lunes, 21 de marzo de 2011

LOS ENTIERROS Y LOS LUTOS EN MI NIÑEZ

Tener que tocar un tema como este me entristece, ya que hablar de la muerte a cualquiera le sobrecoge y a mi el primero, pero a pesar de ello quiero repasar de cómo eran los entierros y lutos en nuestro pueblo cuando yo era niño.
En los albores de mi infancia recuerdo la cantidad de entierros de niños que había. Era casi a diario, la mayoría lactantes que morían ante el más mínimo problema infeccioso o por cualquier otra enfermedad o epidemia. Me resultaba muy triste ver aquellos diminutos ataúdes blancos con pinceladas de purpurina dorada en sus bordes portados en unas angarillas hasta la puerta de la iglesia y desde allí al cementerio.    
Los entierros se establecían por categorías. Los de una capa eran despedidos desde la puerta de la iglesia sin más dispendios. Los de dos capas, dos curas vestidos con capas pluviales acompañaban al cadáver hasta medio camino del cementerio, y los de tres capas para los más pudientes eran tres los sacerdotes que acompañaban al féretro hasta el camposanto con todos los honores pompa y boato.
Era costumbre que al acompañamiento del cadáver hasta la puerta de la iglesia y después al cementerio sólo asistiesen los hombres. Las mujeres permanecían en casa del difunto rezando hasta que los dolientes regresaban. También durante el velatorio los hombres estaban separados de las mujeres. A estos ya entrada la madrugada se les tenía una atención con ellos ofreciéndoles alguna copa de anís.
El primero en aparecer en el domicilio del difunto era un personaje muy conocido en nuestro pueblo. Me refiero a Juan González, al que de forma cariñosa se le conocía como “Ito”, (de Juanito). Éste a la hora del entierro tampoco faltaba.
Al frente del cortejo fúnebre marchaba siempre el monaguillo vistiendo faldones rojos y roquetes blancos de encaje portando un varal con un cristo dorado adornado con un cilindro de tela negro. El sochantre caminaba al lado del sacerdote llevando el hisopo de metal metido dentro del recipiente del agua bendita. El séquito religioso acompañaba al cadáver desde su casa hasta las escalinatas de la iglesia desde donde se ofrecía unas cortas exequias formando parte de las mismas un responso en latín. Cuando el féretro era rociado con agua bendita la muchedumbre acompañaba al cadáver hasta El Llanete, donde se daba el pésame a los dolientes mientras que los más allegados se dirigían al cementerio a darle sepultura.
Era práctica habitual tal vez por respeto no comer en casa del difunto durante el tiempo que éste permanecía en la casa de cuerpo presente, si acaso una tila, un caldo, o poco más, aunque hubo un tiempo que motivados muchos por el "cumplimenteo", sobre todo cuando había por medio una novia o un novio, se estableció la costumbre que tanto los caldos y cafés en el velatorio y después del entierro la comida los sirviesen personal especializado en las artes gastronómicas, -lo que ahora llamamos catering-.  Un lujo.
Y después el luto. Los lutos se establecían también por categorías. Así pues, dependiendo de la edad del difunto y del grado de parentesco, el luto podía ser riguroso, o medio-luto. En ambos casos para salir a la calle era costumbre en las mujeres cubrirse la cabeza con un pañuelo negro anudado al cuello, y por encima de los hombros arroparse en todos tiempos con una media-manta de lana negra con flecos en los bordes que era sostenida un ala de ella con una mano, y con la otra para taparse la cara de la nariz para abajo, pero en los lutos rigurosos las mujeres aprovechaban para salir a la calle solo a deshoras y en caso de muy extrema necesidad
Así pues, era muy común ver siempre a las mujeres vestidas de negro, mientras que en los hombres se observaba el luto en la chaqueta, la cual ostentaba un galón negro de unos diez centímetros cosido dándole la vuelta a la manga. Otros en cambio llevaban una chalina negra al cuello.
Mientras duraba al menos el medio luto se establecía una especie de cuaresma o penitencia entre los habitantes de la casa hasta tal punto de que las salidas quedaban restringidas a sólo lo imprescindible, como también era norma de obligado cumplimiento el no acudir a las fiestas o lugares públicos de diversión como a bodas, bautizos, o cualquier otro tipo de acontecimientos. Asimismo el blanqueo de la casa o de la fachada quedaban pospuestos hasta la fecha en que se pasaba al medio luto que era pasados al menos dos o tres años. En las casas donde había radio se quitaba de la vista de las posibles visitas llevándola a la cámara donde estaba el granero o cubriéndola con un paño negro. Al paso de las procesiones o festejos la casa se cerraba incluidas todas las puertas ventanas y balcones, dando señal de que los deudos del difunto no estaban para celebraciones.
Lutos aquellos, de ropas teñidas de negro, de aquella España de medio-luto, de luto negro, que algunos la verían en technicolor pero yo por desgracia la viví siempre en blanco y negro.


viernes, 4 de marzo de 2011

LOS CORRENDEROS

         
        
En aquél tiempo de mi juventud, cuando la recolección de la aceituna tocaba a su fin, las calles a primeras horas de la noche, se alegraban con los cantos de mujeres jóvenes jugando al correndero. Era el anuncio que la primavera estaba a un paso; presagio de ello cuando el estado anímico del mocerío se disparaba en un derroche de felicidad difícil de ocultar. A pesar de que la fiesta del carnaval estaba prohibida, por ese tiempo previo a la cuaresma, los correnderos  era la manera de celebrar esta fiesta a nuestro modo,  y era también el lugar para ver a la moza mientras se rondaba. Así se aprovechaba para contemplar a la que uno le tenia echado el ojo y comprobar si alguno de aquellos cantos carnavaleros que desgranaban las jóvenes, escondían de forma irónica despecho hacía el que rondaba, o por el contrario algún halago.
Cantaban cogidas de la mano y girando en corro. Recuerdo que en ocasiones paraban, daban unas palmadas y continuaban con la danza en círculo.
Algunas de las letras eran picantonas e irónicas, aunque también las había hirientes que mandaban consignas al pretendiente para que de alguna forma entendiera que no tenia nada que hacer, o por el contrario animarle si era corto, es decir tímido, para así allanarle el camino. Dicho en la jerga de aquél tiempo, para que se lanzara. Al terminar de cada canto, los que rondábamos solíamos corresponder con voces socarronas que dirigíamos al compañero del grupo a quién entendíamos por alusiones iba dedicada la copla de pique.
Recuerdo el griterío que formaban aquellos corros de mujeres pasándose de unas a otras un botijo al grito unánime de ¡Ay, ay, ay... y...!. Así, el botijo o  cántaro mochado era lanzado una y otra vez al aire hasta que moría estrellado en el suelo cuando la que tenía que recibirlo se le escapa de las manos. Entonces estallaba al unísono un grito mezcla de sorpresa y de desconcierto de las muchachas coreado por los que contemplábamos el espectáculo.
A veces, en el centro del correndero  era muy común ver encendido  una fogata “chico”, que servía para de alguna forma iluminar la calle.
Noches de ronda, de cánticos carnavaleros picantes y atrevidos, mezclados con el humo y los aromas que salían por las chimeneas creando una neblina que se expandía por las calles dibujando todo ello un ambiente difícil de describir. 
Los correnderos eran nuestro punto de encuentro. Nuestro botellón, pero sin botella que empezaba apenas el sol se escondía y duraba tan solo hasta la hora de la cena o hasta cuando sonaba el “Parte o Diario hablado de Radio Nacional”.    
Después, las calles permanecían en silencio quedando como testigos los cascotes del porrón o cántaro ejecutado y los rescoldos de la hoguera que al día siguiente barrerían las mujeres al limpiar la puerta de su casa. Era lo único que denotaba que allí había habido gente divirtiéndose. Nada de envases de plásticos, ni bolsas, ni vidrios, ni brik, ni latas, ni látex, ni nada, porque no teníamos nada...pero sin tener nada éramos felices. Muy felices, si señor. 
Sé que habrá alguien de mi edad o tal vez más mayores que recuerden algunas letras que se cantaban en los correnderos , con los tonos y soniquetes tan alegres y tan característicos. Animo a que lo transmitan a otros para goce y disfrute de futuras generaciones.