Llegado el mes de julio todo el mundo habla de vacaciones. La
mayoría de las ciudades se vacían de gentes marchándose a otros lugares donde
disfrutar del descanso y el esparcimiento merecido, así que por lo general las gentes ponen rumbo,
unos buscando el mar, otros la montaña, y
aquellos que tienen la suerte de tener pueblo, a su pueblo.
Disfruto a través de los medios viendo a los niños jugar en la playa, correteando otras por
senderos de bosques frondosos donde en cada cañada discurre un arroyo de aguas
limpias, o jugueteando por callejuelas de pueblos despoblados en invierno y que
ahora vuelven a tener vida.
En mi niñez, muchos niños como yo temíamos que el maestro
anunciara las vacaciones estivales porque a partir de ese momento el campo y su aula infinita se poblaba de chiquillos
ayudando a nuestros padres en las penosas y duras faenas agrícolas durante los
meses de julio y agosto, soportando con ello el calor, aguantando la canícula. Y allí, en
aquella chicharrera, me imaginaba con mis cortos años si sería peor o mejor el
infierno, aquél infierno que nos retrataba don Federico el párroco en las
clases de catecismo, adonde iríamos condenados si éramos malos y no cumplíamos la ley de Dios.
Recuerdo ir espigando, recogiendo las espigas que saltaban al
rastrojo al ser cercenadas por la hoz de mi padre e iba introduciéndolas en las
gavillas. Llevaba como parte de mi vestimenta un pantalón corto con tirantes
cruzados en bandolera, ya que la puesta del
pantalón largo no correspondía hasta llegada la pubertad y yo era un
niño con nueve o diez años a lo sumo, por lo que mis piernas se poblaban de
arañazos producidos por los afilados cortes de las cañas del rastrojo. Asimismo
recuerdo a las moscas que acudían a la sangre de los rasguños mientras que yo
intentaba sin conseguirlo zafarme de
ellas a base de manotazos.
Mi padre tenía dos tierras de cereal, una de ellas no muy
lejana del pueblo en la que al caer la tarde regresábamos a nuestra casa, y
otra muy distante, en la campiña, donde pernoctábamos en un cortijillo hasta
terminar las faenas. La primera de ellas era un oasis ya que en una de las
lindes había olivas y en los descansos y
almuerzos nos resguardábamos bajo sus sombras del tórrido sol, pero lo
peor era cuando tocaba irnos a la campiña, soportando porque no había ningún
árbol aquél calor del rastrojo agravado por el de los
majanos cuyas piedras "asperoniles" calcinadas por
miles de soles conservaban la lumbre como placas solares y servían de estufa
para caldear aún más la sala infame en
ese tiempo de la campiña, además de servir también para mantener despiertos a
los lagartos. El cortijillo era una caldera, pues al carecer de ventanas,
dentro del reducido habitáculo hacía un calor sofocante, lo más parecido a una
sauna, y era mejor para guarecerse del
sol la sombra de la pared formada por los ases de la mies segada. Para
refrescarnos bebíamos agua de pozo, rica en cal y otras propiedades, entre las
que destaco la de ser muy eficaz para el
tránsito intestinal; agua a la temperatura ambiente, siempre “chonga”, como la
de un café templado.
Estas eran las vacaciones de muchos niños como yo
en aquél tiempo. Alguien que no llegue a entender esto se preguntará si
aquellos padres como el mío no sentían compasión por nosotros. El mío,
aguantaba su dolor impartiéndome consejos para que me aplicara en el colegio y
no llegara nunca a ser un campesino como él y como los de su gremio. Hombres
aquellos como lo fue mi padre, rudos, curtidos por lluvias soles y vientos,
aventadores de granos de mil amos, portadores de alforjas descosidas y vacías
por las que se derramaban las promesas huecas de los gobernantes, lamentablemente y esto era lo
peor, poco valorados por la sociedad que les tocó vivir.
Todas estas penurias me sirvieron después para
forjarme como hombre, porque aprendí
a saber valorar el precio del sacrificio.
Yo, tengo nietos, y nunca quisiera que ellos, ni ningún niño, volvieran a vivir aquello que vivimos muchos como yo,
pero estoy por apostar que más de uno de estos jóvenes de hoy cambiarían de
actitud, esa actitud chulesca de
botellón, cuando esgrimen a veces el consabido “porque yo tengo derecho”. Ese
talante como digo, cambiaria si cursaran
un master labriego como uno de aquellos “Master and commander” que me impartió mi padre en la universidad del
campo.