Me gusta contemplar
esos pequeños huertecillos la mayoría
atendidos por personas jubiladas que
disfrutan cultivando y cuidando toda variedad de hortalizas, predominando en
este tiempo de marzo una planta muy
veterana en nuestro pueblo, me voy a
referir a las habas.
Esta leguminosa que
ahora se cultiva para el consumo y
disfrute familiar en pequeñas parcelas, hubo un tiempo que se sembraba en grandes
superficies rotando con los cereales. Se llegaba a recolectar no cuando las
vainas estaban verdes como ahora, sino que se cosechaban cuando el grano estaba
duro y la mata ofrecía el color
marchito, lánguido, y decaído porque su ciclo vital había terminado.
Las habas se sembraban
con las primeras aguas otoñales. Se iban esparciendo de una en una en el surco
del arado, surco que era soterrado con el siguiente y así la semilla quedaba sepultada y presta para
emerger a la superficie en pocos días siempre que la tierra tuviese el grado de
humedad idóneo. Algunos agricultores para facilitar a la planta su germinación
mantenían a la semilla al remojo uno o dos días antes de sembrarla, pero si
llovía al poco de sembrarse, era lo mejor, ya que esto facilitaba mucho más el
desarrollo de su gestación.
Después de resistir las
frías heladas del invierno por lo que el frio extremo les hacía a las matas
inclinar el tallo hasta besar el suelo, era pues con los rayos de sol de
febrero el tiempo propicio para escardarlas y limpiarlas de malas hierbas. Al
poco, por sus hermafroditas flores pululaban las abejas, lo que garantizaba que
la primavera estaba próxima y que más tarde, de entre sus cañas y hojas
surtirían un sinfín de vainas guareciendo en su algodonado interior tiernas y
sabrosas habas verdes.
Algunas veces durante
el periodo de floración esta planta era atacada por la enfermedad llamada jopo,
tornándose el verde intenso de sus hojas en amarillo lánguido, creciendo a su alrededor unos tallos muy
vistosos de colores a los que los chiquillos llamábamos “varicas de San José”.
Cuando esto sucedía lo mejor era arar la plantación dando la cosecha por perdida.
Las habas en nuestro
pueblo han sido siempre un plato muy recurrente que supo calmar la inquietud y
el desasosiego de muchos estómagos torrecampeños en la posguerra. Las habas
fritas con el primer jamón de la paletilla “pardilla” del marrano que fue
sacrificado meses atrás, que por lo general se dejaba colgado al aire en la
cámara, era, y sigue siendo un plato por excelencia. La sopa de ajo con habas,
y hasta la tortilla de habas, eran platos repetitivos durante la temporada de degustación de esta verdura. Recuerdo a mi
abuela que hacía con las habas ya granadas, casi con el “cascarabito” negro,
una comida con salsa amarilla que le llamaban “sobreusa”, muy rica por cierto.
Las habas ya duras y granadas se servían también en potaje, adquiriendo el guiso
un color parduzco. Sobre este color recuerdo a los hombres del campo que decían
cuando se fraguaba alguna tormenta que las más peligrosas no eran las de color
negro sino las del color del potaje de habas.
Bueno, ya he hablado
hoy de las habas. Esta noche formarán parte de mi cena, así que le he dicho a
mi mujer que no cocine nada, ya que cenaré, panaseite con un “puñao” de tiernas
“jerugas”, unas “aseitunillas machacás”, y un tomatillo. A esto le añadiré unas
virutas de jamón de ese que después de tocarlo te tienes que limpiar la grasa. ¡Hmmmm!
Comida tradicional de mi pueblo, comida mediterránea.
¡Ustedes gustan!