domingo, 15 de diciembre de 2013

EMIGRANTES

        
       
                                                                            Foto de la revista XL Semanal

 Ahí están, el abuelo y el niño, en una estación cualquiera o puede que en un puerto, llorando los dos, despidiendo a sus familiares allá por los años cincuenta. El abuelo de cara arrugada y curtida, compungida esta por el llanto parece tratar de contener la pena sin poder lograrlo. Una expresión de tristeza se refleja en su rostro aparentando aguantar la bola que se le formaría en el estómago antes del sollozo. En la foto, la entereza y fortaleza del adulto incontroladas por la emoción se perciben desmoronadas fomentadas tal vez por el llanto no escondido del niño.   
 He aquí la imagen de aquella España de mi niñez. La imagen del emigrante, de tantos y tantos emigrantes que abandonaron su tierra en pos de sueños necesitados sin más ambición que trabajar para conseguir alimentarse. El rencor a quienes les empujaron a emigrar nunca lo demostraron porque su única lucha era matar el hambre, y eso les distrajo de entrar en otras guerras que de antemano sabían perdidas.
Escenas como las de la fotografía yo las viví cuando era pequeño. Niños y abuelos como el que aparecen en esta foto las sitúo en la estación de nuestro pueblo entre un flamear de pañuelos diciendo adiós y los resoplidos del tren al iniciar la marcha mientras que nubes de vapor oliendo a carbonilla envolvían el andén. Recuerdo a un emigrante en una de las esquinas del Camino de la Estación dejando la maleta en el suelo volviendo una y otra vez a abrazar a su hijo de contados años y de su mujer que lo sostenía en brazos. El niño llorando estiraba los brazos pretendiendo irse con el padre. Mi corazón se contagió con su dolor y no pude aguantar mis lágrimas. Esta escena la conservo cincelada en mi memoria.
Han pasado casi sesenta años y seguramente aquél niño que estiraba los brazos hijo de aquél emigrante que con tan poca edad ya apuntaba a querer serlo de mayor, hoy, algunos de sus hijos o sus nietos le dirán adiós  desde la fila zigzagueante y serpenteante del control de embarque de cualquier aeropuerto para irse a trabajar lejos de España. Triste, muy triste todo ello.
Hubo un paréntesis en aquél éxodo de mi niñez. Duró un largo periodo de tiempo que nos permitió alcanzar un nivel de crecimiento y bienestar que no pudimos preservar, fundamentalmente por gestiones equivocadas, donde el egoísmo y la intransigencia además del descontrol se dieron la mano con la avaricia y la codicia para atesorar todo lo ajeno por muchos de nuestros gobernantes. Por culpa de todos ellos hoy España vuelve a exportar emigrantes; esta vez solicitan guerreros bien formados; gladiadores que como en la antigua Roma estén adiestrados en las mejores escuelas de lucha. Y para ello, para abastecer su demanda, ahí están nuestros universitarios, los nuevos emigrantes yéndose a países lejanos mientras que la tensión social existente en nuestro país por tantas y tantas tropelías se mantiene afortunadamente dentro de los cauces de la convivencia para bien de todos.
Yo espero y deseo que la situación actual en la que nos encontramos dure poco, y que todo se solucione dentro del marco de la sensatez con actuaciones pacificas, y que quienes nos gobiernan y nos gobiernen acierten en aplicar las medidas oportunas para que entre otras cosas España no sea como antes lo fue y lo es ahora, el almacén de mano de obra barata de Europa y de otros continentes más lejanos.
Ojalá que todos los jóvenes que ahora marchan regresen pronto a la tierra que les vio nacer. Que vuelvan a su pueblo, con los suyos, con sus gentes, y no sean como la mayoría de los que se fueron antaño en el tren de nuestro pueblo; muchos de ellos nunca más regresarían -ya lo he dicho en alguna entrada en este blog-. Otros, y de esto estoy muy seguro lo harán algún día para ocupar un pequeño y lúgubre habitáculo a la sombra de algunos de los árboles de delgada y puntiaguda silueta en el parque más silencioso de nuestro pueblo, aquél de recinto tapiado donde vivirán por días y años sin fin.
Es diciembre. Está amaneciendo. Desde mi ventana veo los coches aparcados cubiertos por una gélida gasa blanca que brilla centelleante con la última luz de las farolas. El magnolio que casi acaricia mi balcón mira su reloj esperando impaciente que salga el sol para calentarse y despojarse de su fría película blanquecina. Es domingo y mi calle a estas horas aún no se ha levantado, perezosa tal vez por el frío y la neblina.
El frío y el turrón siempre vuelven a casa por Navidad. Algunos emigrantes también. Ese es mi deseo.

                            ¡Feliz Navidad, amigos!

miércoles, 4 de diciembre de 2013

RUIDOS, SILENCIOS, OLORES, Y PAISAJES ACEITUNEROS



Cuando esto escribí, estaba en mi pueblo.

Al alba, siendo época de recolección de aceituna las calles de mi pueblo se despiertan todas al son del traqueteo de los remolques que se dirigen a los tajos. Para algunos, será este un ruido cansino y desagradable por su incesante golpeteo; para otros como yo, ese sonido se vuelve menos incómodo y molesto habida cuenta de que su alboroto anuncia la recogida de la aceituna, y eso significa que hay trabajo, y si estos sonidos se prolongan durante al menos dos o tres meses es señal inequívoca de que la cosecha es abundante.
Hace sesenta años también al amanecer nuestras calles se envolvían con los sonidos que producían las caballerías al golpear con las herraduras el suelo originando un discreto y relajante rumor. Sus ecos y acordes en las frías madrugadas quedaban suspendidos por momentos entre el vaho del relente, casi meciéndose entre la bruma de los gélidos amaneceres aceituneros; después, estos sonidos se iban diluyendo perezosamente a medida que se alejaban los animales. Algunas mulas iban ataviadas con campanillas y en su bambolear al caminar, el grato y placentero tintineo de los refulgentes metales se mezclaban cada mañana con las voces de los aceituneros que partían para los tajos, los rebuznos de los borricos, el ladrar de los perros y los silbidos de sus amos. Cada amanecer la luz del alba parecía dotar a las gentes de nuestro pueblo de la energía suficiente para una nueva y dura jornada de trabajo. Luego, como ríos caudalosos al principio, arroyos y regueros después, mujeres, hombres y niños se perdían por entre la espesura de los olivares para recoger el fruto en un andar por caminos infinitos y veredas fabricadas por albarcas y alpargatas de lona. 
Y el pueblo entonces quedaba solitario y sordo, con un silencio callado, alterado nada más que por el del tañer de las campanas de la iglesia dando las horarias, y el del ruido de algún que otro chiquillo jugando solo en la calle porque su amigo con ocho años estaba ya ganando un exiguo, mezquino y miserable “jornal de niño” en la aceituna.
Ahora, las gentes naturalmente no van a los tajos andando. Cada mañana después de sufrir el efecto embudo a la salida del pueblo, las hileras de vehículos que los transportan junto con los remolques se pierden todos por entre la amplia red de carriles que serpentean por todo nuestro extenso término. Desde la lejanía parecen dibujar estos senderos en el paisaje un laberinto de arterias y venas superficiales que sirven para dotar al olivar de accesos fáciles para los trabajos. Y después, como antaño, el pueblo sigue quedándose solitario. Sus prolongados silencios se asemejan engañosamente a las mañanas domingueras donde nadie tiene prisa por levantarse, así, hasta poco antes de morir la tarde en que el pueblo vuelve a recobrar su pulso cuando las gentes regresan y la aceituna en el molino llega a transformarse antes de ser aceite en un vale con nombre y quilos que algunos atesoran y coleccionan con un más que exacerbado egoísmo presumiendo con descaro de los guarismos insertos en el boleto. Nada es como antes, nada; ni tan siquiera aquellos olores de antaño en tiempo de recolección de aceituna. ¿Quién no recuerda los olores de nuestras calles en aquél tiempo que acabo de dibujar con las palabras? Nuestro pueblo olía a almazara, a molino, a aceituna. Llevo ese olor impregnado aún en mí pituitaria desde cuando era niño y sin pretender que alguien me considere un  chauvinista, todo ello me hace recordar entre otras cosas a la “jerga” que no eran otra cosa que sacos de pita donde se envasaba la aceituna y que a lomos de las caballerías se transportaba hasta el molino. A veces llegaban a chorrear estos sacos por el zumo de las aceitunas embriagando las casas después de ser vertidos en la rampa de las trojes en los molinos. Todo quedaba bañado por el olor agridulce de la aceituna: los fardos, las espuertas de pleita, la ropa, todo, incluso aquella rampa llamada limpia donde se limpiaba de ramas, hojas y de impurezas el fruto antes de ser envasado. Cuando era muy pequeño y mi padre me llevaba de “excursión” a la aceituna, me gustaba recibir las caricias de los golpes de aquellas aceitunas que se despeñaban limpia abajo. Después, cuando lo hice sin tener edad para ganar un jornal, comprendí que el recreo se me había terminado y aquellas leves caricias dejaron de ser ya perceptibles por mí.    
Salgo a la calle. No me gusta pasear por mi pueblo cuando no está la gente de mi pueblo. Un extraño sentimiento me invade difícil de definir. Las calles están semidesiertas. Algún coche que otro mientras paseo, de manera esporádica. irrumpe la quietud de la amplia avenida por la que deambulo. Muy a lo lejos se oye el piconero pregonando su negra mercancía. Al poco regreso a casa. A lo lejos diviso a la sierra envuelta toda ella con una blanquecina sábana de bruma. Hace mucho frío y los montes intentan arroparse con un sol lánguido amarillento y enfermizo. Supongo que llevan muchos años haciéndolo pero Jabalcuz ahí está, eterno, no envejece como lo hago yo. Hoy quisiera ser de nuevo niño para esperar el regreso de los aceituneros a su entrada al pueblo para cantarle aquello de:
Aceitunero de pio pio. Cuantas fanegas has recogio. Fanega y media, y el culo frío.
Mañana regreso a Madrid. También sé recordar cosas de mi pueblo desde allí. Os la seguiré contando.


domingo, 1 de diciembre de 2013

LOS SONOROS

        
     
Nos sentamos los dos frente a frente para poder taladrar así mucho mejor nuestros recuerdos. Llevaba sesenta y cinco años o más sin haber cruzado más de cuatro palabras con él; es decir toda mi vida, y ahora disfrutando del otoño en el que por la edad ambos estamos inmersos, nos encontrábamos en la cafetería del hotel de nuestro pueblo una tarde a la hora en la que la máquina del café dormía y el vino y la cerveza aún no se habían levantado de dormir la siesta.  Fue en esa hora muerta cuando al sol en el horizonte sólo le faltaba metro y medio para perderse por los confines del Caballico. Era tiempo otoñal, tiempo de simienzas olvidadas, de graneros vacíos, de celemines y cuartillas holgazanas que ahora descansan en los atrojes entre recuerdos y telarañas de un tiempo que se nos fue.  
A Francisco Armenteros, el músico, mi interlocutor, le recordé el barrio donde siendo pequeño yo lo tenía ubicado. No erré. Efectivamente él en su infancia jugaba en una calle distante y alejada de la mía, pero estoy seguro que habiendo vivido cerca de Quebradizas, muchas veces tendría que haber jugado con las bravas aguas del arroyuelo que bajaba por la inclinada calle como consecuencia de aquellos duros y largos temporales que obligaban a muchos a mear en la cuadra. Entonces, él jugaría en aquella reguera con algo que flotase a lo que le llamaría barco, y que se despeñaría al final de la calle por el precipicio existente en busca del arroyo al tiempo que la casilla del hombre del patín seria testigo de tantos e incontables naufragios.  
Quise hablar con Francisco para que me ampliase datos y recuerdos de su etapa en el conjunto musical: Los Sonoros, porque quería mostrarle la vieja estampa que guardo en mi memoria de verlos actuando subidos en el remolque de un tractor en la Puerta Martos. Sería en el sesenta y cinco cuando les escuché en el lugar ya reseñado aquella canción de Los Sirex: Si yo tuviera una escoba. Quiero soñar entre la bruma del tiempo y no equivocarme de que cuando  nacieron Los Sonoros sus componentes entre otros eran mi interlocutor Francisco Armenteros, su hermano José Antonio, también Antonio Pegalajar, y mi amigo de la infancia Manuel Rubio.
Quién de mi época en nuestro pueblo no recuerda a Los Sonoros interpretar canciones de Los Brincos, tales como Con un sorbito de champán, me dijistes adiós, y Mejor, entre otras muchas, también Los sonidos del silencio de Simon & Garfunkel, y cómo no, aquella de tan buenos recuerdos: Quiero una motocicleta de Los Bravos. Fueron Los Sonoros los que desplazaron de aquella feria de nuestros tiempos a la animadora y a la Orquesta Sahara; orquesta esta, que año tras año por su buen hacer nos deleitó con su música.
Me recuerda Francisco a otros que llegaron a formar también parte del grupo musical, entre los que se encontraban: Juan Real, Amador Pérez, Raimundo Moral, y también los desaparecidos: Manuel Alcántara, y Ortega, éste último el hijo del que fuera guardia civil.
El conjunto Los Sonoros nació al igual que lo hicieron otros en distintos pueblos y ciudades de nuestra querida España cuando la juventud de la que yo formaba parte nos dimos cuenta de que nuestro progenitores pertenecían a una generación arcaica de la que no queríamos formar parte, y nos aferramos a la música como la mejor caja de resonancia para cambiar todos los hábitos existentes. Esto supuso un cambio muy profundo en todo, casi radical, que se reflejaba hasta en nuestra manera de vestir. Fue todo aquello como una pequeña revolución que nos marcó a todos los jóvenes de aquella época, donde logramos por fin, entre otras muchas cosas que las máquinas de cortar el pelo en nuestro pueblo llegaran a oxidarse en las barberías para demostrar que las greñas el tupé y las patillas largas eran signos de modernismo.
Los Sonoros sirvieron como hilo transmisor de todo ese cambio profundo de tendencias en nuestro pueblo, siendo la televisión el instrumento receptor donde ellos se veían reflejados en programas como Escala en Hifi, tan de moda en la única cadena existente donde las canciones que interpretaban los cantantes y los grupos de aquellos tiempos en la pequeña pantalla rápidamente las escuchábamos con las voces y la música de ellos. Recuerdo con cariño a Los Sonoros grupo musical pionero en nuestro pueblo y  la voz tenue y melodiosa de mi amigo de la infancia, Manolo El Parejo; hoy se ha vuelto más ronca, curtida por los palos de la vida, y difiere de aquella tan acaramelada de cuando interpretaba a Adamo. Ahora le escucho mientras se ahonda con valentía en otros palos, los palos del flamenco con reconocido mérito. Su voz se ha vuelto más grave desgarrada y rota por el paso de los años, pero dotada con el timbre quejumbroso que la madurez y la experiencia le han otorgado. ¡Lástima que en aquellos tiempos no tuviese padrino!   
Sigo nutriéndome con la conversación de Francisco, Paco para los amigos, y yo quiero serlo a partir de hoy. Continuamos con nuestra charla mientras que ya avanzada la tarde sin oponernos a ello dejamos a que el sol en este tiempo de octubre al sumergirse en el horizonte entre rojas y encendidas llamaradas fuera pintando a las aceitunas poco a poco como acostumbra en esta época otoñal permutando su verde color por el de toda una gama de bermellones y granates.
Me recuerda Paco que Los Sonoros no sólo actuaban en nuestro pueblo, sino que iban a muchos otros de nuestra provincia, y se acuerda cuando en uno de ellos actuaron en un molino de aceite dentro de la troje disfrutando del olor penetrante del alpechín el cual empapó no sólo sus ropas sino todo su instrumental. También de cuando fueron a una pedanía, y que al llegar a ella se toparon con una procesión donde un reducido número de personas acompañaban a una imagen religiosa. Del grupo, dice que salió un señor muy enfadado y se dirigió a la furgoneta donde iban todos los del conjunto y les dijo: ¡A buenas horas llegáis! En la creencia de que el grupo musical tenia la obligación de acompañar con la música a la procesión.
Fue muy enriquecedor lo que aprendí de Paco en tan poco espacio de tiempo, y le emplazo si él quiere para de nuevo charlar y fortalecer con ello mi memoria con muchas de las vivencias de este músico profesional del clarinete de la Banda Municipal de Jaén, además de polifacético.
Cuando en la puerta del hotel nos despedimos estaba oscureciendo. Las luces de los coches en caravana en la amplia avenida me hicieron creer por momentos que se trataba de un arroyuelo de la M30 madrileña. El eco de las campanas de nuestro pueblo me sacó de mi corta duda.
De regreso a mi casa, estando en otoño, a esas horas en la época aquella que he recordado con Paco Armenteros, Torredelcampo se envolvía con una neblina de humos de lumbres con sabor a guisos. Cambiamos muchas cosas. Otras no deberíamos haberlo hecho.   


domingo, 3 de noviembre de 2013

EL CANDIL


Estoy completamente seguro de que muchos jóvenes de hoy no saben lo que es un candil, y si lo saben no lo han utilizado. Otros, los de la generación de mi padre dirán que este instrumento en desuso hoy, fue un utensilio primordial en todas las casas llegando a albergar cada hogar no solo uno sino dos o más candiles.
El candil que yo conocí era un aparato de metal con un recipiente  lleno de aceite  con una mecha empapada ardía por absorción sirviendo la llama para alumbrar. A la mecha se la conocía como torcía, y al humo que desprendía al apagarlo, pabilo. Al ser nuestro pueblo por excelencia olivarero, ni que decir tiene que la materia prima estaba asegurada, y el hecho de que el aceite era y sigue siéndolo de la mejor calidad los destellos luminosos que produciría su llama serian de un fulgor tal, que me imagino que en tiempos más remotos alegraría a muchas suegras durante las horas en las que el novio hablaba por la noche con la hija en su casa. A propósito, uno que tiene buena memoria recuerda una coplilla picante que canturreaba un amigo extremeño que decía:
El candil se va a apagar, y mi madre no está aquí. Yo no digo que te vayas, pero, para no hacer “na”, ¿qué es lo que pintas tú aquí?  
No sé el año exacto en el que la luz eléctrica llegó a nuestro pueblo. He hecho averiguaciones a través de Internet y en nuestra provincia parece ser que dieron prioridad de principio a las poblaciones con mayor número de habitantes, y al pueblo nuestro como a otros de igual o parecida población no llegó la electricidad hasta principios del siglo pasado. Naturalmente que este invento se iría introduciendo poco a poco en los hogares; primeramente en aquellos donde el bolsillo era más holgado, llegando posteriormente de manera gradual a instalarse en el resto de las viviendas. Muy parecido a lo que yo viví y podemos contar los de mi edad con inventos como el radio, o la televisión.  De lo que si me acuerdo es de aquellas primitivas instalaciones eléctricas en las casas de cordones trenzados sujetos a la pared con diminutas jícaras, y que por el peso debido a las sucesivas capas de cal llegaban a curvarse. También recuerdo aquellos interruptores con el pellizco de madera.
Estoy seguro de que al principio el enganchar la luz, término este muy utilizado en nuestro pueblo seria muy costoso y digo esto porque en mi niñez conservo en mi memoria una casa con un agujero en el techo que servia para alumbrar el piso de arriba pasando el cordón y la bombilla desde el piso de abajo por el boquete. Era una manera de economizar.
Pero volviendo al candil de mis tiempos, éste, por lo general siempre estaba colgado en la repisa de la chimenea o en la pared, y en este caso con un cartón entre ambos para mitigar las manchas en el muro. Casi a todos ellos se les veía un palote que asomaba por el recipiente y que servia para avivar la torcía, y en su defecto, otras, hacía las veces para este menester la horquilla del moño de la abuela. El candil en mi niñez solo se usaba cuando había un corte de energía, y raro era el día que no había un apagón. En los cortijos naturalmente el candil era el utensilio que servia para alumbrarse.
Un taxista madrileño ya jubilado que vive en mi barrio me contó que antes de ejercer como tal, fue camionero allá por los años cincuenta y que en cierta ocasión llevando un cargamento de bidones de aceite vacíos cuyo destino era Martos, su ayudante hombre libertino y calavera que sabía de una casa a las afueras de nuestro pueblo en donde mujeres de dudosa reputación servían copas de aguardiente, –no quiero extenderme más-, quisieron tomar una copichuela y al entrar al pueblo la carga de bidones era  tan voluminosa  que llegaron a chocar los envases con el tendido eléctrico originando un chisporreteo tal, que los cables quedaron muchos en el suelo por lo que el pueblo quedó a oscuras.
          Le pregunté:
         -¿Llegasteis a ejecutar la faena? Es decir... a tomar la copa de aguardiente.
         -Si, a la luz de un candil –me respondió.
         Muy romántico, sí señor.
       Cuando le veo le digo que nuestro Ayuntamiento tiene una factura pendiente de cobro desde aquella fecha tan lejana correspondiente a los daños y perjuicios causados.
         El me contesta:
         -Que no se entere el alcalde de que soy yo el deudor.
         -Alcaldesa, ahora alcaldesa -le corrijo.
         -Bueno, pues habla con ella para que anulen esa factura, porque entiendo que no fue delito que por saciar mi incontinencia, la de tomar una copa de aguardiente, me reclamen una deuda que yo no la hacía pendiente.  
        -Se lo diré. Descuida, pero sin rima. Faltaría más.

lunes, 7 de octubre de 2013

TIEMPO DE CASTAÑAS

        
Existe un parque cerca de mi domicilio en donde  en uno de sus escondrijos rincones es tan frondosa su arboleda que llegan a abrazarse los castaños que pueblan y dan vida a un pequeño vergel pues sus ramas entretejen y trenzan a una tupida red de hojas y enramado que impiden que el sol no llegue a colarse ni en aquellas ocasiones en las que el viento llega a mecer su espeso y compacto follaje. Su impenetrable y fresca sombra es aprovechada en el verano para dar cobijo a diversos grupos de personas mayores que se reparten bajo su amplio perímetro jugando a las cartas, sentadas alrededor de mesas estáticas e inamovibles disfrutando de la agradable temperatura que produce este pequeño oasis descrito.
Hoy, casi recién estrenado el mes de octubre he pasado por el mismo parque un día después de que la lluvia besara el oro encendido de las hojas otoñales de los castaños referidos.  No hay nadie sentado en los bancos; estos, ahora, al igual que las mesas, están salpicados de hojas muertas, las cuales antes de morir, no quisieron pintarse con el color céreo triste y apagado de la muerte, sino con un variado contraste de preciosas tonalidades, predominando el ocre entre los amarillos dorados y los verdes pálidos. Entre la amplia gama de tan bonitos colores veo relucir tanto en el suelo como en los bancos y hasta en las mesas descritas, unos pequeños bultos marrones con un brillo de barniz que deslumbra. Son las castañas que al caer del árbol envueltas en su funda de erizo estallan sobre el suelo dando lugar a que el fruto abandone el lecho en el que fueron fecundadas, apareciendo relucientes entre un manto de hojas otoñales que alfombra el pavimento.
Las castañas me retrotraen y por este motivo avivo mis recuerdos de un ayer, porque este fruto otoñal cuando aparecía cada año por primera vez en nuestro pueblo era para la Feria de San Lucas. Pero aparte de las castañas quienes también anunciaban la feria de Jaén eran las recuas y reatas de mulos, asnos, y caballos que desde otros pueblos pasaban por el nuestro camino del ferial jaenero donde sus dueños tratarían de venderlos. Todo el mundo esperaba a que llegara la feria de ganado de la capital para hacerse o deshacerse de la caballería que necesitaba o le sobraba. Y allí, en la campa ferial, en aquella amplia explanada con alguna pendiente –quiero recordar – se daban cita los tratantes de ganado, de ellos, una gran mayoría eran gitanos. A estos, recuerdo verlos abriéndoles la boca a los animales para calcular su edad y  arrastrando varas por el suelo para que al iniciar el animal la marcha demostrara viveza y celeridad, todo, entre relinchos, rebuznos, silbidos, y gritos del gentío que mezclado con el olor a boñigas y otras perlas aderezaban el mercado.
En los años de mi niñez cuando el tractor aún tardaría en llegar, y las únicas máquinas de la que disfrutábamos eran las de coser de pedal y las de moler el café –por ser más cierto, cebada tostada –las múltiples labores del campo, todas, se hacían con la ayuda de animales. Me pregunto, cuantas caballerías estarían censadas en nuestro pueblo, porque al disponer cada animal de una guia que era su historial, es posible que existiera un registro de todos ellos, pero sin llegar a pecar de exagerado, presumo que sobrepasarían las tres mil cabezas.  
Volviendo a la Feria de San Lucas, en nuestro pueblo, los días que duraban los festejos se notaba un ajetreo inusual porque para muestra de ello estaban los taxistas que no paraban de dar viajes a la capital llegando la gente a ir a esperarlos hasta a la Venta del Empalmao, pues en aquellos tiempos eran contadas las personas que disponían de vehículo propio. Recuerdo también el autobús de Manuel Alcántara, haciendo viajes uno detrás de otro. A la Feria de San Lucas nos llevaban nuestros padres, y entre todas las atracciones existentes, quién de mis tiempos no recuerda haber ido al circo o al célebre teatro de Manolita Chen. Otro evento muy a destacar era el concurso con saltos con caballos en La Alameda donde siempre sobresalían los militares del cuartel de caballería de la capital. Los festejos taurinos eran también muy esperados.
De regreso al pueblo, era norma de obligado cumplimiento comprar en un puesto del ferial unas pocas de castañas, al ser posible “pelaeras”.  
Muchos años, la lluvia, propia de la estación otoñal, malograba la feria, no obstante si el agua era bien recibida, el agricultor se alegraba puesto que octubre era y sigue siendo tiempo de simienza, y el grano ya enterrado y el que faltaba por enterrar esperaba la lluvia para al poco de estar sembrado emerger con la promesa de ser caña y espiga.
Tiempo de castañas; tiempo de feria, de la Feria de San Lucas; tiempo de simienza; tiempo en el que el campo empieza a vestirse de verde; tiempo de ver como con las primeras lluvias aletean las hormigas de ala; tiempo en el que nos visitan los zorzales y otros pájaros otoñales a los que debemos de respetar; tiempo de lumbres y de migas. Tiempo, tiempo torrecampeño.    
                 

miércoles, 2 de octubre de 2013

EL PAPELERO DE LA BANDA


            La banda de música de nuestro pueblo ha sido siempre un elemento imprescindible en cualquier evento a celebrar, tanto festivo, cultural, o religioso, y tan es así, que aquellos espectáculos en los que por circunstancias no llega a intervenir, se le echa en falta de inmediato, ya que la música es la mecha que enciende el ánimo de las gentes.
         Los cohetes y la música, la música y los cohetes, andan ambos hermanados en cada uno de los festejos de nuestro pueblo, pues su estallido sobrecogedor al mezclarse con el grato y placentero de los acordes de nuestra banda municipal, sirven los dos para despertar y condicionar la alegría y el júbilo de los torrecampeños. Una fiesta sin música y sin cohetes en nuestro pueblo tan dado a los festejos y celebraciones, seria lo más parecido a un funeral, y en estos tiempos que corren viene bien el mantener el espíritu alegre para esconder los problemas que nos crean los demás, más los que nosotros mismos nos inventamos.
         Pero mi intención hoy no es hablar de nuestra banda municipal, sino de una figura muy entrañable que formaba parte de ella y que con el tiempo desapareció, y dada mi ignorancia en estos temas me pregunto las razones por las que hubo de suspenderse el papel que desempeñaba, el papelero de la banda, del cual quiero hoy comentarles.
         Es posible que muchos de nuestro pueblo no hayan oído hablar nunca de este personaje que formaba parte de la banda municipal, al que yo hoy quiero recordar con mucho cariño, porque rememorando a esta figura desaparecida, me sirve también para recordar a mi hermano Juan, quién ejerció siendo muy pequeño como papelero.
          No tendría más de siete años cuando llegó un día a casa mostrando   impresos de solfeo con las notas dibujadas en el pentagrama, y que a los pocos días desgranaba una por una con un soniquete muy especial ateniéndose a la enseñanza impartida por el maestro Pancorbo. Al poco, con tan escasa edad, vistió el uniforme de músico para hacer las funciones que le correspondía como papelero, y así comenzó a ejercer como tal, colocando al principio las partituras en los atriles de cada uno de los músicos con arreglo al guión que el maestro le ordenaba. También iba a avisar a las casas de los músicos; la mayoría de ellos eran carpinteros y herreros, para decirles el día y la hora que había ensayos extraordinarios.
         En los conciertos que la banda interpretaba los domingos en la plaza, yo lo veía colocar las sillas de los músicos y la tarima del director donde subido junto al maestro, sujetaba las partituras de las posibles ráfagas del viento, y a una indicación de este pasaba la hoja de la composición mientras interpretaban. Una vez terminado el concierto, debía de archivar y ordenar todas y cada una de las partituras.
         Recuerdo verlo desfilar en las procesiones religiosas guardando la marcialidad y la compostura debida, adentrándose a intervalos entre las filas de los músicos para comunicarles la pieza musical que inmediatamente se iba a interpretar, mientras llevaba en su mano una carpeta donde en su interior albergaba duplicados de las piezas musicales por si alguno de los músicos extraviaba la suya o el aire se la arrebataba.
         Así, poco a poco me fui familiarizando si querer por su continuo repetir, con los nombres de todos y cada uno de los instrumentos musicales que utilizaba la banda municipal, incluso aquellos con apelativos tan rimbombantes como: oboe, fagot, requinto, fliscorno, trompa, etc.   
         Este era el papelero de la banda municipal de nuestro pueblo. Una figura que como ya anuncié al principio quedó extinguida, y que además de cumplir con las obligaciones descritas propias de su cargo, también servia de enlace e instrumento para fomentar el amor a la música desde la más temprana edad, y en el caso de mi hermano quedó demostrado cuando al poco formó parte de la banda de música de nuestro pueblo tocando el clarinete. Muchos años más tarde en su ciudad adoptiva, que es la misma que la mía, también lo oí tocar en otra banda municipal, donde durante mucho tiempo por iniciativa suya en las procesiones, interpretaban Nuestro Padre Jesús; marcha procesional jiennense por excelencia, y en este caso, siempre, la emoción llegaba a embargarme consiguiendo que aflorara en mi alguna lágrima.
         El amor a la música de mi hermano instalado en él desde su niñez como papelero, llegó a transmitirlo a sus hijas, y hoy, una de ellas, mi sobrina Estrella, ejerce de profesora de música. Él, como hobby, dirige una coral de mayores con mucho acierto.
         Me dicen que el trabajo del papelero lo realiza en algunas bandas un músico del grupo con el puesto de encargado de archivo. Me parece muy bien, pero en la música al igual que en el fútbol se debe de cuidar a la cantera, y la figura del papelero en aquellos tiempos servia entre otras cosas para sembrar y promover el amor por algo tan extraordinario y sorprendente como es la música. Música que entre cosas nos emociona, y nos enamora, nos hace también meditar e incluso en ocasiones llorar cuando recordamos pasajes felices vividos de un tiempo pasado que ya no volverá.
          A mi me encanta la música, la buena música, porque me relaja y me ayuda a descargar tensiones, sobre todo en esos días en que mi estado de ánimo lo necesita. A otros les sirve para bailar. ¡Lástima que a mi no me guste el baile! Todo, porque estoy sordo de los dos pies.  Como dijo aquél: Nadie es perfecto.   

          

domingo, 8 de septiembre de 2013

TARDE DE TORMENTA

A Juan Real, la planta más autóctona torrecampeña.

         El viento ruge ahí afuera. Oigo quejarse a los toldos que protegen los balcones desde donde escribo con un crujir que más parecen las maderas de un bergantín a su paso por el estrecho de Magallanes. Salgo a arriarlos. Primero recojo el del balcón que mira al Sur, y luego a continuación el del ala Oeste dado que mi escritorio hace escuadra a dos calles. Cuando lo hago miro al cielo vestido este de medio luto. La tarde tiene un tinte gris. A lo lejos, en lontananza, jirones de nublos oscuros como toros zainos se agrupan en manada pintando el horizonte de un negro intenso que como un velo a merced del viento se van acercando lentamente. Mientras, la tarde agoniza prematuramente fabricando en el cielo madrileño un atardecer lúgubre y tormentoso. Algunos vencejos parecen querer beber agua negra en las espesas nubes mientras vuelan en desorden en lo más alto del cielo dibujando arabescos surcos en el aire.
Huele a tierra mojada, a llanto del campo, a era regada, huele a mi pueblo, y hacía él vuela mi imaginación porque quiero ver como se despeinan los olivos al mecerse por el viento entre remolinos de polvo y de cómo viajan en ellos vilanos sin billete transportando sus semillas lejos del cardo que los parió. Quiero ver como la lluvia limpia los pinos de nuestro cerro sagrado y ver sus gotas brillar como perlas en cada una de sus hojas que son agujas al tiempo que mansamente en su caída riegan el monte. Quiero embriagarme con el olor a tomillo recién mojado mezclado con el grato y placentero perfume que desprende la montaña, con esa mezcolanza de olores serranos tan difícil de definir. Quiero oler a pajón empapado, y ver pero no puedo, ni quiero, el trasiego de aquellos tiempos de parvas angustiosas y de bieldos presurosos en las eras ante el presagio de tormenta.
El resplandor instantáneo de un relámpago me hace retornar a la realidad. Vuelvo a mi ventanal madrileño Gruesas gotas de agua tamborilean sobre los cristales dibujando de principio cortos surcos que al juntarse forman arroyuelos cayendo en cascada vidrio abajo. El trueno no se hace esperar mientras que su eco se confunde con el de un avión que anda presuroso por arañar cuanto antes la pista. La lluvia cae a cantarillos; diluvia hasta el punto que me hace ver difuminado el edificio de enfrente. El viejo jazmín torrecampeño que sobrevive año tras año en un macetero de mi terraza agita sus tallos bailando a los compases del viento una y otra vez haciendo despertar con su bamboleo a los contados jazmines que en la noche abrirán celebrando la vida con su certero perfumar. El raquítico olivo transportado desde tan buena tierra como la de mi pueblo y trasplantado en una maceta lo veo aporreado por el granizo de la tormenta lo que motivará aún más su lenta y duradera agonía producida por una penosa enfermedad llamada nostalgia. El amarillo de las hojas del pequeño y casi mustio naranjo son taladradas por el duro pedrisco y esto de seguro adelantará su poda.
Poco a poco el ruido de los truenos se va alejando y la lluvia torrencial ha dado paso a otra más templada como aquella de canales en mi pueblo en temporales de pleita y lumbre en la chimenea.  
Por el horizonte, por la sierra madrileña, las nubes aparecen ahora cortadas de forma transversal dejándose ver por el hueco de los nublos un cielo ensangrentado pintado por el crepúsculo.  
La tormenta ha pasado. Me dicen que otra más reciente regó nuestra tierra torrecampeña, y me imagino lo guapo que estará el campo. También las flores, esas que con tanto acierto nos retrata Juan Real, ahora se habrán despojado de la película del polvo agosteño y será un lujo que nos las muestre recién duchadas. Lo hará, estoy seguro.    
                



martes, 6 de agosto de 2013

EN LA PROCESIÓN DEL DÍA DE SANTA ANA

         Lo único que nos queda de aquella feria de mis tiempos, y que supongo perdurará para siempre cada veintiséis de julio, es la procesión de nuestra Patrona, aunque este año, comparativamente con la de años anteriores no ha resultado ser una de las procesiones más brillantes que yo recuerde; esta es mi modesta opinión, pero no me cabe la menor duda de que los defectos que yo he creído observar, no habrán pasado –estoy seguro de ello- desapercibidos a los que con tanto sacrificio se esfuerzan año tras año, en que el día de Santa Ana todo esté a punto para que nuestra Patrona y la Virgen Niña pasee a hombros por nuestras calles con  el esplendor y la brillantez que año tras año los organizadores de este desfile religioso nos tienen acostumbrados.
         A la hora de la procesión, no apretaba mucho el calor, no así el calor humano, demostrado y derrochado por la gente de nuestro pueblo, y para muestra, allí estaban los varales de las andas, los cuatro, repletos de hombros apretujados, de anderos que con promesa y empeño, saben transmitir la emoción y el fervor religioso a Santa Ana y a la Virgen Niña, llegando con ello a contagiar de inmediato a todas las almas allí presentes; vi a gentes apiñadas en la puerta de la iglesia, en las esquinas, en las aceras; gentes con ojos vidriosos que rezaban en silencio, algunos, lo hacían, lo sé, sin saber rezar al paso de nuestra Patrona, y les pedirían que interceda ante Dios a fin de que su ser querido se recupere de la enfermedad que padece; otros lo harían pidiendo trabajo, y los más afortunados en solidaridad con los más menesterosos, se pondrían en la cola de las rogatorias para dar paso a los más necesitados.  
         Y entre ¡Vivas a Santa Ana!, y ¡Vivas a la Niña!, la procesión discurría al compás de la música, y así, mientras la tarde agonizaba, hileras de cirios encendidos alumbraban las por ahora incipientes sombras en un centellear de velas enfiladas e insubordinadas, rotas a veces por la carente marcialidad de algunos devotos. Por la calle El Tomillar con el horizonte pintado por el rojo y encendido crepuscular, refulgían los cetros que portaban las mujeres vestidas de mantilla, resaltando su belleza con el relumbre del metal. Yo digo que las mujeres de nuestro pueblo no se visten de mantilla, es la mantilla la que se viste con el arte, el tronío, el empaque y la belleza de la mujer torrecampeña. ¡Que primores de mujeres! ¡Que generación más guapa!
         De forma lenta y parsimoniosa, la procesión fue recorriendo el itinerario marcado, entre el adornado de colchas en los balcones y el encendido de las casas, abiertas de par en par, queriendo con ello invitar a Santa Ana a penetrar en cada uno de los hogares. Así en todas las calles.
         Después, como siempre, La Marcha Real despidió otro año más a nuestra imagen más venerada en la puerta del templo al tiempo que los esforzados costaleros casi de rodillas en la escalinata entraban el trono dentro de la iglesia cerca ya de la medianoche.
         Y allí quedó nuestra Patrona en el templo, para honrarla en su novenario, para que el pueblo de Torredelcampo desfile ante Santa Ana y la Virgen Niña, para darle gracias, para pedirle, para rogarle, para rezarle y terminar siempre con “más no se haga mi voluntad sino la tuya”.
         Dicen, me contaron, que a los torrecampeños nos van a prohibir morirnos durante el día, y hacerlo por decreto durante la noche, pues cuando un torrecampeño lo hace de día, y pregunta al llegar al Cielo por Santa Ana, allí le dicen que espere, ya que en cuanto la abuela de Dios se toma el café por la mañana, se baja hasta la ermita de Torredelcampo, y hasta la noche no regresa.
         Y es que los torrecampeños somos unos privilegiados. ¿No os parece?

          

sábado, 3 de agosto de 2013

LA FERIA DE AHORA

     
A mi amigo Julián Ruiz, paisano afincado también en tierra madrileña, que sé que busca el sosiego y el silencio en nuestro pueblo. 

        El día de Santa Ana, después de la procesión, de regreso a mi casa, pude observar otra procesión muy diferente. Grupos de jóvenes atendiendo tal vez un horario preconcebido, portando bolsas con bebidas, marchaban todos en una misma dirección hacia un punto en concreto, al meeting point del botellón. Cerca ya del parque, lo que antes eran grupos, se iban transformando en riadas que desembocaban como los ríos en la mar, pero esta vez convergían, no en el agua, sino que la marea humana se derramaba en el sitio donde el ruido era ensordecedor, mezclándose este gentío con otra muchedumbre ya instalada, y todo ello aderezado con el fragor estridente e infernal del chunda-chunda de la música. Ya en casa, aunque el estruendo por la distancia era más atenuado, aún así, los vasos en las estanterías tintineaban a los sones del pum-pum y del referido chunda-chunda.
         Estando en feria la gente tiene que divertirse y más aún los jóvenes. Lo sé, y es posible que la generación del botellón cuando sean mayores, esta práctica tan de moda hoy, nadie la utilice, aunque seguro estoy que será suplantada por otra más perversa, y añorarán esta forma de celebrar la feria, y recordarán la música que machacaba sus tímpanos, y también el rebujito, y el ron con coca-cola y el ballantey, y otras tantas bebidas que en su mezcla les hacían perder su personalidad. También sé que no todos los que participan en este evento consumen alcohol, porque los hay que beben solo refrescos; son los practicantes de botellón light, o botellón sin. Yo no estoy en contra de esta forma de relacionarse los jóvenes de hoy, porque con la que está cayendo es de suponer que esto lo hacen para ahorrar, ya que cualquier consumición en un local cualquiera arruinaría el presupuesto ya mermado de una gran mayoría, pero abogo porque tengan espacios reservados y sobre todo adecuados para estos fines
         Pensando en todo ello, aquella noche dando una vuelta por el ferial, recordé la feria de mis tiempos y después de tomarme el clásico café con churros, quise buscar a la animadora en el laberinto de mis recuerdos, y con tas buenas evocaciones ya avanzada la madrugada, siempre en compañía de mi mujer, nos marchamos a casa dando por finalizado un día de feria de los de ahora.  De camino, sin querer, vi de nuevo a los del botellón, calculo que había algunos miles, apiñados como las abejas en una colmena los cuales seguían con su desenfreno. En mi calle entre los coches varias de las partícipes, sin ningún pudor, perdida la decencia es de suponer por la bebida, efectuaban sus necesidades fisiológicas mas perentorias, y al advertir nuestra presencia siguieron entre risas ejecutando la faena sin llegar por ello a interrumpirla.
         A la mañana siguiente en mi calle y otras adyacentes se advertían las regueras de las aguas menores y algunos charcos pestilentes que invitaban al vómito entre un flamear de “klines” y otros elementos fruto de incontables incontinencias de todo tipo. Luego, vecinos voluntariosos con mangueras y escobas adecentaron la calle limpiando las indecencias del resultado de una noche calenturienta de apretones de todo tipo. Entonces me acordé de aquella otra feria de mi niñez donde se pregonaba el agua en botijos al grito de: ¡A gorda la “barrigá”!   
         Eran otros tiempos más difíciles, con más necesidades, pero nos sobraba aquello de lo que hoy se carece: la decencia, el pudor, el decoro, la dignidad, y... hasta la vergüenza. Pero no quiero enarbolar la pancarta de la razón porque hace mucho tiempo alguien dijo: Los viejos desconfían de la juventud porque han sido jóvenes.
Fin de la cita.      
          

miércoles, 24 de julio de 2013

MI PUEBLO NO TUVO OTRO NOMBRE


Decía yo en mi entrada anterior:

... que Torredelcampo fuese conocido como Osaria en tiempos tan remotos, francamente me ha sorprendido ya que no lo había oído nunca en los años que tengo. Por eso quisiera que los doctos en historia de nuestro pueblo, -por cierto, sé que los hay muy buenos- me corroborasen o desmintiesen que nuestro pueblo en sus primeros orígenes se llamase Osaria.
        
            Juan Moral Gadeo, torrecampeño y amigo, quién en su blog “Torredelcampo y su historia” acostumbra a deleitarnos con relatos sobre la historia de nuestro pueblo,  al informarle yo sobre el tema que nos ocupa, y sabido de su inquietud por estas cuestiones, yo daba por hecho que iba a recalar en  quien es un erudito e ilustrado en la verdadera historia de nuestro pueblo, en nuestro paisano: Juan Carlos Castillo Armenteros, a quien quiero agradecerle enormemente que me haya aclarado esta duda que me suscitó al entrar en una página de Internet de forma casual.
         Despejadas todas las incógnitas infundidas por aquellos falsos cronistas e historiadores de aquella época, -ahora abundan más-, me siento en la obligación moral de desmentir esta fábula, y para dejar constancia de que Osaria, no tiene nada que ver con Torredelcampo, ni tampoco de que Santa Flora sufrió martirio en los alrededores de nuestro pueblo, transcribo el escrito del ya mencionado don Juan Carlos Castillo Armenteros, Profesor Titular de Historia Medieval, de la Universidad de Jaén, a quién reitero de nuevo mi agradecimiento, por sacarme de dudas, y también a mi amigo Juan Moral Gadeo que supo llegar hasta la verdadera fuente de la verdad.         
        
         Hola Juan, me temo que nuestro paisano Antero Villar Rosa ha seguido al pie de la letra lo referenciado por Bernardo de Espinalt en el Atlante Español (1787) Tomo XIII, pp. 279-285 (sobre todo en la página 283), error al que yo ya aludí en mi pregón de la Romería de 2005, publicado en el 2006, en el que en la página 65 y 66 aclaro esta cuestión:
"…. Este culto se mantuvo hasta bien entrado el siglo IX, como lo atestigua la presencia de comunidades cristianas muy activas en la zona, bajo la dirección del obispo de Martus/Tuss (Martos). Comunidades en las que caló profundamente el espíritu cristiano de los denominados Mártires de Córdoba, y entre ellos Santa Flora, refugiada según los documentos de la época en el asentamiento de Tucci Vetus,  y que podría identificarse con Tosiria / Tosaria / Osaria (Torredonjimeno)2, donde arqueollógicamente se ha constatado la existencia de un importante asentamiento visigodo-emiral, y no en Torredelcampo, como señala una leyenda local, inducida por los errores recogidos en los falsos cronicones."

En la nota 2 de la página 67 incido en la cuestión del error:
"Datos que contradicen la leyenda que sitúa a Santa Flora en Torredelcampo. Ese error fue recogido en el Atlante Español por Bernaldo de Espinalt (1787) (Publicado por F. Olivares Barragan Atlante Español de Bernardo de Espinalt. Transcripción, comentarios y ampliación. Jaén, 1980), quien analizando la obra de Argote de Molina, identificó erróneamente Aucci (Tucci Vetus) con Osaria Bitosira (Tosiria/Osaria, actual Torredonjimeno) con Torredelcampo. Inmediatamente, B. Espinalt ubica a Santa Flora en el 851, durante el gobierno del "tirano Manoma V, rey moro de Córdoba", cuando se está refiriendo al Emir Muhammad I, en cuyo mandato se produjeron los sucesos conocidos como el " Movimiento de los Mártires de Córdoba". La interpretación de B. Espinalt, se contradice con las propuestas recogidas en el documento que estudio D. Juan Montijano Chica "La aportación de la Diócesis  de Jaén a los martirios de los mozárabes cordobeses del siglo IX". Boletín del Instituto de Estudios Giennenses, X – XV, Jaén, pp. 9 - 40".

El texto del Atlante relativo a Torredelcampo también fue publicado en la Revista D. Lope de Sosa, 1926, pp. 78 – 80 (también copiado por  Manuel Acedo en un articulo titulado Lugar de la Torre del Campo en Lope de Sosa, 1930). Pero si te fijas en ese mismo artículo también se recoge lo que el Atlante describía de Torredonjimeno, y que casualidad entre las páginas 80 y 81 se dice: "…. fue esta Villa en tiempos de los Romanos de grande consideración. Antiguamente fue la Ciudad de Tosiria y después Osaria, ….". En fin ni el propio Bernardo se aclaró…

Un texto muy interesante que zanja definitivamente esta confusión. Unos errores que fueron transmitidos por Ximena Jurado, Ambrosio Morales, Rus Puerta, en el siglo XVII, bajo el auspicio del Obispo Baltasar Moscoso Sandoval, con la intención de localizar antiguos mártires y lugares de martirio de cristianos, en una época en la que triunfa la Reforma Protestante. Es el momento de la localización de los restos óseos en Arjona de los mártires de Arjona, San Bonoso y Maximino, y de otros tantos, cuando lo que excavaron de forma intencionada fue una necrópolis argárica. En esa época se falsificaron monedas y epígrafes de manera intencionada para localizar los sitios de Iliturgi, que se identificó erróneamente con un lugar conocido como los Villares de Andújar, allí esos cronistas dijeron haber localizado monedas con la acuñación de Iliturgi, y lápidas con ese mismo nombre, cuando todo era un claro montaje, ya que Iliturgi se localiza en Cerro Maquiz (Mengibar), pero a estos les interesaba situarlo en Villanueva de manera intencionada. Esas falsas ubicaciones fueron transmitidas y aceptadas como válidas hasta que se han ido desmontando progresivamente, quedando al descubierto esos montajes. 

A este este tema de la manipulación llevada a cabo por Ximena Jurado y otros de los epígrafes y monedas,  alude una paisana nuestra María de los Santos Mozas en su Tesis Doctoral : Arqueología del s. XVII – Antigüedades de Jaén

Por otro lado en toda la documentación de archivo nunca el Castillo de Torredelcampo aparece mencionado como Castillo de La Floresta (error del que ya he hecho mención en varias publicaciones y conferencias), prueba evidente de las interpretaciones que a partir del s. XVII y XVIII se hace de las noticias difundidas por los falsos cronicones.

Espero que estas aclaraciones sirvan de algo, veo por el enlace, que los errores siguen se han anquilosado en la red, y me temo que pese a que la comunidad científica ya ha desmentido reiteradamente la falsedad de esos datos, estos perduraran "per secula seculorum". 

Un saludo. 

Juan Carlos Castillo Armenteros
Profesor Titular de Historia Medieval
Departamento de Patrimonio Histórico
Universidad de Jaén



miércoles, 17 de julio de 2013

¿LLEGÓ A LLAMARSE NUESTRO PUEBLO: OSARIA?


             Hace muchísimo tiempo, alguien que no llego a recordar, me dijo, que en el llano de Santa Ana, a los pies del cerro Miguelico, estuvo refugiada antes de morir decapitada, Santa Flora de Córdoba. Hoy, he querido bucear dentro del laberinto de Internet, y repasando la historia de esta mártir he encontrado algo sorprendente para mi. En una de las páginas que hacen referencia a esta santa, dice entre otras cosas. Reproduzco parte de ello:

 Santa Flora mártir y virgen. Nació en Sevilla, en una familia de madre cristiana y padre musulmán. Su hermano la delata y es torturada; en Osaría, Jaén se recupera de las heridas; al regresar a Córdoba es nuevamente capturada y llevada ante el juez musulmán junto a Santa Maria de Córdoba. El juez Cadi ordena que sean decapitadas y arrojados sus cuerpos al río Guadalquivir.

         Naturalmente, he querido saber donde se encontraba en Jaén, Osaria, y mi sorpresa ha sido mayúscula cuando el Gooble me ha llevado hasta la Web Oficial de Turismo de Andalucía que dice de Torredelcampo: 

  Historia

        WEB OFICIAL DE TURISMO DE ANDALUCIA

Los primeros pobladores de la zona se remontan a la época del Calcolí­tico, aunque el origen del actual municipio está relacionado con el Cerro Miguelico.
Cuando los cartagineses llegaron a la Pení­nsula se conocí­a con el nombre de Osaria Bitosiria.
Durante el periodo de al-Andalus, los pobladores de esta villa se vieron obligados a trasladarse hacia Martos que como las demás aldeas de la campiña se ven obligadas a reforzarse debido a la proximidad de la frontera con los cristianos.
La conquista cristiana fue llevada a cabo en el año 1243 por el rey Fernando III, que estableció su residencia en los alrededores de la Villa antes de la conquista de Jaén. Tras la conquista quedó adscrita a la ciudad de Jaén.
En el 1804, Carlos IV le concede el tí­tulo de Villa a cambio de 7.500 maravedí­es por cada vecino.

         Otra página más también nos dice:
           
           
De Porcuna a Jaén. Ruta de los Nazaries en Bicicleta.

...norte y rodear la sierra de Jamilena, entre olivos, para llegar a la Villa cuyo origen se remonta al Calcolítico, según los restos encontrados  en el cercano cerro de Miguelico. Torredelcampo, o la ibero-romana Osaria Bitosiria, nos saluda en una encrucijada de caminos muy importante para la comunicación del la Cora de Yayyan con el Califato Cordobés.

         Que Torredelcampo fuese conocido como Osaria en tiempos tan remotos, francamente me ha sorprendido ya que no lo había oído nunca en los años que tengo. Por eso quisiera que los doctos en historia de nuestro pueblo, -por cierto, sé que los hay muy buenos- me corroborasen o desmintiesen que nuestro pueblo en sus primeros orígenes se llamase Osaria.
         A mis más antiguos ancestros sí recuerdo oírles decir La Floresta, en clara alusión a la fortaleza que hubo en la plaza, y de la que en mi niñez recuerdo muy remotamente uno de sus muros que aún seguía en pie, ¿pero Osaria? (... )
De antemano pido perdón por mi desconocimiento como muy profano en esta materia.
¿Seré por ello un osado de Osaria?
        

martes, 2 de julio de 2013

TORREDELCAMPO, PUEBLO DE TOSTAOS.

        

          A Torredelcampo, siempre se le ha conocido como: el pueblo de los garbanzos tostaos. Esto a nadie debe de sorprender, pero me pregunto, si aún mantiene esta fama después de que no ha habido desde hace muchos años, -al menos yo no tengo referencias- quien se dedique al arte de elaborar este producto torrecampeño, tan característico de una época ya pasada y que en otros lugares lo conocen como torraos.
Ya escribí en una de mis entradas en este blog, de que algunos niños de mi edad, en mis tiempos, pregonaban su desgracia por las calles de nuestro pueblo vendiendo garbanzos tostaos con un esportilla en el brazo, y tal vez por esa leyenda negra de aquellas gentes que por imperiosa necesidad en la España gris de la posguerra se dedicaban a preparar y vender los garbanzos tostaos con el fin de subsistir, sospecho que nadie se dedique ahora este menester, puede que por no revivir escenas de un tiempo ya pasado de penurias y sufrimientos.
Es posible también que la figura del garbancero desapareciera porque la materia prima, es decir el garbanzo que se cultivaba en nuestro pueblo dejó de sembrarse cuando la campiña murió devorada hace muchos años por el olivar. Yo estoy seguro de que muchos jóvenes torrecampeños no habrán visto nunca una mata de garbanzos, pero serán pocos los de mi edad que no hayan participado alguna vez en el cultivo o en la recolección de esta leguminosa.
Se sembraba por el mes de marzo y se cosechaba a últimos de julio o primeros de agosto. El trabajo más duro era el arrancar las matas cuando el garbanzo estaba granado. Las manos tiernas, sensibles, y sin callosidades de aquellos que sin tener edad como yo sí teníamos como postulado ayudar a la familia, sufríamos las consecuencias cuando las ampollas aparecían en nuestras delicadas manos; el dolor de estas heridas se acentuaba aún más con el escozor cuando se impregnaban con las vellosidades pegajosas de la planta, a lo que  llamábamos salitre.
El garbanzo siempre ha tenido mala fama por ser alimento de los pobres. Yo no estoy de acuerdo en esto último pues el cocido sigue estando en todas las mesas, y aquí en Madrid es uno de los platos típicos más solicitados. También fue uno de los alimentos por excelencia en los cortijos pues el potaje de garbanzos por las noches llenaba y calentaba el estómago de los jornaleros. A propósito... ¡Pero qué ricos estaban aquellos potajes cocidos en la lumbre en pucheros de barro!
Pero aunque el garbanzo no se cultive ahora en nuestro pueblo y si bien la materia prima la tuviéramos que comprar en las zonas donde ahora se producen, los tostaos deberían de ser como fue por aquél entonces el producto más característico torrecampeño, elaborados como lo hacían aquellos que se dedicaban en nuestro pueblo a esta labor.
 No quiero pasar por alto la figura de los garbanceros, aquellos que con los garbanzos a veces aún calientes iban con la esportilla al brazo pregonando los tostaos por las calles, al canto de: lo cambio y lo vendo.
La tendencia muy acentuada en nuestro pueblo hacia el rechazo de que todo lo viejo es malo nos ha llevado a olvidar y a no conservar cosas del pasado, y un pueblo sin pasado es un pueblo sin historia.
Ojala que los tostaos y el garbancero reaparezcan algún día en nuestro pueblo como algo que  nos sirvió para ser las señas de identidad de Torredelcampo. Aquí en Madrid, veo a los barquilleros que simbolizan al Madrid más castizo. Estos no faltan en las verbenas y en los sitios madrileños más concurridos.
En el Diario Jaén siendo yo niño, apareció un día una viñeta con los americanos en la Luna y un torrecampeño en el horizonte gritando: ¡Tostaos!
Ya estábamos allí, cuando ellos llegaron. Así pues, ¿éramos o no conocidos los torrecampeños por los garbanzos tostaos?
Espero, y deseo ver al garbancero por nuestras calles algún día pregonando no su infortunio como antaño, sino, por aquello por lo que los torrecampeños fuimos conocidos en una época ya pasada: por los garbanzos tostaos.   


sábado, 8 de junio de 2013

LA PLAZA, MERCADO DE JORNALEROS.

          
         

En una de mis entradas en este blog, escribí sobre la plaza de nuestro pueblo. Lo hice para recordar como era nuestra plaza en mi infancia y en mi juventud. Ya dije aquí en otro de mis escritos que en mis tiempos era el punto de reunión de todos los jóvenes los domingos y festivos. Aquello era una manifestación que aunque sin pancartas ni nada que revindicar nos permitían hacer sin tener que pedir autorización para ello a pesar de que en aquél tiempo estaba prohibido el derecho de reunión y de asociación.   
No puedo imaginarme el grado de sorpresa que se llevaría aquél posible visitante a nuestro pueblo fiel doctrinario y ortodoxo a las leyes establecidas en aquella época, hasta saber que el motivo de la concentración no era político.      
Pero sin adentrarme por veredas por las que no me gusta transitar porque siempre tropiezo ya que a mi me gusta andar por el surco entre las lindes, he de agregar que esta era la cara más alegre de nuestra plaza en aquellos tiempos porque existió otra, la que entre dos luces, al alba, servia para vender y comprar mano de obra.
El jornalero sin jornal se levantaba antes de amanecer mientras que la mujer permanecía en ascuas por si había suerte y encontraba el marido trabajo para de inmediato preparar el pan, el aceite, y poco más; tal vez, una alcachofa y una naranja y echarlas como sustento en la talega o en la mochila de trapo, aquella de dos aberturas que llevaban al hombro colgando entre pecho y espalda muchos de los que trabajaban en el campo en mis tiempos.
Aquellos hombres iban a la plaza a buscar un jornal y digo aquellos que eran muchos para diferenciarlos de los otros que siendo muy pocos, eran los que ofrecían el trabajo. Eran estos últimos los más poderosos, los dueños de las tierras, los que sus mujeres no esperaban ansiosas en la casa el regreso del marido que había ido a buscar trabajo a la plaza. Ellas no tenían que preparar talega ni vianda alguna, ni tampoco el ver a su marido regresar triste y abatido cuando a veces pasaban los días y las semanas sin que nadie le contratara. Me imagino a ese jornalero abatido, al desalentado porque no tenía la suerte de dar un jornal, y en cambio el vecino y el amigo sí. Qué de interrogantes se haría a la hora de mirar a su mujer y a sus hijos.
Los que encontrando trabajo se iban de vará eran unos afortunados ya que tenían el jornal asegurado por unos días, pero en cambio debían de pernoctar en un cortijo teniendo como colchón una saca de paja en el suelo.
La plaza bullía al alba de jornaleros que deseosos buscaban con la mirada a los manijeros para hacerse ver, eso estaba mejor que mendigarles un jornal, pues el torrecampeño ha sido siempre muy orgulloso y antes de la humillación con dolor de su corazón prefería optar por buscar otros horizontes, otra tierra, y abandonar la suya, la que le vio nacer, tierra que sólo les sirvió a muchos nada más que para venir al mundo porque registrado a su nombre no aparecía inscrita propiedad alguna, tan sólo hacían como muy suyo la labrada parcela de su  estirpe, además de la del amor a su pueblo.
La plaza era la oficina de empleo donde se acordaba de palabra el salario y aproximadamente los días a trabajar que por lo general eran los que durara la faena agrícola. No había contratos, ni papeles, ni altas en la seguridad social, ni paro obrero, ni tampoco “Per”. No había nada porque no tenían nada, tan solo en caso de accidente laboral algunos patronos disponían de un seguro de accidente de nefasta fama que era mejor no utilizar y optar por arreglar los papeles de la beneficencia siendo esta siempre la solución más acertada.
Yo siendo niño un día fui uno de aquellos que visitó al alba la plaza buscando un jornal acompañado de otro niño amigo mío, y no me avergüenza confesarlo, al contrario me llena de orgullo haber nacido siendo uno de aquellos y no de los otros. Estos últimos eran como dije antes los adinerados, los que si el trabajo hubiese sido bueno también se lo hubieran quedado para ellos, pero no saben lo que se perdieron pues como alguien dijo: Encuentra la felicidad en tu trabajo o nunca serás feliz. Yo acerté, ya que siempre lo fui.   
Por último, al margen de todo lo anterior, he de subrayar aquello que ya he repetido en alguna ocasión de que algunos con más mérito que yo podrán contar cosas como estas de nuestro pueblo, pero estoy seguro que para ello hurgarán en la memoria de otros. Haciendo una analogía con mi extinta profesión he de decir que la memoria es como una cartilla de ahorros donde vas guardando recuerdos y más recuerdos. Yo quise ahorrarlos, almacenarlos y atesorarlos para ahora reintegrarlos uno a uno a mi pueblo como viene siendo habitual a través de este blog, relatando evocaciones como la que hoy me ha tocado narrar.  


martes, 14 de mayo de 2013

CORTIJOS

         


Cortijada El Castill


Estado ruinoso del interior de un cortijo

                                                           La caseria  El Miedo


                                            El cortijo La Ventana
                                         

Los cortijos andaluces que el cine y la literatura nos retratan aparecen como viviendas ubicadas dentro de los confines de las extensas fincas de los terratenientes empleadas para explotaciones agrícolas o ganaderas, siendo estas últimas las dedicadas al toro de lidia. Nos los muestran siempre pintados de blanco, de ese blanco inmaculado que provoca la cal que resalta sobre los ocres de las molduras y cornisas de las sus amplias edificaciones, donde no puede faltar en ninguno de estos cortijos el patio empedrado adornado con plantas como jazmines o limoneros que parecen beber y alimentarse de la brisa del chorro de algún cantarín surtidor que sirve para refrescar el ambiente en verano. Yo he pisado cortijos como los que describo, pero no todos los cortijos en Andalucía son así.

La palabra cortijo para cualquiera, andaluz o no, estoy seguro sirve para dibujar en su mente algo parecido a los que acabo de describir, pero nadie de nuestro pueblo puede retratar imágenes así en toda nuestra extensa demarcación, dado que el cortijo no ha sido nunca en Torredelcampo la fortaleza donde se refugiaba el amo de las tierras rodeado de siervos, sino que su uso era el de dar cobijo a las gentes que la trabajaban y el de preservar las cosechas.

El término de nuestro pueblo está salpicado de cortijos. Hoy, todos, salvo alguna honrosa excepción están derruidos, y los muros de ellos que aún se sostienen entre las vigas y el escombro, se asemejan a los edificios que vemos heridos por las explosiones en cualquiera de las guerras que nos brindan día a día los telediarios. 
  
Recuerdo en otras épocas cuando los cortijos torrecampeños tenían vida, el ver en ellos a los “caseros de puertas abiertas”, frase esta que definía que el cortijo estaba habitado, siendo lo más habitual por un matrimonio que disfrutaba de alojamiento gratis además de beneficiarse del sustento que les proporcionaban los animales como, gallinas, conejos, y cerdos entre otros, y también el de tener el cabeza de familia el jornal casi a diario asegurado trabajando en las tierras del dueño de la hacienda.  

Las cortijadas eran núcleos de cortijos en las que en algunas de estas agrupaciones, en mi época disponían de escuela y hasta de una pequeña iglesia donde los domingos se oficiaba misa. Está en mis recuerdos, El Berrueco, donde el castillo medieval en ruinas se erige aún como lo que fue, en vigía y en atalaya, presumiendo que el paso de los siglos haya afectado más a los cortijos agonizantes que lo circundan. Mientras estos se desploman, en su derrumbe van devolviéndole al castillo las piedras que les fueron arrancadas para su construcción.

No quiero olvidarme de los cortijillos que eran pequeños habitáculos de planta baja de reducidas dimensiones cuya edificación consistía en cocina, pajar, y cuadra. Estos cortijillos servían para que el agricultor minifundista pernoctara mientras desarrollaba las labores agrícolas. La campiña llegó a estar pintorreada de estos cortijillos, la mayoría de ellos hoy desaparecidos que hubieron de construirse un día dado lo dilatado de nuestro término comarcal, factor este que agravaba el largo desplazamiento cuando el medio de ir al tajo era andando o al paso de una caballería. 

En algunos pueblos de nuestra provincia están rehabilitando muchos cortijos para uso y disfrute de las gentes que buscan paz y sosiego y gustan además de estar en contacto con la naturaleza.
Ojalá que en nuestro pueblo alguien se atreva a restaurar alguno para dedicarlo a este fin, pues a pesar de la que está cayendo yo le auguro un futuro prometedor.