando. Eran cuatro o cinco bultos. Los vi desde el agujero de la ventanilla de la cabaña. La puerta ya la había cerrado yo metiendo un palo dentro del orificio de la pared haciendo retranca. El primero de ellos llevaba un farol en la mano, y le daba la mano a una niña de unos siete años. Todos iban con ropas que pertenecían a otra época, casi como las que visten los frailes franciscanos. La niña lloraba y entre sus sollozos pude entender algo así como: ¿Dónde está mi mamá? Yo tenía un nudo en la garganta y me quedé helado. Quería moverme pero no podía. Había algo dentro de mí que me atenazaba, que no era otra cosa que el miedo. Quería hablar pero era imposible. Ya los tenía muy cerca pero los de la extraña procesión no repararon en la cabaña, de modo que esto tranquilizó algo mi estado de ánimo demasiado sobresaltado. Entonces tragué saliva y di una voz. No sé lo que pude balbucir. Creo que dije: ¡Quien anda ahí! Pero ninguno de aquella extraña hilera de personas o lo que fuese se dio por enterado siguiendo su camino. Ya no pude dormir en todo el resto de la noche, y allí estuve en la cabaña hasta que llegó tu padre por la mañana temprano, y menos mal que llegó.
El abuelo de Manuel terminó el relato y miró a los reunidos esperando una sonrisa de alguno pero no fue así, ya que al parecer estaban muy enfrascados en su leyenda.
–Eso fue todo lo que me pasó.
Hizo una pausa y a continuación agregó dirigiéndose a su nieto: – Para que te
sirva de lección, tú, cuando veas que los rayos del sol le dicen adiós a las
ramas más altas de las nogueras, no te quedes en la viña y regresa al pueblo
rápido.
Dijo esto último en clara
advertencia al zagal.
Se hizo otro
silencio. El padre de Manuel intervino.
–Padre, siempre te he
dicho que aquello no lo viviste, sino que lo soñaste. A veces sueña uno cosas
que se confunden con la realidad.
– ¿Sueño? Siempre me
dices lo mismo. Aquello no fue un sueño, ni estaba bebido esa noche. A mí, en
los años que tengo nadie me ha visto borracho.
– ¡Vamos Manuel, a la
cama, que ya es hora de acostar! – Interpeló la madre a Manuel.
–Si, pero cuando se
suba el abuelo a su habitación.
– ¡Ves como no es bueno que el abuelo te cuente esas cosas! –Replicó la madre.
Nada más echarse en la cama Manuel adoptó una posición casi fetal como buscando protección dado el miedo que tenía, y trataba de dormirse así acurrucado y casi con el embozo cubriéndole la totalidad de la cabeza pensando en la historia que le había contado su abuelo, mientras que las campanas de la iglesia seguían tocando a muerto como era costumbre en Torredelcampo la noche de Todos los Santos: dang... ding dang... dang.
Pasaron muchos años y ahora Manuel, aquél chaval, era el dueño de la viña. A pesar del tiempo aún permanecían erguidas y vigorosas las nogueras. La cabaña de aperos se conservaba todavía en pié, aunque algunos años le ponía algunas tejas nuevas y pintaba de cal la pared de la entrada y la de un lateral. El resto era terrizo cavado en un desnivel de un terraplén en una linde. Todo lo conservaba igual que cuando vivían sus padres y su abuelo, ya desaparecidos. Lo único que había cambiado era el paisaje del entorno, proliferando cerca de la viña algunas edificaciones de recreo de gentes del pueblo y otras venidas de la capital.
Manuel iba a la viña muy asiduamente y venía observando últimamente como un nuevo vecino lindero había construido una vivienda a unos cientos de metros de su propiedad. Sólo había hablado con él una vez, y atribuyó por su acento que no era de la comarca. La casa la había levantado en poco tiempo pero no por eso habían reparado en gastos a juzgar por lo sólida de su construcción, además de lo grande y majestuosa, resaltando sobre todas las demás, teniendo incluso piscina y no pequeña según se observaba desde lejos. Él veía a esta familia trabajar en la casa hasta que la dejaron es de suponer completamente a su gusto, e interpretó que pernoctaban por las noches ya que cuando él se iba al ponerse el sol, ellos quedaban allí, y cuando volvía al día siguiente el coche de los vecinos seguía estacionado en el mismo sitio.
Pasado un tiempo
llegó un día que dejó de verlos ni tampoco el coche, y pensó que tal vez
estuvieran fuera de vacaciones o por alguna otra razón, pero su zozobra fue en
aumento a medida que transcurría el tiempo y no veía señal de vida de sus
nuevos vecinos. Fue entonces cuando después de varios meses decidió preguntar a
otro vecino que asimismo tenía un chalet cercano. Era éste un hombre culto.
Según los comentarios había sido en su vida laboral profesor en una
universidad, y al quedarse viudo compró una parcela y construyó una vivienda
donde pasaba solo largas temporadas en aquella su pequeña finca cercana a la
sierra.
Manuel se aproximó
hasta la casa donde el citado profesor hacia vida de ermitaño. Lo encontró
leyendo un libro a la sombra de una parra muy tupida que había en la puerta.
Manuel no había hablado nunca con él, sólo lo saludaba muchos días desde el
coche por gestos levantando la mano a modo de saludo cuando se cruzaban ambos
por el camino principal.
– ¡Buenos días!
– ¡Hola buenos días!
–contestó el profesor.
Un perro grande que
estaba adormilado salió corriendo al encuentro de Manuel ladrando.
– ¡Quieto! –Le
recriminó su dueño para agregar: –Acérquese, no hace nada. Es un perro noble y
bueno.
–Mire, verá,
prosiguió Manuel cuando el perro se hubo alejado. El caso es que venía a
preguntar sobre si usted sabría algo de nuestros vecinos de al lado, ya que no
los veo desde hace tiempo, y observo el estado lamentable de abandono de su
finca.
El profesor miró a
Manuel al mismo tiempo que su rostro cambió de tener casi dibujada una sonrisa,
a esbozar en su semblante un rictus de preocupación.
– ¿Tiene usted mucha
prisa? –le preguntó al mismo tiempo que señalaba una silla invitándole a
sentarse.
Manuel se sentó en la
silla que le indicaba la cual estaba al otro extremo de la mesa-velador que
utilizaba el profesor.
–Bien. En primer
lugar somos vecinos y no sabemos nuestros nombres. Yo me llamo Jorge ¿Y usted?
El profesor
hizo esta pregunta al mismo tiempo que extendió su mano hacia la de Manuel.
–Yo Manuel–dijo este.
–Bueno amigo mío.
-Habló el profesor. -He de confesarle una cosa en referencia a nuestros vecinos
objeto de su visita. Soy una persona que hasta hace muy poco era muy escéptico
a los temas ocultos, pero después de lo que yo he visto y observado le puedo
asegurar que he cambiado de opinión. No sé qué será, ni por qué se producen los
extraños fenómenos que le indicaré, pero la realidad es que en este paraje pasa
algo muy raro.
El profesor hizo una pausa, miró a Manuel
y continuó.
–Me ha preguntado usted por los nuevos
vecinos ¿verdad? Bueno pues se han ido, y me temo que ya no volverán, al menos
para vivir en su nueva casa. ¿Qué por qué? Yo no tengo miedo, pero ellos sí, y
por eso se han marchado. Se han marchado porque muchas noches los perros ladran
a algo que ellos ven y que los seres humanos no percibimos, para después salir
despavoridos buscando protección corriendo y aullando de forma lastimera. Yo he
visto extrañas procesiones de sombras y luces tintineantes entre la bruma por
las noches, muy parecido a lo que los gallegos llaman la Santa
Compaña. Por todo esto que yo he visto y ellos también, conseguí a
través de mis contactos en Madrid para que vinieran estudiosos sobre la
parapsicología, a indagar sobre estos hechos después de que los dueños me
pidieran consejo. Al poco estuvieron aquí un grupo de personas experimentadas
en estos temas y pasaron una noche en su casa. Recogieron spicofonias, e
hicieron otros experimentos con una serie de artilugios que trajeron. El
resultado fue positivo ya que las spicofonias fueron muy audibles pues en las
mismas se escucharon voces y gritos aterradores. También filmaron extrañas
sombras donde aparentemente no había nada, y observaron en el transcurso de la
noche como las puertas se cerraban de golpe y otros objetos se ponían en
movimiento desoyendo los parámetros más elementales de la física.
Los mismos investigadores posteriormente, hicieron un estudio de este paraje y determinaron que está situado en las lindes de un triángulo esotérico maldito formado por varios pueblos limítrofes al que nos encontramos, y que la casa que habían construido nuestros vecinos la habían edificado próxima a lo que fueron las ruinas de un antiguo caserío donde murieron en extrañas circunstancias toda una familia hace mucho tiempo.
Manuel no podía salir de su asombro. A continuación le explicó al profesor aquella historia que ya le contaba su abuelo y que coincidía en parte con los hechos narrados por el profesor. Éste quedó asimismo asombrado. Después se despidió, no sin antes demostrar su admiración hacia él, por pernoctar sobre todo por las noches, en tan lóbrego y tenebroso lugar.
De camino a casa,
Manuel pensó en las viviendas dispersadas por todo el paraje. Posiblemente no
hubiesen reparado aún en estos extraños fenómenos, y si así fuera lo mejor era
callar. Callar por muchas razones ¿Cuántos habrán visto algo y
callan? Pensó. Sí, lo mejor era callar ya que estas cosas... Pero él
tenía que contárselo al menos a su hija que estaba empeñada en construir una
vivienda de recreo en la viña. Difícil situación. Muy difícil.
Pero la hija de
Manuel no se amedrentó, y construyó pasado el tiempo una vivienda en la viña.
Años más tarde...
Una Noche de
Difuntos, la hija de Manuel dormía en la vivienda que años atrás construyó en
la viña. Unos golpes en la puerta la despertaron. No quiso molestar a su marido
que dormía plácidamente. Miró por la ventana y se inquietó al reconocer a pesar
de la negrura de la noche a su padre. ¿Qué querría dadas las horas que eran?
Bajó las escaleras mientras su perro en el exterior ladraba de forma
quejumbrosa. Nunca lo había oído aullar de la manera que lo hacía tan triste y
lastimera. Abrió la puerta pero no había nadie. Salió al exterior y
comenzó a llamar a su padre a voces. Miró una y otra vez en todas direcciones
sin resultado positivo. Sólo pudo distinguir algo alejada, una sombra entre la
bruma de la noche que se unía a otras sombras, las cuales caminaban en hilera y
en total silencio por el sendero del camino, ayudadas al parecer por una
tintineante luz. Era sábado, e interpretó que presumiblemente fuesen algunos
jóvenes de las edificaciones cercanas que regresaban disfrutando del fin de
semana. Llovía, pero a pesar de ello quiso dar la vuelta al edificio
para cerciorarse sobre donde podía haberse metido su padre, pero sólo consiguió
empaparse, sobre todo el pelo y la bata con la que se cubrió al tiempo de
salir.
Volvió de nueva a la
cama. Su marido seguía durmiendo apaciblemente e intuyó que no había percibido
nada que le hubiese hecho despertar. Al día siguiente trataría de aclarar lo
sucedido, pensó. Después quedó nuevamente dormida.
Su esposo la
sacó del letargo, mientras el teléfono móvil no paraba de sonar. Con el
teléfono en su mano no pudo por menos que exclamar un grito al recibir la
noticia.
Su marido angustiado
le preguntó:
– ¿Qué pasa?
– Es... es... mi
madre... dice... que mi padre ha muerto.
La hija de
Manuel bajó de la cama rápidamente. Cogió la bata para abrigarse y
comprobó que estaba mojada. Quedó perpleja unos instantes y recordó la
pesadilla vivida por ella esa noche. Aquello que según recordaba le pareció un
sueño, ahora dudaba que lo fuese ya que la bata que sostenía entre sus manos
estaba humedecida. Pero..., no podía ser... No podía haber sido
real. Se preguntaba con la bata entre las manos.
Su esposo le ayudó a
sacarla de dudas. Fue hacía ella para abrazarla, para a continuación exclamar:
-¡Dios mío! ¡Pero si
tienes el pelo chorreando!
Cuando salieron al
exterior el perro estaba guarecido en su caseta emitiendo aullidos tristes y
afligidos. El viento les pareció que mecía murmullos de personas no muy
distantes, aunque puede que tal vez fuese el ruido que producían las grises y
plateadas ramas de las nogueras al ser acunadas por el
aire.
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¿Qué no saben ustedes donde está la viña de Manuel? Verán, está subiendo
por el camino que va para... ¡Ése mismo que usted está
pensando!
Habrá quienes crean que esta historia es real, en cambio otros pensarán que es producto de la imaginación de este que escribe, pero para sacarte de dudas te daré un consejo, y es que no te acerques por esos parajes después de ponerse el sol la Noche de Difuntos.